Ethan Saunders
El nuevo día trajo consigo muchas cosas en las que pensar y reflexionar, pero el primer asunto que cabía resolver era terminar mi conversación con Duer. Había prometido encontrarse conmigo en la taberna de la City, por lo que, a primera hora de la mañana, me encaminé hacia allí. La sala de las transacciones estaba sumida en tal caos, que mis previas visitas al local ahora me parecían una plegaria de Pascua. Los hombres estaban en pie y se gritaban unos a otros, rojos de excitación. Dos caballeros de rostro encendido se hablaban tan cerca que, en el calor de su conversación, se salpicaban la cara con saliva y la cara les brillaba. Los secretarios se afanaban en tomar nota de las transacciones, pero la velocidad y la progresión airada a las que se realizaban estas imposibilitaban su tarea y la mayor parte de ellos iban manchados con la tinta que tan apresuradamente aplicaban.
Observé la escena sin saber qué pensar, como un mirón de la calle contemplando las consecuencias de un terrible accidente. Pasaron unos minutos, durante los cuales no me moví, y entonces noté que había alguien a mi lado, un tipo entrado en años con gafas y el pelo y la barba canosos. El hombre me miraba divertido.
– ¿No sabe qué pensar de esto? -dijo con un acento que traicionaba su origen irlandés-. Si es su primer día en la bolsa y, por su aspecto diría que sí, ha elegido un mal momento.
– No es la primera vez y no he venido a jugar. Solo siento curiosidad. ¿Qué ha ocurrido?
El escocés movió la mano hacia la sala en general, sin señalar nada en concreto.
– Las acciones bancarias han bajado, por primera vez en varios meses. Hace unos días se cotizaban a 110, pero hoy han caído. Se han cotizado a 100 un rato, pero hay algunos buscadores de gangas que han hecho subir el precio a 102. Así estaban la última vez que he mirado.
– ¿Negocia usted con títulos bancarios? -pregunté.
– No. -Sacudió la cabeza-. Solo soy un observador como usted, joven.
Miré de nuevo al individuo. En él había algo que me sonaba familiar pero no era capaz de ubicarlo, como si fuera un hombre al que nunca hubiese conocido aunque hubiera oído hablar mucho de él. Igual que Lavien, llevaba barba y aquello era bastante inusual. Sin embargo, en todo lo demás era un hombre ordinario y serio, con aire de erudito y vestido con un traje gris, no de los mejores aunque tampoco le quedaba terriblemente mal.
– ¿Conoce a Duer? -le pregunté.
– Oh, sí. Lo conozco.
– ¿Dónde está sentado? No lo veo.
– No está aquí. -El hombre se echó a reír-. Corre el rumor de que ha regresado a Nueva York con el primer coche expréss del día. Ha huido, como dicen, del escenario de sus crímenes.
Sentí que me ponía tenso de enojo y decepción. Tenía que haberlo obligado a hablar conmigo la noche anterior, cuando lo había tenido al alcance. Duer debía de ser un mentiroso de primera. Al fin y al cabo, había logrado engañarme a mí.
– Le debía dinero, ¿verdad? -preguntó el escocés-. Lo noto decepcionado.
– No, no me debía dinero, solo su tiempo -dije, fingiendo tranquilidad-. Ha dicho que ha huido de sus crímenes. ¿A qué crímenes se refiere?
– Este caos… -Señaló de nuevo la sala-. Antes de marcharse, ha hecho saber que hay algunos que han pedido créditos al Banco de Estados Unidos y que no podrán devolver lo que deben. Ha arrojado una bomba de caos y ha huido antes de que estallara.
– ¿Por qué?
– Quizá está vendiendo acciones bancarias en corto. -El hombre se encogió de hombros-. Quizá quiere comprar barato. Tal vez lo único que quiere es que los mercados sean imprevisibles, ya que un hombre de la calaña de Duer prospera con los mercados imprevisibles.
– Pero no está aquí.
– Algunos de esos hombres actúan en secreto en su nombre. Son agentes suyos. Ser agente de Duer no es una buena cosa, pero cuando el hombre más poderoso en dos bolsas le pide a alguien que sea su agente, no se le puede decir que no. Eso sería dar la espalda a las oportunidades. Sin embargo, para Duer esos hombres no son más que leña. Los utiliza, los quema y barre las cenizas.
Eché otro vistazo a la sala y no vi a ningún conocido, nadie que pudiera explicarme aquellos asuntos con más claridad. El barbudo estaba ahora observando unas transacciones y no lo molesté más. De hecho, en aquel momento, todo el mundo comerciaba o contemplaba con extasiada atención a los hombres que vendían sus títulos bancarios o que los compraban con la vana esperanza de que el precio remontara. Todos estaban de pie, comerciaban y hablaban, todos menos uno. Era el hombre de rostro de sapo, con su traje marrón y su aire de amargura. No vendía ni compraba nada, sino que estaba encorvado sobre un trozo pequeño de papel y escribía algo -yo no veía qué- con una caligrafía pequeña, tan contraída como su expresión.
