Ethan Saunders
La lluvia se había apiadado de nosotros y había amainado, de modo que los tres nos alejamos de la casa de los Pearson con cierta comodidad. No sabía qué pensar de aquella extraña experiencia. ¿Cómo se había enterado la señora Pearson de que yo estaba en Filadelfia? ¿Por qué había decidido ponerse en contacto conmigo para rechazar mi ayuda después? Al ver mis heridas, ¿había pensado realmente que estas estaban relacionadas con la desaparición de su marido?
Sí, todas aquellas preguntas se agolpaban en mi mente, pero el hombre es un animal de costumbres y recurrí a las que Fleet me había enseñado. Hice listas en silencio y cotejé datos, contrasté la teoría con lo que ya sabía, propuse ideas y las descarté casi al momento. Sin embargo, un pensamiento dominaba todos los demás: Cynthia Pearson me había mandado llamar. Tenía problemas y se había dirigido a mí. Aquello me llenaba de esperanza y de júbilo aunque, al mismo tiempo, me producía unos accesos inexplicables de melancolía.
Tendría que esperar hasta que estuviera a salvo en mis habitaciones, con la botella de whisky en la mano, antes de hundirme en la tristeza. Lavien caminaba a mi lado y supe que había trabajo por hacer.
– ¿Cuánto tiempo lleva desaparecido el señor Pearson? -le pregunté.
– Una semana, tal vez -respondió con una voz neutra, incluso distante. Era la voz de un hombre que deseaba no revelar nada a excepción, quizá, de su deseo de no revelar nada.
– ¿Y por qué habrá cambiado de idea y ahora no quiere ayuda? -preguntó Leónidas.
– No lo sé -respondió Lavien-, pero no la creo cuando dice que sus preocupaciones eran tontas. Capitán Saunders, quizá podría pasar a visitarlo mañana y usted podría hablarme más de sus impresiones. Como conoce a la señora Pearson mucho mejor que yo, acaso tenga opiniones útiles, pero esta noche estamos muy cansados y no seríamos productivos.
– Desde luego -dije, aunque no estaba en absoluto seguro de que quisiera contarle nada. Lavien me caía bien, o eso me parecía, pero no confiaba en él, precisamente. Aquel hombre sabía, o se barruntaba, mucho más de lo que estaba dispuesto a reconocer y me resultó irritante que esperase que le diera gratis mis ideas mientras él guardaba las suyas a buen recaudo.
– Seguiré solo hasta mi alojamiento -dijo-. Voy a la Tercera con Cherry y no hay más que un corto paseo.
Le di las gracias por el servicio que me había prestado antes y nos despedimos. A continuación, Leónidas y yo nos dirigimos hacia el río y a mis aposentos, en Spruce con la Segunda.
– ¿Qué impresión te ha causado ese hombre? -le pregunté.
Su rostro se transformó en una serie de rayas -sus ojos, dos rendijas; sus labios, apretados en una fina línea-, como le ocurría siempre que pensaba en algo con mucha concentración.
– No lo sé. Desde luego, es competente. Cuando lo encontramos a usted en el callejón, reaccionó al instante y empezó a diseñar una estrategia y a decirme lo que tenía que hacer y cómo. Y no tuve ninguna dificultad en seguir exactamente lo que decía, tal era la confianza y la autoridad que transmitía su voz. Pero lo del pulgar de Dorland… Su frialdad resulta casi sobrenatural.
– Una suerte de eficiencia estoica -dije-. Como un cirujano.
– Exactamente -replicó Leónidas-. Sabe lo que se hace, no lo dudo, pero me parece que no nos lo está diciendo todo. Resulta extraño. Yo pensaría que quiere que usted lo ayude a encontrar al señor Pearson.
– Y yo, ¿por qué iba a querer encontrarlo? -pregunté-. Preferiría que se fuera al infierno.
– Sería estupendo que la señora Pearson se convirtiera en una viuda rica en busca de un antiguo amor, pero no confiaría mucho en ello.
– Eres siempre tan encantador… -le dije a Leónidas. Nos encontrábamos ya a la puerta de mi casa de huéspedes, por lo que había llegado el momento de que mi esclavo se marchara. Mis habitaciones estaban atestadas y Leónidas prefería no alojarse conmigo. No obstante, aunque hubiera dispuesto de unas habitaciones más espaciosas, tampoco habría elegido vivir conmigo. Como muchos otros esclavos de Filadelfia, tenía su propia casa, cuyo alquiler pagaba con su dinero. Una vez, por motivos que no recuerdo con claridad, yo me había presentado a su puerta de madrugada, la había aporreado, llamándolo a grandes voces mientras lloraba como un niño, y Leónidas había reaccionado de una manera sensata y se había cambiado de dirección sin informarme del lugar de su nueva residencia. En realidad, todos los bodegueros, mercaderes, buhoneros y terratenientes estaban aleccionados de que, si yo les preguntaba, no tenían que decírmelo.
Aquel sentido de la independencia se lo había inculcado yo. Cuando aún no habían transcurrido cinco o seis meses de mi ignominiosa marcha del ejército, gané a Leónidas en una larga y perversa partida de cartas. A la sazón, me hallaba viviendo en Boston y su amo era todo lo compasivo y cariñoso que podía ser un propietario de esclavos. Leónidas había sido separado de sus padres cuando era poco más que un bebé, mucho antes de que su amo lo adquiriese -y, por tanto, no por culpa suya-, y no guardaba ningún recuerdo de ellos. Su amo de Boston le había costeado la educación y, cuando llegó a mis manos, tenía once años, era listo y estaba muy desarrollado para su edad.
Consideré que lo mejor era seguir educándolo y, hasta que terminó los estudios a los dieciséis años, siempre encontré la manera de pagarle las clases en una escuela de negros, aun cuando no me alcanzase para mucho más. El joven Leónidas era propenso a los estados de ánimo sombríos, lo cual se me antojaba comprensible. Ya entonces expresaba con ardiente elocuencia su odio hacia el esclavismo, por lo que convine con él que le daría la libertad al cabo de diez años, cuando tuviera veintiuno. Aquel hito había llegado y quedado atrás el verano anterior y, aunque Leónidas me había recordado la promesa, yo seguía mostrándome reacio a liberarlo. Cuando estaba dispuesto a hacerlo, los acontecimientos habían conspirado contra mí y había tenido que marcharme a toda prisa de Baltimore. Luego, no me había quedado otro remedio que establecerme en una nueva ciudad y no soportaba la idea de tener que hacerlo solo.
