Capítulo 29

Joan Maycott


Verano de 1791


A pesar de los daños del incendio, nuestra pequeña cabaña de troncos se vendió mucho mejor de lo que había supuesto. No me sorprendió, en cambio, que la propiedad de Skye, cuidada y formal como la tenía, aportara una buena suma, pero la mayor cantidad, con mucho, la proporcionó la parte de Dalton: no sus edificios, que eran excelentes, ni las mejoras en sus tierras, que eran significativas, sino los alambiques, que en el Oeste eran casi equivalentes a cecas y, a propósitos prácticos, a una licencia para acuñar moneda. Ciertamente, había inquietud acerca de la nueva tasa, pero nadie creía de verdad, sobre todo ahora que Tindall había desaparecido, que el lejano gobierno de Filadelfia pudiera cobrarla efectivamente o impedir, en caso contrario, la producción del whisky de centeno del Monongahela. Para asegurarse y a instancias nuestras, Brackenridge dejó muy claro que quien comprara las tierras de Dalton y los alambiques adquiriría también sus recetas para la elaboración del whisky.

No abrumaré al lector con los detalles de nuestro regreso al Este. El dinero que obtuvimos de esa transacción no nos hizo ricos, pero nos proporcionó lo que necesitábamos para nuestro plan. El señor Dalton habló con cinco de sus chicos del whisky, los que consideró más inteligentes y de confianza, y como los hombres se habían quedado sin su medio de ganarse la vida, aceptaron de buen grado compartir nuestra suerte, sobre todo porque podíamos ofrecerles dinero en mano al momento y la promesa de más en el futuro.

Hete aquí, pues, que nos instalamos de nuevo en Filadelfia a principios del verano de 1791, en una vivienda alquilada en Elfreth's Alley, un rincón poco elegante pero tranquilo. Era una casita estrecha, ninguna de cuyas habitaciones medía más de dos pasos de anchura, y apenas podía albergar a cuatro personas con cierta holgura. Sin embargo, los nueve retornados de la frontera nos las arreglamos para caber. En cuanto al orden y el aseo, tuve que dar más de un grito para que los hombres me hicieran caso. Y como no podíamos permitir que los vecinos chismorrearan acerca de la presencia de una mujer sola entre ocho hombres, corrimos la voz de que el señor Skye era mi hermano y no se volvió a hablar del asunto.

La situación no se prolongó mucho tiempo. Las noticias que nos habían llegado en el Oeste estaban terriblemente retrasadas, pero al poco de nuestra llegada nos habíamos puesto totalmente al día respecto a las andanzas del banco de Hamilton, que estaban provocando un frenesí en las calles de Filadelfia. Estaba previsto que las acciones salieran al mercado el 4 de julio -¿no era este detalle, por sí solo, una muestra del desprecio que aquellos hombres sentían por la libertad americana?- y, por todas partes, los hombres urdían la manera de situarse en la mejor posición para conseguir una parte. Se preveía que las acciones del banco subirían casi inmediatamente. Fue una obsesión, un soborno a gran escala con el cual Hamilton embaucaba a la gente para financiar sus manejos, haciendo creer a todos que serían recompensados por ello.

Aquellos hombres adinerados se creían invencibles, pero yo estaba convencida de que no sería demasiado difícil destruir su banco. Dediqué dos semanas a estudiar el asunto, consultar mis libros y dar largos paseos junto al río, y así formulé de nuevo mi plan. Cuando lo tuve todo preparado, se lo presenté a mis aliados y aunque algunos, sobre todo los chicos del whisky, no acabaron de captar algunas sutilezas, todos lo aprobaron.

Al cabo de unas pocas semanas, se hizo necesario establecer una segunda base de operaciones en Nueva York y, pese a su resistencia a dejarme sola, envié allí a Dalton y Jericho, junto con dos de sus chicos del whisky, Isaac y Jemmy. Buena parte de lo que sucedería a continuación dependería de sus esfuerzos y no creí que pudieran alcanzar sus objetivos en el plazo de un año pero, al cabo de unos pocos meses, mis hombres en Nueva York tenían preparado el plan para la destrucción del banco.


El 4 de julio, el banco de Hamilton abrió sus puertas en Carpenters' Hall y antes del mediodía había vendido todo su cupo de acciones. Pronto, estas se negociaban al veinte, treinta y cuarenta por ciento por encima del nominal. El Departamento del Tesoro lo consideró un éxito enorme y los periódicos federalistas lo cacarearon triunfalmente. Los pobres de la ciudad refunfuñaron y vieron en el banco la mecánica de la oligarquía británica, pero los ricos se negaron a ver que se arrojaban en brazos de su propia destrucción.