No me gustaba que aquel hombre apareciera una y otra vez. Y fue entonces cuando se me ocurrió algo. Ya sabía por qué el barbudo me había sonado familiar. Salí a la calle, donde Leónidas estaba sentado con otros sirvientes, y lo llamé. Cuando se me acercó, le dije lo que necesitaba que hiciera.
– No querrá venir -dijo.
– Eso no importa. Tráela.
Asintió y se marchó de inmediato. Ya no tenía reloj, pero supe que era temprano. Las transacciones se prolongarían una hora u hora y media más, por lo que volví al local y decidí no perder de vista al hombre de la barba canosa y al tipo con cara de sapo, dos personajes que cobraban cada vez más importancia en mi vida, aunque en ninguno de los dos casos sabía por qué.
Leónidas regresó al cabo de media hora y me dijo que había traído a la persona que yo le había pedido. Me dirigí a la puerta y mi casera, la señora Deisher, cruzó el umbral pero no entró más. Yo no quería que la vieran y tuve un poco de suerte, porque el tipo de la barba estaba absorto en una transacción.
– Lamento molestarla, señora Deisher, pero esto es importante.
– Estoy dispuesta a ayudar, lo que no me gusta es que su negro me saque de casa a rastras como si me hubiese secuestrado.
– Insistir no es secuestrar -terció Leónidas, encogiéndose de hombros.
– Leónidas se disculpa -le dije y con la cabeza indiqué al hombre de la barba canosa-. ¿Lo ha visto alguna vez?
Abrió la boca, levantó el brazo para señalar y, sin duda alguna, se disponía a chillar. De un solo movimiento, le bajé el brazo y le tapé la boca con la mano.
– Seamos sutiles, buena mujer. ¿Lo conoce?
– Sí -respondió-. Es el señor Reynolds, el que vino a casa y me pagó para que lo desahuciara.
Los hice salir a los dos de la taberna, y me quedé bebiendo y observando la escena. El tipo con cara de sapo me miraba de vez en cuando, pero el de la barba, no. A mediodía, cuando se acabó la sesión, el barbudo sacó un trozo de papel en blanco de una cartera de cuero en la que guardaba sus cosas y procedió a escribir una larga nota. Luego la dobló en un cuadrado pequeño y lo introdujo dentro de algo, no vi qué. Acto seguido, se puso en pie y salió del local.
Yo hice lo propio al cabo de un momento. Ya en la calle, encontré a Leónidas donde estaba antes, sentado con los otros criados, pero señaló hacia la derecha y seguí su indicación con la mirada, justo a tiempo de ver a mi presa doblar a la derecha por Walnut Street. No me acerqué demasiado y las calles estaban tan abarrotadas y en ellas había tanto caos, con la habitual aglomeración de personas, animales y carruajes que se desplazaban caprichosamente, que, para sobrevivir, uno tenía que mirar al frente y no podía permitirse volver la vista atrás. Por ello, lo seguí fácilmente y vi que doblaba de nuevo a la derecha por la Quinta.
Aquella calle estaba mucho menos concurrida que Walnut y, al acercarme a la entrada del edificio de la Library Company, dudé unos instantes. Pensé que el hombre tal vez entraría y, si así era, yo no podría hacer nada puesto que me sería imposible seguirlo sin que me viera. Sin embargo, pasó de largo y se detuvo un instante junto a un árbol enorme en el otro extremo del edificio de la biblioteca. Se apoyó en él un minuto y luego siguió caminando deprisa.
Yo conocía bien la naturaleza humana y me agaché al momento detrás de una garita de vigilancia porque, no bien hubo dado los primeros pasos, se volvió y miró hacia atrás. Supe que había depositado algo. Probablemente, había contenido el impulso de volverse mientras caminaba hacia su objetivo, pero una vez completado, no pudo resistir más la tentación. Por fortuna, yo había previsto aquella posibilidad y, cuando vi que se ponía rígido y empezaba a darse la vuelta, me escondí. Esperé a que pasara y luego no hice otra cosa que sentarme en un muro cercano.
Dejé que transcurriera media hora y me acerqué al árbol que el barbudo había importunado. En el tronco había un agujero, metí la mano en él y palpé algo del tamaño de una piedra pero mucho más liviano. Cuando lo saqué, vi que era un recipiente cuyo propósito era parecer una piedra, pero estaba hecho de madera pintada y tenía una suerte de tapa deslizante en la base. Cuando lo abrí, encontré un pedazo de papel, sin duda el que había escrito el tipo antes de salir de la taberna. Era otro mensaje en aquel código fácilmente descifrable, pero mucho más largo que los anteriores, por lo que no me quedó otra alternativa que ir a la taberna más cercana y pedir pluma, tinta y papel.
El código había cambiado y no pude limitarme a aplicar las letras que previamente había reconocido, pero seguía siendo una clave César, fácil de descifrar. Al final, el esfuerzo mereció la pena. Muchos detalles que me habían resultado misteriosos hasta aquel momento se me revelaron por completo y, por fin, me hice una idea de lo que ocurría. Y casi seguro que sabía más que Lavien.