Al llegar a la pensión, mandé a Leónidas a su casa y llamé a la puerta. Mi casera no creía oportuno confiarme una llave y, sin embargo, se mostraba majestuosamente resentida cuando la despertaba al regresar. Con algunas personas no hay manera de congeniar y yo era reacio, debo reconocerlo, a hacerlo con aquella. No le caía demasiado bien, no sé si por mis hábitos generales, porque no pagaba el alquiler o porque, cuando volvía a casa por la noche, montaba mucho alboroto. En una ocasión en que había bebido mucho, le había metido mano y le había pellizcado un pezón.
Era casi medianoche, por lo que me sorprendió que mi llamada obtuviera tan pronta respuesta. La señora Deisher, mi casera, una robusta alemana, tenía la costumbre de responder a mis llamadas nocturnas con una mueca taciturna y el ceño fruncido, ataviada solo con la camisa de dormir. Aquella noche iba completamente vestida y, aunque abrió la puerta, no se hizo a un lado para dejarme entrar. En realidad, me impidió el paso. Sostenía una vela y la mano le temblaba un poco.
– Tenemos que hablar, señor Saunders -dijo con su marcado acento.
– Capitán Saunders -corregí-. ¿Tengo que recordárselo cada vez? ¿No valora el servicio patriótico, o tal vez llora la muerte de algún mercenario alemán que luchó con los británicos?
– Lamento tener que decirle esto, pero hay una dificultad con su alquiler.
Mi alquiler. Siempre había alguna dificultad con mi alquiler, quizá porque yo era sumamente irregular en los pagos.
– Eso ya lo discutiremos por la mañana. Ahora debo dormir.
– Me adeuda tres meses y debo cobrar -la casera gruñó, frunció la nariz y sacudió la cabeza.
¡Cuánta tontería solo por diez dólares! Las palabras y el arte de la persuasión siempre se me han dado bien, pero rara vez hacía acopio de la voluntad necesaria para hablar de una manera afable con aquella criatura. Sin embargo, avancé un paso y le dediqué mi sonrisa más cautivadora.
– Señora Deisher, siempre hemos sido amigos, ¿verdad? -No esperes nunca una respuesta a esa pregunta-. Nos hemos llevado muy bien y siempre he sido admirador suyo. Usted lo sabe, ¿verdad que sí?
– ¿Tiene el dinero? -preguntó ella.
– ¿Solo diez dólares? Pues claro que tengo el dinero. Mañana se lo daré, o la semana próxima, a más tardar.
– Pero no es solo lo de este mes, señor. Me debe dos meses atrasados. Para saldar la deuda, tiene que pagar treinta dólares.
Mi atención solo estaba concentrada a medias en aquella conversación, pues era un baile que ya habíamos danzado otras veces y conocíamos los movimientos del otro como si fuésemos una pareja de viejos amantes. También estaba pensando en la señora Pearson y, en menor grado, en Lavien, al tiempo que distraídamente me abría paso con mis encantos hasta las habitaciones que no había pagado. Sin embargo, el que me pidiera treinta dólares me llamó la atención.
– ¡Treinta dólares! -exclamé-. Señora Deisher, ¿cree que es momento de hablar de tales asuntos, con este frío y a oscuras, cuando esta noche, como puede ver en mi cara, he sufrido graves heridas?
– Necesito el dinero ahora. -La mujer cambió el peso de su cuerpo rechoncho de un pie al otro e irguió sus robustos hombros-. Tengo a un joven con esposa y un bebé que pueden ocupar la habitación por la mañana. O paga usted, o se marcha. Y si no hace ninguna de las dos cosas, llamaré a la patrulla.
– ¿Quiere arruinarme la vida? -pregunté. La irritación me llevó, aunque solo fuera por un instante, a olvidar las buenas maneras-. ¿Esto no puede esperar hasta mañana? ¿No ve usted, por mi aspecto, que he tenido una noche de mil demonios, maldita sea?
– No utilice ese lenguaje -dijo, adoptando una expresión fiera-. No me gusta. Dígame solo una cosa: ¿tiene el dinero ahora? -Al formular la pregunta, los labios le temblaron.
– Está claro que aquí hay gato encerrado. ¿Qué sucede? ¿Alguien le ha pagado para que me eche a la calle? Ha sido Dorland, ¿verdad?
– ¿Tiene el dinero ahora? -repitió, aunque con menos santurronería.
A mí se me había ocurrido algo y quise poner a prueba mi teoría:
– Sí, lo tengo. Le pagaré y luego me iré a dormir -dije.
– ¡Demasiado tarde! -voceó-. ¡Demasiado tarde! Usted me ha utilizado de mala manera y no lo quiero más en mi casa. Tiene que pagarme y marcharse.
Aquello era cosa de Dorland, no podía ser nada más. Y, sin embargo, no llegaba a creérmelo. No se trataba de que aquellos trucos mezquinos fuesen impropios de él, sino que me parecía difícil que tuviera ingenio suficiente para concebirlos.
– Si va a echarme a la calle, no esperará que le pague -comenté-. No obtendrá un céntimo.
– Entonces, váyase. Si no lo hace, llamaré a la patrulla.
La patrulla, en sí misma, no me preocupaba demasiado, pero temía que mi desahucio fuera de dominio público. Si corría la voz de que había perdido mis habitaciones, mis acreedores caerían encima de mí como lobos hambrientos sobre un cordero herido. No quería desaparecer en la ciénaga sofocante del encarcelamiento por deudas en el preciso momento en que Cynthia había reaparecido en mi vida.
No era la primera vez que me echaban de una pensión, ni tampoco la primera que ello ocurría a altas horas de la noche. Había hecho cuanto había podido y no me humillaría prolongando la discusión.
– Muy bien, iré a recoger algunas cosas y dejaré esta casa miserable. Haga el favor de empacar lo que ahora no me lleve y mantenga las manos lejos de lo que no le pertenece.
– Me quedaré con sus cosas como garantía y, si trata de llevárselas, llamaré a la patrulla. A la patrulla -repitió. La mujer lo había visto en mis ojos, había captado mi miedo con su bajo instinto animal, y ahora esgrimía la palabra como si fuera un talismán-. Llamaré a la patrulla y se lo llevarán. ¡Para siempre!
Para siempre se me antojó un poco extremo, incluso tratándose de una quimera imposible por su parte, pero no frustré sus sueños. Yo estaba muy enojado, y ella debió de verlo en mis ojos porque retrocedió un paso, asustada. Como respuesta, le hice una seca reverencia y eché a andar otra vez bajo la lluvia.