En Nueva York, Dalton y sus chicos habían cumplido con su parte; era hora de que yo hiciera la mía. Para ello, me vi obligada a gastar en ropa un poco más de dinero de nuestra menguada reserva de lo que habría querido, pero necesitaba parecer una dama de la cabeza a los pies. Alquilé unas habitaciones en una casa elegante de Second Street y empecé a aparecer en público. Di paseos por High Street y trabé conversación con otras féminas elegantes. Aparecí en conciertos y representaciones, en ocasiones con un atildado señor Skye por acompañante. Hice correr la voz de que era una viuda de posibles y no necesité más recomendación para entrar en sociedad.

Según averiguaron mis hombres de Nueva York, William Duer tenía un buen número de cómplices en Filadelfia. Algunos eran conocidos agentes suyos y todo el mundo daba por sentado que actuaban a sus órdenes. Otros, en cambio, eran anónimos y, de ser descubiertos, perderían toda utilidad. Su principal responsabilidad era nada menos que establecerse como especuladores por cuenta propia, con su propia reputación, para luego, cuando se les indicara, ralentizar el mercado o paralizarlo, a conveniencia de Duer.

Si un especulador quería aprovecharse de William Duer, solo tenía que descubrir la identidad de esos agentes ocultos, averiguar qué órdenes tenían y proceder en consecuencia. Dada la importante posición de Duer, dado que un estornudo suyo, o un carraspeo, tenían el poder de disparar los precios al alza o de hundirlos, me sorprendía un poco que nadie hubiera intentado todavía lo que nos proponíamos: infiltrarnos en el núcleo mismo de su operación y engañarlo.

Sí, supongo que se requería una mentalidad singular para imaginar siquiera un plan como aquel y, a decir verdad, era poco probable que produjera resultados significativos. Se podía engañar a Duer una vez e incluso dos, pero a la tercera empezaría, sin duda, a sospechar que alguien lo traicionaba. Se precisaba un conjunto de circunstancias excepcional, único -como el que reunía nuestra pequeña banda de rebeldes del whisky-, para que un solo golpe fuese suficiente.

Esperamos hasta finales de agosto, una vez pasadas las peores convulsiones del lanzamiento del banco. La mañana elegida, llegué a la taberna de la City en compañía del señor Skye, a quien la concurrencia debió de tomar por un inversor. No era extraño que los especuladores llevaran a una dama a sus sesiones de negocios, tal vez para impresionar a un miembro del sexo débil con la viril actividad de las artimañas financieras. Nos sentamos a una mesa de la sala principal sin atraer demasiada atención, pedimos té y, cuando nos hubieron servido, Skye se escabulló y me dejó a solas en aquella sala, llena de hombres jadeantes, sudorosos y gesticulantes, tan concentrados en sus propios asuntos que ni reparaban en la presencia de una dama solitaria entre ellos.

Mi deseo era pasar inadvertida hasta que quisiera que se notara mi presencia y, entonces, llamar mucho la atención. Para ello, llevaba un vestido de color crema de cuello alto y mangas largas. No era mi color favorito, pero creo que el corte me favorecía. Mi intención era agradar al hombre que me mirara dos veces, no al que solo me mirase una.

Allí estaba, pues, en el centro mismo del torbellino hamiltoniano. Contemplé con repulsión a los inversores, cuya codicia babeante les daba un aspecto más bestial que humano, como si una magia maléfica salida de un cuento infantil los transformara. Yo recordaba cuentos de aquel estilo de mi propia infancia, pero nunca jamás se me habría ocurrido contarles ninguno a mis propios hijos. Eso era lo que aquella sala, aquellos hombres, me habían arrebatado.

Quince años antes, en aquella misma ciudad, a menos de un cuarto de hora a pie de donde estaba sentada en aquel momento, un grupo de hombres prominentes se había reunido en la Casa de Gobierno de Pensilvania para ratificar la declaración de Independencia. Qué parecidos a dioses habían sido aquellos hombres… Cómo habían dejado a un lado sus pequeñas diferencias y preocupaciones, sus muy reales temores por su propia seguridad, por sus propiedades y vidas, ante la responsabilidad de esculpir, de la piedra en bruto de los conceptos y la historia, un imperio de valor republicano. Ahora, todo aquello estaba en declive, prácticamente en ruinas, debido a Hamilton y sus políticas de voracidad, oligarquía y corrupción. Por mucho que hombres como Jefferson y Madison condenaran tales abusos, de nada servirían sus condenas si los hombres y mujeres de la república no luchaban por los principios de la Revolución.