Es triste para un hombre advertir que, cuando ha perdido su casa, no tiene adonde ir. Mi vida en Filadelfia, donde llevaba poco tiempo, era tal que conocía a mucha gente, pero carecía de amigos a cuya puerta me atreviese a llamar a aquellas horas de la madrugada para pedirles refugio. No podía presentarme en casa de ninguna de las damas que solían portarse bien conmigo, incluso las solteras, pues si aparecía en mi actual estado -empapado, apaleado y sin sombrero-, el hechizo en el que las había hecho caer se disiparía. En cuanto a Leónidas, habría estado dispuesto a violar, por esta vez solamente, su deseo de intimidad y ponerme a su merced, si hubiera sabido dónde vivía.
Y, como si quisiera sumarse a mi mal humor, la lluvia empezó a arreciar de nuevo. Con los dedos ateridos de frío y las botas empapadas de nieve fundida y barro, caminé de regreso a Helltown y me dirigí al León y la Campana. Le pedí a Owen que me diera una habitación y lo apuntara en mi cuenta, la cual estaba ahora, por irónico que resultara, en un excelente estado. Aunque Owen no se mostró cordial, precisamente, por lo menos accedió a lo que le pedía, reconociendo que, en lo que yo había creído que era mi último suspiro, había conseguido embaucarlo y que pensase que le hacía un favor. A buen seguro, aquel acto de bondad compensaba mis anteriores tergiversaciones y falsedades.
No me dio un cuarto individual, sino que me mandó a un jergón de arpillera y paja en el suelo de una habitación llena de borrachos que eructaban, soltaban ventosidades y olían como si no hubiesen visto jamás una bañera. Yo era una de esas criaturas y me dormí lamentando que, a fin de cuentas, Dorland no me hubiera matado.
Cuando llegó la mañana, como insiste en hacer todos los días, me dolía la cabeza de la bebida y de la agresión. Tenía las costillas inflamadas y de color púrpura y, además, se me había hinchado el tobillo. La noche anterior no me había dado cuenta, pero debía de habérmelo torcido, al menos levemente, durante mis aventuras con Dorland.
Sin embargo, no tenía tiempo para cuidar de mis lesiones porque necesitaba ganar dinero. ¿Y de qué modo llena la bolsa en un apuro un hombre como yo? Por desgracia, para que el secreto funcione se requiere una apariencia limpia y atractiva. Aun cuando no tuviera la cara contusionada, necesitaría tomar un baño y conseguir una ropa mejor, ya que la mía estaba ahora secuestrada por el ogro de mi casera. Si dispusiera de mi indumentaria, procedería con la confianza del hombre que complace al ojo femenino. Me dicen que así es. Soy alto y de porte varonil y sé dirigir a un sastre a fin de que corte las prendas para mi lucimiento. Sigo teniendo el pelo abundante y de color castaño oscuro y continúo llevándolo recogido en la tosca coleta que se estilaba durante la Revolución.
Una vez correctamente ataviado, me dirijo a un lugar público, un parque, un paseo, un lago donde la gente se reúne a patinar, y propicio un encuentro con un grupo de mujeres prometedor, preferiblemente uno en el que casi todas lleven alianza de casadas. Es mucho más fácil y menos vejatorio para mi sentido del decoro convencer a una mujer casada de que se salte unos principios morales en los que ya no cree, que lograr que una soltera abandone una pureza a la que todavía aspira. Así que me encuentro con unas cuantas damas y me comporto como si ya las conociese, de modo que cada una finge que ya me conoce y que tendría que recordarme o -lo que es mucho peor-, que solo ella ha sido excluida de la diversión mientras que las otras han disfrutado ya del placer de mi compañía.
Una vez familiarizado con esas damas -caminando tal vez del brazo de dos de ellas para introducirlas en el bienestar de la proximidad física-, hablando con ellas, halagándolas, provocándoles indecorosas convulsiones de risa, empiezo a dejar caer indirectas sobre mi pasado. Hago alusiones a mi época de espía (aunque no utilizo nunca esa palabra debido a sus connotaciones, impropias de un caballero) al servicio del general Washington, arriesgando la vida y la libertad al otro lado de las líneas enemigas. Siempre hay una dama que expresa el deseo de saber más. Y aunque aduzco que no me apetece rememorar aquellos tiempos oscuros, al final consiguen convencerme para que hable. Pero no en público, por favor. Son cosas demasiado duras para tratarlas aquí, a plena luz del día, en un sitio tan hermoso. ¿En una chocolatería tranquila, tal vez, los dos solos? ¿No? ¿Y en su casa? Sí, mucho mejor. Allí podremos hablar sin que la gente haga un espectáculo de mi dolor.
A partir de ahí, es sencillo. Un par de historias de riesgos, de amigos perdidos, de torturas en campamentos enemigos. La voz un poco entrecortada. La caricia compasiva de una mano.
Eso era lo que hubiese hecho, de haber tenido abiertas todas las posibilidades. Los treinta dólares que necesitaba para recuperar mis pertenencias no eran nada y obrarían en mi poder antes del final de la tarde si me concentraba en ello. Pero sin mis buenos trajes, con la cara amoratada y oliendo como un perro muerto en un retrete, no tenía esas opciones.
Me senté en la taberna de Owen a disfrutar de un desayuno de pan seco mojado en whisky, seguido de una refrescante cerveza a presión. La mirada de Owen era inconfundible, así como la distancia a la que se sentaban de mí los demás parroquianos matinales. En un visible estado de agitación, saqué un trozo de cordel grueso que había descubierto en el bolsillo y me lo enrollé en los dedos, lo desenrollé y lo enrollé otra vez, bajo la mirada atenta de Owen.
– ¿Qué sucede? -le pregunté-. Es mi cordel. Ni se le ocurra quitármelo.
– Yo no quiero su cordel.
– Pues todos los hombres deberían tener uno -le dije.
– Olvídese del cordel. Trae usted un aspecto lamentable -me dijo.
– He de asearme un poco. Y para hacerlo necesitaré…, ¿qué necesitaré? Ah, sí, un poco de dinero. ¿Qué me dice, Owen? ¿Puede prestarme treinta dólares?
– Largo -dijo él.
Decidí que había llegado el momento de ponerme en marcha. Me despedí del buen bodeguero, birlando al pasar un sombrero de poca calidad de la cabeza insensible de uno de sus ebrios clientes. Incluso después de haberlo enderezado y despiojado, me quedaba mal, pero un hombre no podía andar por la calle sin cubrirse.
Dorland habría salido a sus quehaceres. Como era martes, su esposa estaría dando su almuerzo semanal, una reunión con damas conocidas suyas. Yo no había presenciado nunca el ritual, aunque ella lo mencionaba cuando yacíamos juntos y yo fingía mostrar interés.
De camino, me entró sed debido al frío que hacía y quise asegurarme de que mi reputación no había resultado afectada por los rumores sobre mi desahucio, por lo que me detuve a apagar la sed y a poner a prueba mi suerte. Después de tres whiskies, una jarra de cerveza y una nada casual partida de dados (con mi apuesta a crédito), llegué a la conclusión de que mi fama gozaba de buena salud y por ello reanudé mi misión.
Al llegar a casa de Dorland, toqué la campanilla y el sirviente que me abrió me miró con considerable desdén. No soy un hombre irrazonable y entendí que mi aspecto era desastroso, pero creo de veras que los criados deberían tratar siempre a un caballero como si anduviera perfectamente vestido. Supongo que yo tal vez parecía un vagabundo, pero también podría ser un caballero adinerado que acababa de sufrir un accidente en su carruaje. No era él quien debía juzgarlo.
– Me gustaría ver a la señora Dorland -dije-. Soy el capitán Ethan Saunders, aunque no llevo encima ninguna tarjeta de visita. Pero no importa, la dama me conoce.
El individuo, viejo y con el rostro cuarteado como la brea seca, me miró y dijo:
– ¿Señor?
– ¿Qué quiere decir con eso de «señor»? ¿He dicho algo que requiera una aclaración? No hay necesidad de ningún «señor». ¿No tiene usted modales ni respeto?
– ¿Señor? Lo siento, señor, pero me temo que no lo entiendo, señor. Me da la impresión de que pronuncia las palabras un tanto atropelladamente. -Se relamió los labios con aire pensativo, como si se esforzara en decidir el mejor modo de expresar sus pensamientos con palabras-. ¿Por la bebida, tal vez?
Yo no tenía tiempo que perder con criados que no entendían el inglés hablado, así que le di un empujón y entré. Era viejo y frágil y no necesité mucho esfuerzo, aunque no había imaginado lo fácil que sería derribarlo. Yo había estado en la casa muchas veces, por lo que me dirigí a la sala, donde creía que encontraría a la dama. Allí estaba, en efecto. Ella y siete u ocho amigas se hallaban sentadas en unas hermosas sillitas, presumiendo las unas ante las otras, vestidas en un asombroso surtido de azules, amarillos y rosas, como si fueran una colección de pájaros exóticos o como si perteneciesen a la realeza francesa. Sorbían café, mordisqueaban golosinas y hablaban de no sé qué. No lo sé porque, cuando entré -de una forma demasiado abrupta, lo reconozco-, todas callaron. Al abrir la puerta, tropecé con la alfombra y perdí el equilibrio, trastabillé hacia delante, choqué con el aparador y finalmente, tambaleándome ligeramente, pude enderezarme y me agarré a un retrato colgado en la pared. Como el clavo no estaba bien sujeto, el cuadro se descolgó y cayó al suelo, donde creo que el marco se rompió. Yo, sin embargo, permanecí erguido.
Las damas me miraron y sus tazas de café quedaron suspendidas en un espectral retablo de vida elegante.
– ¡Capitán Saunders! -dijo por fin la señora Dorland-. Dios mío, ¿por qué ha venido aquí?
Obsérvese que no me preguntó qué había ocurrido. Allí estaba yo, con aspecto de haber salido de mi propia tumba escarbando la tierra con las uñas y, sin embargo, no corrió hacia mí ni me abrazó ni se interesó por mis heridas ni me preguntó si podía ayudarme en algo. ¿Podía hacer algo por mí? ¿Acostarme en la cama? ¿Llamar al médico? No. Quería saber por qué había interrumpido su almuerzo.
– Susan, querida, unas desafortunadas circunstancias se han abatido sobre mí -gesticulé como un actor de teatro y derribé un jarrón aunque, como tengo unos reflejos excelentes, lo cogí al vuelo y volví a dejarlo en su sitio-. Me temo, Susan, que estoy en una situación un tanto complicada. Le quedaría muy agradecido si pudiera prestarme ayuda.
Me miró con repugnancia. Ojalá no hubiese sido así, pero no hay otra palabra.
– ¿Por qué me mira de este modo, Susan? ¿No hemos sido amigos? ¿No ha sido su amistad la que me ha llevado a este estado? ¿No me ayudará, en recuerdo de lo que ha habido entre nosotros?
Entonces pronunció las tres palabras más fulminantes que haya oído nunca.
– Me llamo Sarah.
– Pues claro, Sarah. -Me llevé una mano a la frente-. Era eso lo que quería decir. Las cosas se me han complicado un poco, Sarah. Unos cuantos dólares me ayudarían a aliviar los problemas. Siempre ha sido una mujer magnánima y ahora necesito su generosidad.
La miré con los ojos húmedos y muy abiertos, de un modo masculino pero también infantil en su cruda y simple necesidad, pero todo fue en vano. Se limitó a apartar la mirada, aterrada. Empecé a pensar que haber ido a ver a la dama mientras tenía invitadas no había sido una idea sensata. En realidad, tal vez había sido una mala idea. Había creído que podría cautivarla y también a sus amigas. Esperaba contar con la ayuda monetaria y la simpatía de muchas mujeres, pero ahora veía que solo había conseguido avergonzar a la señora Dorland y que lo único que quería de mí era que la dejase en paz. Y no solo esa dama. Las otras también apartaron la mirada. Una agachó la cabeza con la mano alzada, de forma que no pudiera verle la cara, solo una mata de pelo color cobre.
Era un color peculiar y empecé a pensar de inmediato que lo conocía. Me acerqué un paso y me agaché un poco para echar un vistazo a la cara que ocultaba con la mano.
– ¡Caramba, pero si es Louise Chase! -grité-. La encantadora señora Chase. Sé que puedo confiar en que me preste unos dólares. Es algo a lo que una criatura magnánima como usted no puede negarse.
Louise Chase no levantó los ojos. Unos meses atrás, ella y yo habíamos disfrutado de unas encantadoras tardes juntos. Ignoraba que la señora Dorland y ella fuesen amigas. Ahora ya lo sabía y veía que las cosas se habían complicado muchísimo.
– Váyase, se lo ruego -dijo la señora Dorland.
– Solo preciso cincuenta dólares -repliqué-. Eso es todo. Solo cincuenta. No me esfumaré. Vamos, buena mujer, un óbolo para un patriota, un soldado de la Revolución, un hombre sobre cuyas espaldas se construyó la república.
Mientras yo hablaba, sus ojos se habían enrojecido considerablemente y, en aquel momento, las lágrimas corrían libremente por sus mejillas.
– ¡Fuera! -gritó-. ¡Lo odio!
Como noto cuándo no soy bien recibido, me marché, no mejor de como había llegado, pero ciertamente no peor, lo cual, decidí, era una especie de triunfo.