Cuánto odié a Hamilton al observar a aquellos hombres. Más que a Duer, más que a Tindall, lo aborrecí a él por lo que había forjado. Duer nos había atraído al Oeste con engaños y Tindall había asesinado a mi marido, pero los dos eran simples perros de presa. Hamilton era el amo que los había adiestrado y yo lo destruiría a él y su obra. Allí, en aquel instante, juré que lo destruiría todo.

Y, a continuación, me dispuse a hacerlo. Eché una mirada a la estancia y me pregunté si habría algún vestido, o la falta de él, capaz de distraer la atención de aquellas legiones de adoradores del becerro de oro. Conté en torno a una docena de mesas, a las que se sentaban entre uno y seis hombres. Cada uno tenía cerca platillos de té y de café, jarras de cerveza o vasos de vino, o un revoltijo de los cuatro. Diseminados por la mesa había papeles, documentos y libros, y se habían instalado pequeñas escribanías portátiles. Las plumas mojaban y escribían con tal furia que producían un huracán de tinta.

Un hombre hablaba con otro y un tercero se entrometía y decía: «Eh, ¿qué dices? ¿Estás vendiendo tal y tal? ¿A cuánto? ¡Es un buen precio!», y otros se levantaban y gritaban y compraban o vendían o regateaban. Y todo esto se hacía entre aspavientos que sugerían que aquellos hombres no eran negociantes, sino lunáticos que mejor estarían en una casa de locos que en aquella taberna, donde iban a consolidarse las fortunas del imperio recién nacido.

Ni tres mesas me separaban del señor Burlington Black, a quien conocía gracias al excelente trabajo realizado en Nueva York por Dalton y sus chicos. El plan era sencillo, pero no poco astuto, sobre todo porque Duer lo había llevado a cabo muchas veces sin ser detectado. Duer deseaba comprar títulos del Banco de Norteamérica a la baja en Filadelfia y venderlos luego en Nueva York, donde el precio permanecía intacto, ajeno al rumor que había depreciado su valor en la primera ciudad. Así, la tarde anterior, había hecho correr la voz de que las acciones se negociaban muy a la baja en Nueva York, lo cual no era cierto. Por la mañana, el señor Black, reaccionando al rumor, vendía una buena cantidad de acciones bastante por debajo del precio de mercado. A Duer no le preocupaba la pérdida, ya que compraría suficientes para compensarla con los beneficios de Nueva York y la experiencia le había enseñado que estaría en condiciones de recomprar las acciones de Black a un precio solo ligeramente superior al que las había vendido este.

En el pasado, Duer había intentado operaciones en las que uno de sus agentes vendía y otro compraba, pero había descubierto (según supe gracias a las comunicaciones de Dalton) que aquello entrañaba un riesgo significativo: que el mundo permaneciera ajeno a aquella pequeña obra de teatro. Era mucho más eficaz reclutar especuladores auténticos, individuos que se dedicaban con verdadero empeño a ganar dinero. Duer conocía la tendencia de aquellos hombres a revolotear como abejas en torno a las noticias, buenas o malas, por lo que solo tenía que ofrecer la clase de polen adecuada para atraer su atención. En este caso, el señor Black recordaría al mundo, con palabras y hechos, los rumores que Duer y sus agentes habían hecho correr. Los reforzaría con su interés por deshacerse de sus títulos del Banco de Norteamérica a cualquier precio y Duer observaría mientras los demás hombres de la sala se dedicaban a descargarse de sus valores. Luego, con los títulos comprados, él o su hombre tomarían el siguiente coche expréss a Nueva York y los negociaría allí antes de que llegara a aquel mercado la noticia de la bajada de los valores en Filadelfia.

Nadie había reparado todavía en la presencia de una dama, callada y solitaria, sentada a una mesa en la más masculina de las tabernas, pero yo observé a muchos hombres mientras se dedicaban a sus negocios. Me fijé especialmente en el señor Burlington Black, de quien tanto dependía. Era un hombre de aire blandengue, de unos cincuenta años, con tendencia a la obesidad, pero la suya era una blandura como la de la grasa dúctil de un recién nacido.

Allí me encontraba, tomando té a pequeños sorbos sin prisas, cuando el señor Black se puso en pie finalmente para mostrar al mundo la insólita cortedad de sus piernas. A continuación, se dirigió a grandes voces a otro especulador, que estaba al otro de la sala.