Desde la noche anterior, le había dado muchas vueltas en la cabeza a lo ocurrido con la señora Pearson. Ella me había mandado llamar, tomándose la molestia de desplazarse hasta mi alojamiento, lo cual significaba que había tenido que hacer el esfuerzo de averiguar dónde residía. Yo llevaba pocos meses en Filadelfia y no me había dedicado a la vida social. No creía que tuviéramos amistades comunes, a menos que algunas damas a quienes había conocido fueran amigas suyas. Aun así, no había llevado nunca esa suerte de acompañantes a mi habitación.
Sin embargo, me había encontrado y, cuando yo había acudido en respuesta a su llamada, me había dicho que me fuese. Había mentido, y lo había hecho de mala manera. Había querido que fuera a verla pero, una vez allí, había tenido una razón aún más apremiante para que me marchara.
Ahora, mientras caminaba por Spruce Street, sopesé los posibles motivos de su conducta. El primero era que las circunstancias hubiesen cambiado. O había recibido información sobre su marido, o tenía razones para creer que él y toda la familia estaban a salvo. El segundo era que hubiese cambiado su disposición. Había llegado a la conclusión, o la habían convencido, de que sus problemas, cualesquiera que fuesen, no justificaban que reanudase una relación con un hombre con el que antaño había querido casarse, pero cuya compañía ahora no resultaba apropiada. El tercero, que era el que me impulsaba en dirección a su casa, era que la hubiesen obligado, en contra de su voluntad, a decirme que deseaba que me marchase mediante una amenaza contra su marido, contra ella o quizá incluso contra los niños.
Era esta posibilidad, sumada al deseo de ver su rostro a la luz del sol y tal vez a la desesperada certeza de que no tenía otro sitio adonde ir ni nada más que hacer, lo que me llevó de nuevo a la casa de los Pearson. A la luz del día se veía aún más lujosa y augusta, aunque las ramas de los árboles desnudas de hojas y los jardines vacíos le daban una apariencia desolada, digna pero terriblemente solitaria.
Llamé a la puerta y fui atendido casi de inmediato por el mismo criado con el que había tenido que vérmelas el día anterior. A él se lo veía más pulcro y más descansado, mientras que mi apariencia, supuse, no había mejorado a pesar del tiempo transcurrido. Mis golpes se habían convertido en moratones y, si bien estaba seguro de que la luz del sol solo acrecentaría la belleza de la señora Pearson, sabía que, debido a ella, mi aspecto sería aún más espantoso: apaleado, arrugado y harapiento. Dado que mis vestimentas estaban impregnadas de los olores de mis aventuras recientes, no debía estar más presentable que un vagabundo, que un penoso indigente, y aunque aquel criado y yo habíamos tenido un encontronazo el día anterior, al principio no me reconoció.
– Los mendigos tienen que dirigirse a la puerta de servicio -me indicó sumariamente.
– Y estoy seguro de que están agradecidos por ello -repliqué-. Yo, sin embargo, soy el capitán Ethan Saunders y me gustaría hablar con la señora Pearson.
Me estudió de nuevo, tratando de contener la repugnancia que tan visible resultaba en su rostro. Sin embargo, no hacía gala del típico desdén que muestran los criados cuando se topan con los que están por debajo de la posición de sus amos. En realidad, dio un paso al frente y habló con cierta amabilidad.
– Señor, creo que la propia dama le ha pedido que se marche y no vuelva.
– Sí, lo hizo, pero dudo de que fuese lo que de veras quería. Dile que estoy aquí, por favor.
– No lo recibirá.
– Pero ¿se lo dirás?
El criado asintió, pero no me invitó a entrar. En vez de ello, cerró la puerta y yo me quedé en el porche delantero, pasando frío debido a mi insuficiente casaca. Sobre mí empezó a caer una ligera nevada y contemplé a los caballeros y a las damas que transitaban por Spruce y que miraban con consternación mi espera.
El hombre regresó al cabo de un momento. Su expresión era neutra.
– La señora Pearson no lo recibirá.
No podía discutirle aquel punto. Si la dueña de la casa me rechazaba, nada de lo que yo dijera lo haría cambiar de actitud. A menos que estuviese dispuesto a entrar por la fuerza, y no lo estaba, el asunto se terminaba allí.
– Pareces un hombre honrado -dije-. ¿Hay algo que quieras contarme?
Abrió la boca como si fuera a hablar pero entonces sacudió la cabeza.
– No. Tiene que marcharse.
– Muy bien, pero si tú…
El pequeño discurso no fue más allá, pues el criado alargó la mano y, plantándola en mi casaca, me dio un empujón.
– ¡He dicho que se marche! -gritó, más fuerte de lo necesario-. ¡Váyase y no vuelva!
Di media vuelta y me alejé con paso indolente y un sentimiento de vergüenza, consciente de las miradas de los transeúntes. En principio, lo ocurrido -que ahora parecía una humillación y una decepción más en la cadena de acontecimientos de ese tipo que se habían producido desde la noche anterior- tendría que haber bastado para desanimarme. Eso, en una primera impresión. Si uno se fijaba un poco más, apreciaría varios detalles sorprendentes, como la presencia de un criado con más inteligencia e ingenio de lo que uno habría esperado. Y tal vez descubriera también un pedazo de papel, ingeniosamente escondido por el sirviente en el bolsillo de la casaca del capitán Saunders; un pedazo de papel con una nota de la hermosa y otrora amada Cynthia Pearson.
Aunque me moría de ganas de abrirla, sabía que no era el momento ni el lugar. Si el criado se había tomado la molestia de ocultar la entrega de la nota, quizá lo había hecho porque creía que la casa estaba vigilada. Las calles se hallaban tan concurridas que era posible que alguien me estuviera siguiendo en aquel preciso instante. Sabía que tenía que leer la nota de inmediato, pero debía encontrar la manera de hacerlo sin traicionar su existencia.
Crucé la calle y me volví para mirar la casa. En el segundo piso, alguien abrió una cortina y allí estaba la hermosa señora Pearson, con los niños a su lado, mirándome. Nuestros ojos se encontraron y no los desvió. Nos miramos durante medio minuto, tal vez más, y en ese tiempo, vi a la mujer a la que había amado de una manera tan total y completa, y también vi en ella la cara de su padre, orgulloso y sabio. Entonces, la cortina se cerró, eclipsando una expresión triste a más no poder.
Tenía el porte, la dignidad y la intensidad de su padre y, si yo me disponía a hacer lo que debía, era tanto por Cynthia como por él. Había sido el hombre más listo e ingenioso que yo había conocido en mi vida. No sé qué me habría ocurrido si no hubiese sido por Fleet. Para bien o para mal, él me había hecho ser como era. Yo me había criado en Westchester, Nueva York. Era hijo de un tabernero que se ganaba bien la vida y que murió cinco años antes de la Declaración de la Independencia. El segundo marido de mi madre era un leal partidario de la monarquía y la política resultó ser un medio útil de apartarme para siempre de mis orígenes. Me gradué en el College of New Jersey, de Princeton y, una vez empezada la guerra, mi educación fue motivo suficiente para que me concedieran el grado de teniente cuando me alisté a la causa. Por lo general, los capitanes eran hombres que habían estudiado en Yale o en Harvard.
Sin embargo, yo era un mal oficial y, a menudo, encendía la ira de mis superiores por mi conducta desordenada. En una ocasión, me colé al otro lado de las líneas hasta la ocupada Nueva York para averiguar si una de mis rameras favoritas había sobrevivido al famoso incendio que casi destruyó la ciudad. El capitán de mi regimiento me sugirió que, en interés de todos, quizá sería mejor que me limitara a desertar, pero yo me había alistado y, por más que se disgustaran en el regimiento, nada me haría faltar a la palabra dada.
Una tarde, mientras estábamos acampados en Harlem Heights, vino a verme el capitán Richard Fleet. Alto y esbelto, con el pelo cano, serio y, no obstante, con un inconfundible brillo travieso en los ojos, era distinto de todas las personas a las que había conocido hasta entonces. Se trataba de uno de esos hombres que despiertan admiración enseguida y, por decidido que yo estuviera a no caer bajo su hechizo, no tardé más de un cuarto de hora en considerarlo un amigo de confianza. Nos sentamos en una tienda mientras él servía el vino y dijo que había oído que yo tenía ciertas dificultades para adaptarme a la vida de soldado, pero que el general Washington necesitaba hombres con habilidades como las que yo poseía.
Quise saber a qué habilidades se refería. Pues a mi capacidad para mentir y para descubrir a un mentiroso, dijo. A mi astucia para cruzar las líneas enemigas y regresar a las nuestras, todo sin que nadie me viera, a mi facilidad para congraciarme con las mujeres, con los desconocidos, con los hombres que solo un momento antes me encontraban detestable. En resumen, yo era un hombre como el propio Fleet y el general Washington querían que fuera. Mi nuevo amigo quería convertirme a mí, hijo de un tendero de Westchester, en espía.
Yo era joven y temerario; estaba orgulloso de mi honor y no quería adoptar un tipo de vida que los caballeros consideraban indigno y despreciable, pero Fleet se mostró persuasivo. Me convenció de que yo no podía ser distinto de como era y que, en vista de ello, podía orientar aquella manera de ser al servicio de mi país. En efecto, dijo, los caballeros han despreciado desde siempre a los espías, pero ¿no era esta guerra la prueba de que el mundo estaba cambiando? ¿Quién podía decir que, al final, los espías no serían aclamados como héroes? El primer paso, dijo, era considerarnos como tales.
Todo resultó como él había dicho. Nos convertimos en héroes. Y lo fuimos hasta el momento en que caíamos en desgracia, hasta el momento en que Hamilton divulgó aquel oprobio sobre nosotros. Aquel hombre me había arruinado la vida y había sido el causante, esencialmente, de la muerte de Fleet. Y, ahora, aquí estaba la hija de Fleet, temerosa y desesperada. Palpé la nota que me había entregado el criado a escondidas y formulé un juramento, demasiado primitivo, demasiado tosco para poder expresarlo en palabras.
Eché a andar hacia el norte, en dirección a Walnut Street, y doblé al oeste, pasando entre una multitud cada vez más numerosa: hombres de negocios, comerciantes, amas de casa que salían a la compra y a otros asuntos menos apetitosos. Había un bullicioso tráfico de carretas, que apenas conseguían esquivarse unas a otras y a los peatones y animales que abarrotaban la calle. Con tamaño caos, tal vez habría podido arriesgarme a sacar el mensaje y leerlo, pero no lo hice. Y no me atreví a volver la vista atrás para que no se notara que me preocupaba que me siguiera alguien, pero sentí que así era.
Al llegar a la calle Quinta, doblé hacia el norte, subí deprisa las escaleras de la puerta principal de la biblioteca Library Company, justo enfrente de la Cámara Legislativa del estado, y entré. Se trataba de un edificio nuevo, construido por un aficionado a la arquitectura que había ganado un concurso de diseño. Era una construcción que daba gloria contemplar. La enorme estructura de ladrillo rojo tenía dos pisos, columnas y, encima de la puerta principal, una estatua del fallecido Benjamín Franklin, fundador de la biblioteca, con su clásico atuendo.
Dentro, todo era de mármol y había una amplia escalera de caracol y libros. Las paredes estaban llenas de estantes y más estantes de libros, unos encima de otros, porque la Library Company, aunque era una organización privada, se había convertido en la biblioteca oficial del Congreso y era su deber adquirir todo lo que se publicara. Una vez dentro, me impresionó su majestuoso aspecto. En el vestíbulo, media docena de hombres, todos elegantemente vestidos, se volvieron a mirar mi desagradable intrusión en su retiro intelectual.
No tenía mucho tiempo y esperaba que el mensaje no fuese largo pues, de otro modo, se me haría tarde. Me volví hacia los caballeros que miraban y dije:
– Sí, sé que mi aspecto es demasiado indecoroso para estar aquí. No quiero quedarme. Solo les pido que me den un minuto.
Tras esto, saqué la nota del bolsillo y rompí el sello de cera, que todavía estaba blando. Dentro, escrito con una caligrafía apresurada, encontré lo siguiente:
Capitán Saunders:
Lamento mucho haberle dicho que se marchara anoche, pero no me quedaba otra opción. Mi casa y mi persona están vigiladas y, precisamente por eso, no puedo verlo a usted. No hace mucho que sucede y ojalá hubiera respondido a una de mis notas previas, pero eso, ahora, ya no tiene remedio. La suerte está echada. No tiene que venir más a verme ni tratar de ponerse en contacto conmigo. No sé quiénes son ni lo que quieren, pero son muy peligrosos. Mi marido ha desaparecido y creo que corre peligro, un peligro que se puede extender a mí y a mis hijos. Ojalá pudiera decirle más, pero lo único que sé es que se trata de algo relacionado con Hamilton y su banco. Le ruego que me ayude. Encuentre a mi marido y descubra el peligro que nos acecha a él y a su familia.