– Señor Cheever, corríjame si me equivoco, pero ¿no deseaba usted, la semana pasada, adquirir títulos del Banco de Norteamérica? -Su voz era mucho más profunda y firme de lo que había supuesto. El hombre tenía un aspecto muy ridículo, pero un vozarrón impresionante-. Tengo cierto número de acciones de las que estoy dispuesto a desprenderme, si está usted interesado. En caso contrario… -Se encogió de hombros para demostrar su indiferencia.

El señor Cheever al que dirigía aquel parlamento, un caballero de edad avanzada que solo consiguió ponerse en pie con la ayuda de un bastón y de un joven asistente que lo sostenía por el codo, se dispuso a responder. Como había hecho el agente de Duer, habló a gritos de un lado a otro de la taberna; para entonces, ya me había dado cuenta de que allí era costumbre hacerlo así y que las conversaciones reservadas y los cuchicheos estaban mal vistos.

– Hace dos semanas, cuando le ofrecí un precio razonable, no estaba tan dispuesto a venderlas.

– Solo estoy cambiando mi cartera, como hace cualquiera -replicó el señor Black-. Creo que me ofrecía dos mil setecientos dólares, y lo encuentro un precio aceptable.

El señor Cheever, en respuesta, soltó una risotada.

– Llevo mucho tiempo haciendo negocios y he observado demasiadas veces cómo lleva usted sus asuntos. Sabe algo de esos títulos, ¿no es eso? Hay problemas con ese banco, ¿verdad? No compraré a más de dos mil trescientos.

Los demás hombres de la sala continuaron sus transacciones y siguieron atentos a sus asuntos, pero vi que todos ellos tenían un oído o un ojo pendientes de aquel diálogo, pues también era asunto suyo percibir cuándo podía producirse un cambio y había signos de que estaba a punto de suceder uno de ellos.

El señor Burlington Black tragó saliva, provocando una oleada de ondulaciones en su papada.

– Le venderé la cartera de valores de la que hablamos a dos mil cien dólares.

Esta vez, las transacciones cesaron y los demás especuladores se volvieron a mirar, pues lo que sucediera a continuación determinaría si comprarían más títulos del banco o si empezarían a vender los que ya tenían. El señor Cheever observó a su interlocutor con profundo escepticismo.

– No acepto -dijo al fin, con un gesto de su mano decrépita.

Se hizo el silencio en la taberna.

El señor Black, hay que decirlo en su favor, se sonrojó considerablemente y mostró un nerviosismo extremo. No sé si su reacción se debió a la inquietud por el peso que se cargaba sobre él o un mero truco teatral pero, en cualquier caso, produjo la impresión de un hombre en completa zozobra.

– Mil novecientos -dijo, con voz trémula-, y usted sabe que le ofrezco una verdadera ganga.

Un sirviente procedió a recoger unos platos sucios y, cuando se atrevió a hacer ruido entrechocando dos de ellos, uno de los especuladores lo hizo callar con un enérgico siseo.

El señor Cheever, claramente, se olió problemas.

– No me gusta su apremio y prefiero declinar la oferta.

En esos momentos, se alzó en la sala una exclamación ahogada. En unos instantes apenas, el valor de aquellos títulos había caído una tercera parte y los especuladores se quedaron paralizados durante unos segundos, mientras intentaban establecer sus estrategias. Quienes poseían bonos del Banco de Norteamérica planearon la mejor manera de deshacerse de los títulos indeseados. Quienes no, se aplicaron a determinar cómo podían sacar provecho de aquel giro repentino.

En aquellos momentos, cuando todo estaba en el aire y nadie sabía aún qué haría, en los segundos previos a que alguno de los presentes decidiera comprar y desencadenara en la sala principal de la taberna de la City una orgía de compras y ventas, era cuando el señor Duer hacía siempre su jugada. Yo lo sabía por los despachos que me mandaba el señor Dalton: Duer se levantaría y anunciaría que tenía fe en uno de los grandes bancos del país y que aceptaba de buen grado la oferta del señor Black. Después, continuaría aceptando ofertas parecidas, un tercio por debajo del precio anterior, y cuando apareciera en Nueva York y las vendiera, todo el mundo lo elogiaría como un sagaz negociante que había olido la jugada mucho mejor que sus colegas de oficio.

Entonces, me levanté de la silla.

– Compro a mil novecientos -anuncié con voz clara.

Cuesta decir qué produjo más sorpresa, si mi voluntad de comprar o el hecho de ser una mujer, pero de inmediato se alzó una explosión de voces, gritando todas a la vez, y una expresión de terror y confusión se apoderó del rostro del señor Black.