No tengo derecho a pedirle esto, pero no conozco a nadie más, y aunque así fuera, seguiría acudiendo a usted porque no conozco a nadie mejor. Por la memoria de mi padre, ayúdeme, se lo ruego.
Suya afectísima,
Cynthia Pearson
Nada podría haberme conmocionado más. ¿Jacob Pearson desaparecido, su esposa en peligro y su casa vigilada? ¿Y ello guardaba relación con Hamilton y el Banco de Estados Unidos? Aun así, lo más preocupante de todo era el hecho de que me hubiese enviado notas previamente. Yo no había recibido ninguna, lo cual significaba que alguien las había interceptado. No podía ponerme en contacto de nuevo con ella, eso sí que había quedado claro, pues por nada del mundo la expondría a más peligros, y sin embargo debía ayudarla. No sabía cómo, pero tenía que hacerlo.
Recorrí la Quinta hasta que llegué a los terrenos de detrás de la Cámara Legislativa de Pensilvania, en la acera de enfrente de donde se encontraba la cárcel de Walnut Street y, tal vez lo más ominoso para mí, la prisión de los morosos. La Cámara poseía unos hermosos jardines llenos de árboles, aunque estos carecieran de vitalidad porque estábamos en lo más crudo del invierno. Como no tenía otra cosa mejor que hacer, sacudí la nieve de uno de los bancos y me senté en la creciente penumbra. El frío me clavaba sus afiladas agujas a través de la armadura de mis andrajosas ropas y del calor de la bebida, que ya se diluía. El parque estaba casi vacío, pero no del todo. Allí había un pequeño grupo de chicos que jugaban con una pelota de cuero deformada que producía un desagradable chapoteo cada vez que caía al suelo. Más allá, un viejo observaba cómo retozaban sus tres perros. Más cerca de la Cámara y solo a pocos metros del patio donde la nueva nación declaró que se había liberado, un muchacho intentaba liberar las enaguas de una joven dama. Detrás de mí, por Walnut Street, circulaba un flujo constante de peatones y carruajes. Me sentía cansado y, pese al frío, pensé que iba a quedarme dormido.
– Capitán Saunders. Un momento, si es tan amable…
Abrí los ojos y encontré delante de mí a un hombre alto, con unos largos bigotes rojizos y un sombrero de ala ancha colocado tan en lo alto de la cabeza que dejaba a la vista su calvicie. Hablaba con un cerrado acento irlandés y, a juzgar por las arrugas de su rostro, tendría unos cincuenta años, pero cincuenta años de vida intensa. Su aspecto era el de un hombre acostumbrado al trabajo duro; imponía físicamente, pero su aire no era amenazador.
– ¿Lo conozco? -le pregunté.
– No, no nos conocemos -respondió el irlandés-, pero tengo la corazonada de que seremos unos amigos excelentes. ¿Puedo sentarme? -inquirió, señalando el banco.
Asentí y me eché a un lado para dejarle sitio, pero me había puesto en guardia y ya estaba pensando en mis alternativas.
El hombre quitó el resto de la nieve del banco, se sentó a mi lado y metió la mano en su gabán de castor.
– Me han dicho que es un hombre que aprecia el whisky -comentó. Sacó del gabán una botella con tapón de corcho y me la tendió-: Es el mejor que se produce junto al río Monongahela.
La descorché y caté el contenido. Era, realmente, muy bueno. Poseía una profundidad de sabores que yo no había encontrado nunca en la bebida, una suerte de dulzura que me resultó sorprendente y agradable. Sin embargo, me golpeó con fuerza el estómago vacío y creó en él una sensación tan cálida que casi quemaba. Me doblé por la cintura, sujetando la botella con fuerza para que no se derramara.
– ¿Es demasiado fuerte para usted, joven? -preguntó el irlandés.
– Es potente, sí, pero no se trata de eso -respondí cuando logré incorporarme, moviendo la cabeza en gesto de negativa-. Es que estos días tengo el estómago un poco raro.
– Potente o no, veo en su cara que le ha gustado.
– Es un buen material, muy distinto a todo lo que había tomado hasta ahora -bebí otro trago y esta vez no me doblé tanto-. Pero dígame quién es y qué sabe de mí.
– Soy un admirador -dijo-. He oído hablar de sus acciones durante la guerra.
– Los que han oído hablar de mí no suelen admirarme -repliqué, sin bajar la guardia.
– Yo no creo que los cargos presentados contra usted fuesen ciertos. Percibo la falsedad cuando la oigo y reconozco a un patriota cuando lo veo. Mire, yo también combatí en la guerra, señor, a las órdenes del coronel Daniel Morgan.
– ¿Estuvo en Saratoga? -Su comentario me había picado la curiosidad.
– Sí, joven. En lo más reñido de la batalla. Con los fusileros de Morgan. No le quepa duda de ello.
– Entonces, lo felicito. Y creo que tal vez podría decirme, de soldado a soldado, lo que quiere de mí.
– Sé que está viviendo una situación difícil y creo que puedo ayudarlo.
– ¿Y cómo va a hacerlo? -Necesita dinero.
Miré al irlandés. Tenía la sonrisa fácil y la clase de facciones que transmiten confianza, pero yo me mantuve en guardia.
– ¿Quiere darme dinero? ¿Para qué?
– A usted le inquieta el señor Pearson, aunque sé que no es amigo suyo. La señora Pearson tal vez sea harina de otro costal y quizá usted estaría dispuesto a buscar a su marido por complacerla a ella. Quiero que comprenda que el señor Pearson no está en peligro. Y su familia, tampoco. Lo único que queremos es que deje de preocuparse por el paradero del señor Pearson. Si lo hace, descubrirá que muchas de sus dificultades habrán desaparecido. Se desvanecerán como el humo. El señor Pearson no está en peligro, pero es de vital importancia que usted no lo busque.
– ¿Ha convencido usted a la señora Pearson de que no debo buscarlo? -pregunté.
– La señora Pearson entiende lo que hay en juego.
– ¿Y qué hay en juego?
– El futuro de la virtud republicana -respondió-. Nada menos que eso, señor, nada menos. ¿Va usted a defender las virtudes de la Revolución, o se someterá a la codicia hamiltoniana?
– Yo no soy partidario de Hamilton -repliqué y no pude por menos que notar la importancia de que hubiese aparecido aquel nombre en la conversación.
– Eso era lo que pensaba -dijo-. Puedo contarle poco, pero entre nosotros tiene que haber confianza, ya que los dos somos patriotas y la Revolución nos hermana.
– La señora Pearson está preocupada por su marido y quizá también por su propia seguridad. Tendrá que convencerme de que su familia no corre peligro.
– Le prometo que nadie ha hecho daño al señor Pearson. Por parte nuestra, ni él ni su familia corren ningún peligro.
– Y sin embargo, usted los vigila, los amenaza.
– No -replicó-. Jamás haríamos tal cosa.
– ¿Y, en cambio, les ha parecido bien que me echaran de mi casa?
– He oído hablar de eso -dijo, sacudiendo la cabeza-, pero no tenemos nada que ver. Usted, capitán Saunders, tiene enemigos que no están relacionados con nosotros. Las cosas le irían mucho mejor si cultivara amistades. Piénselo: ¿por qué tendríamos que hacer daño al señor Pearson? Tampoco queremos hacérselo a usted; solo deseamos ayudarlo en esta situación apurada. Si fuéramos tan malos, si nos interesara tratar con violencia a los que se oponen a nosotros, podríamos limitarnos a matarlo.
– Soy difícil de matar -dije.
– Nadie es más difícil de matar que su vecino -se rió-, y esa es la pura verdad.
Yo opinaba de otro modo, pero me pareció absurdo decirlo, sobre todo cuando podía ofrecer una demostración de ello. Bebí otro largo trago de whisky y me doblé una vez más, tosiendo y atragantándome. Por el rabillo del ojo, vi que el irlandés desviaba la mirada con cortesía y fingía observar un par de ardillas juguetonas en vez de escuchar los sonidos prolongados de mis náuseas.
Al final me senté, me sequé la boca con el revés de la mano y bebí otro trago. En esta ocasión permanecí erguido.
– ¿Ve? -le dije-. Soy duro de pelar.
– Lo que tiene que hacer es no preocuparse más de estas cosas -insistió el hombre y sacó del bolsillo un papel sellado con lacre-. Cincuenta dólares en billetes por no hacer nada. Un buen trato.
Tendí la mano y me dio el papel, que yo noté cálido en la mano sin guantes.
– Supongamos que acepto el dinero y sigo buscando a Pearson…
– Será mejor que no haga eso, capitán.
– ¿Y pues?
– Somos gente con la que no conviene reñir.
Me guardé los billetes en el bolsillo de la casaca. ¿Por qué no iba a hacerlo? Yo también era una persona con la que no convenía reñir.
– No le temo, irlandés, y creo que se equivoca de medio a medio. La dama teme por su marido y sus hijos, y creo que tiene miedo de usted. Descubriré quién es y qué le ha hecho a Pearson, y pondré fin a cualquier plan que haya urdido.
El irlandés juntó las manos y un asomo de sonrisa presuntuosa se dibujó debajo de sus bigotes rojizos. Aquel hombre se mostraba muy confiado.
– ¿Todo eso hará? Beba otro trago, joven. Y vomite una vez más en el suelo. Para eso sí que sirve, y para poco más. No podrá ayudar a esa dama amiga suya fingiendo que todavía es el que era antes de convertirse en esta ruina de hombre. Y ahora, si no tiene entendederas suficientes para comportarse de una manera sensata, acepte mis condiciones o devuélvame el dinero.
– ¿Y qué ocurrirá si no lo hago?
Sonrió de nuevo, mostrándome una hilera de dientes regulares y pardos.
– Mire al otro lado de la calle, sobre el tejado de la prisión, cerca de la cúpula. Allí hay un tirador apostado, otro de los fusileros de Daniel Morgan, así que ya sabe lo que significa eso. Está en su punto de mira y, si le doy la señal, o si él cree que estoy en peligro, esta noche usted volverá a casa sin cabeza. O volvería a ella si la tuviera, debería decir.
Me volví y vi, encima del tejado de la cárcel, el inconfundible destello del sol en el metal. Calculé la distancia. Había unos ciento cincuenta pasos. Si el fusilero era tan bueno que había servido con Daniel Morgan, no me cabía ninguna duda de que me alcanzaría.
El día anterior, apenas, me había rendido: había considerado la muerte algo sin importancia. Ahora, deseaba vivir y me sentía completamente vivo. Con sus ardides y sobornos, sus intrigas y esfuerzos para comprar mi lealtad -y lo que era más insidioso, con su predisposición a subvalorarme-, aquellos hombres, quienesquiera que fuesen, habían despertado al dragón dormido que ahora se desplegaba para mostrar su poder.
– Usted me toma por idiota, irlandés -dije, volviéndome de espaldas al edificio de la prisión-. Sea quien sea y haga lo que haga, persigue el secretismo. Precisamente por eso, no quiere que busque a Pearson. Adelante, haga una señal a su hombre para que me mate por cincuenta dólares. Ya ve que no me muevo.
– Se equivoca -replicó con expresión sombría-. Somos más de los que cree y estamos en lugares que ni siquiera imagina. Estamos decididos y no nos vencerán.
– En este caso, tendrán que conocer la victoria con cincuenta dólares menos -me levanté del banco y eché a andar. Por aquello de guardar las formas, ay de mí, no vi lo que sucedió a continuación, aunque lo oí con suficiente claridad. El irlandés se puso en pie y trató de seguirme, pero apenas había dado medio paso cuando, de repente, algo lo obstruyó y le impidió continuar. Tuvo un momento de desorientación, durante el cual no comprendió lo que había ocurrido, y luego cayó de bruces. Oí el satisfactorio golpe de aquel irlandés entrado en años contra la nieve del suelo.
Vomitar no había sido más que una pequeña farsa para atarle el cordel a los tobillos. No quedaría inmovilizado mucho rato, pero me bastaría.
Me volví y vi que se levantaba y regresaba al banco para examinar mi truquito. Se le había caído el sombrero y comprobé que, efectivamente, era calvo y su cráneo parecía un huevo liso y bronceado. Sacudió la nieve del sombrero y se lo puso de nuevo, aunque no le proporcionó la dignidad que él esperaba.
– Creo que es usted el que se ha equivocado, irlandés -dije-. No temo el dolor ni la muerte. Lo único que temía esta mañana era no poder encontrar treinta dólares en ningún sitio del mundo -saqué del bolsillo los billetes y los moví ante sus ojos con aire de burla-. Ahora, me sobran veinte. Así que márchese y que el fusilero le cubra la retirada, no me importa. Encontraré a Pearson y luego lo encontraré a usted.
En realidad, no llegué a terminar la frase porque, cuando estaba diciendo que encontraría a Pearson, otra persona me atacó por la espalda y me derribó al suelo, golpeándome la cabeza. Una vez desplomado, el irlandés se desató el cordel y su amigo me arrancó los billetes de la mano. Los dos se alejaron corriendo y yo me quedé tendido en la nieve, aterido y desalentado. La única nota de felicidad era que me hubiera dejado la botella de aquel excelente whisky.