Según las reglas que se seguían en la taberna de la City, el señor Black no podía escoger a quién vender y su oferta al señor Cheever, una vez rechazada por el caballero, podía ser aceptada legítimamente por cualquier otro. Yo acababa de actuar como podía hacerlo cualquiera de los presentes y mis actos tal vez podían censurarse como impropios porque los llevaba a cabo una mujer, pero no podían rechazarse.

El señor Black, no obstante, debió de sopesar sus alternativas y decidió que no podía venderme los títulos a aquel precio. Casi amoratado, buscó desesperadamente una escapatoria y, finalmente, sacudió la cabeza con el consecuente temblor de sus fofas mejillas.

– Debo declinar su oferta. No comercio con damas. -A continuación, decidió que actuaría como un truhán, si era necesario, para salvar su negocio y añadió-: Con ninguna mujer, de hecho.

De nuevo, la sala estalló en un griterío. Los hombres exclamaban, «¡no!», «¡los usos!», «¡las normas!».

– ¡Debe vender! -gritó uno y recibió la aprobación general. Animado, continuó-: Si no lo hace, no volverá a ser aceptado aquí. No podemos tolerar entre nosotros a un hombre que no siga nuestras costumbres.

Este comentario recibió el asentimiento general y por último, sabiendo que lo habían puesto entre la espada y la pared, el señor Black asintió. De hecho, parecía un poco aliviado. Supuse que se diría a sí mismo que había hecho cuanto había podido y que Duer no le podría reprochar nada.

Di unos pasos hacia él y Black me dedicó una reverencia.

– No estoy acostumbrado a hacer negocios con damas y me he dejado llevar por el apasionamiento. Le ruego que me perdone.

Sonreí, le devolví la reverencia y le estreché la mano para significar que cerrábamos el trato. Estaba hecho y ya no podría volverse atrás sin arruinar su reputación.

– No tiene importancia, señor. No me ha perjudicado, al contrario, me ha hecho un buen servicio, pues sé que estos títulos conservan todo su valor. Si no encuentro a quien venderlos aquí, no dudo de que podré negociarlos en Nueva York, donde mis agentes aseguran que se colocarán muy bien.

Hice este comentario en el tono normal de una conversación, pero sabía que cuanto dijera sería oído y que la seguridad con la que hablaba destruiría la capacidad de Duer para perpetuar su plan. No era que mi opinión tuviera el menor peso, pues los inversores no me conocían y, al fin y al cabo, solo era una mujer. No obstante, la firmeza que empleé al hablar rompió el hechizo que habían tendido los agentes de Duer y, de pronto, ninguno de los presentes quiso seguir comprando o vendiendo títulos hasta saber más de aquel asunto.

Terminada la transacción, volví a la mesa y recogí mis cosas, dejando claro que me disponía a marcharme. Esperaba que me detuvieran. Esperaba que, después de aquella transacción, la sagacidad que había demostrado bastara para atraer interés, pero no podía estar segura. Si no era así, tendría que arriesgarme a nuevas operaciones, aunque proporcionarían menos beneficios, pues cada nuevo éxito sería visto con menos admiración y asombro, y con más suspicacia.

No debería haberme preocupado, pues pronto noté que una mano me tomaba por el codo y cuando me volví, con una sonrisa perfectamente preparada, me encontré cara a cara con el mismísimo William Duer. Yo había acudido a la taberna con la esperanza de que estuviera allí para seguir el desarrollo de su pequeña estafa, pero no lo había reconocido en la sala y no lo había visto llegar después. Sin embargo, allí estaba, para ser testigo de mi maniobra. Delante de mí tenía al principal causante de todas mis desgracias, el hombre que, mediante su connivencia y codicia, había destruido todo lo que yo quería. Aquel hombre había asesinado a mi hijo y a mi Andrew y, ahora, me sonreía.

– William Duer, de Nueva York, a su servicio, señora -me dijo con una reverencia-. Aunque observo por mil pequeños detalles que es usted nueva en el negocio de la bolsa, me ha impresionado con su conocimiento y su frialdad. ¿Querría usted honrarme compartiendo una taza de chocolate en el piso de arriba, donde el ambiente es mucho más tranquilo?

Miré al monstruo directamente a los ojos.

– Señor Duer, sería muy tonta si rechazara las atenciones de un hombre tan bien considerado como usted -respondí.

Y así fue como los dos echamos a andar hacia la escalera.

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