Leí y releí el mensaje. Su contenido indicaba que debería hacer algo que habría preferido evitar, ir a ver a Hamilton; pero, antes, debía ocuparme de la nota en sí.
Me encontré con Leónidas en El Hombre Cargado de Problemas y le mostré el mensaje, que había transcrito para él.
No poder comunicarme con usted directamente resulta cada vez más difícil, pues hay mucho sobre lo que informar. Por fortuna, ahora estoy más familiarizado con los códigos. Como ya debe de saber cuando lea esto, P. ha regresado a Filadelfia. Finge que no ha sucedido nada, pero Duer lo utilizó de una manera monstruosa y eso ya no tiene remedio. El BEU lo notará muy pronto y Hamilton no tiene idea de ello. En cuanto a L., es una presencia física muy peligrosa, pero no es tan listo como cree. Piensa que el asunto está controlado y no se enterará de que no es así hasta que sea demasiado tarde. La preocupación que usted sentía por S., que es un borracho y un desatinado, era excesiva: no sabe nada acerca de P. y no se enterará de nada. En lo que se refiere a la señora P., lo ignora todo sobre la inminente ruina y estoy seguro de que, cuando se vea en la penuria, podrá usted utilizarla a su antojo.
Leónidas observó la transcripción un buen rato y luego me miró a mí.
– ¿Qué significa todo esto? Aquí hay una trama, pero no se me ocurre qué puede ser.
– A mí, tampoco -repliqué-. Por lo que parece, hay un plan para perjudicar a Pearson y, en consecuencia, al banco. Duer está implicado en ello de alguna manera, pero me resulta difícil determinar si es un actor principal o una víctima involuntaria.
– Sí, sí, sí, pero eso no es nada. El banco y Pearson y todo lo demás, que se vayan al carajo. Esto tiene que ver con usted, de alguna manera. Quienesquiera que sean esas personas, se burlan de usted, le ponen motes y planean convertir a la señora Pearson en una prostituta.
– ¿Me estás diciendo que tendría que ir a contarle todo esto a Lavien?
– No, en absoluto -respondió Leónidas-. Esto es asunto suyo, Ethan. Es una carga que tiene que llevar usted y debe actuar como crea conveniente. Si hay un conflicto entre sus necesidades y las del Tesoro, puede estar seguro de que Lavien no moverá un dedo por usted y tampoco por la señora Pearson. Lo digo con respeto por él, porque me parece una persona honorable, pero su honor, su sentido del deber, lo llevarán a servir a Hamilton antes que a usted o a la señora Pearson. Haga lo que haga, tendrá que hacerlo solo.
– ¿Completamente solo?
– Yo no puedo elegir, pero sabe que puede contar conmigo.
– ¿Y si pudieras elegir? -inquirí-. Si te diera la libertad ahora mismo, ¿me apoyarías en esto hasta el final?
– No va a dármela -replicó.
– Pero ¿y si lo hiciera?
No sé por qué decidí insistir en ello en aquel momento, pero su preocupación por mí me colocó al borde del precipicio de comunicarle que ya se la había dado.
– No lo sé -respondió muy serio, mirándome a los ojos.
Agradecí su sinceridad, cómo no. Sin embargo, me ponía en una situación difícil, dado que él era el único hombre en el que confiaba por completo y no podía pasarme sin él. Mientras aquella crisis continuara, tendría que ocultarle la verdad. No podía saber todavía que era un ciudadano libre.
Leónidas notó que estaba perdido en mis pensamientos y se inclinó hacia mí para distraerme.
– ¿Qué hará con la nota? ¿Piensa vigilar el árbol?
– No es práctico. -Sacudí la cabeza-. La vigilancia tendría que ser permanente y solo somos dos.
– Entonces, ¿volverá a dejarla en su sitio antes de que descubran que se la ha llevado?
– No -respondí-. Quiero que sepan que la he encontrado.
Cogí un papel en blanco y escribí una breve nota con la que sustituir la que había hallado. Mi nota decía solo: «Voy a ir por vosotros».
– A ver qué les parece -comenté.
– ¿Y si ellos vienen por usted primero?
– Entonces me ahorrarán mucho trabajo.
No sabía si Hamilton querría recibirme de nuevo. Una vez era caridad; dos, una molestia; una tercera podía resultar indignante. No me hacía ilusiones con respecto a ello, pero él tampoco podía hacérselas conmigo. Si quería verlo, lo vería. Quizá lo esperaría en la calle o iría a visitarlo a su casa. Hamilton me conocía. Sabía que si deseaba hablar con él, lo lograría. Por esa razón, me atendió enseguida.
Estaba sentado ante su escritorio, en el que se amontonaban cuatro o cinco pilas altas y ordenadas de papeles. Tenía una pluma en la mano y un tintero casi vacío a su lado.
– Estoy muy ocupado, capitán Saunders -dijo.
– Yo también. Qué terrible, ¿verdad?
– No sé a qué se debe su visita -dijo, dejando la pluma-. El señor Pearson ya ha regresado, así que no ha venido a hablarme de eso…
– Sabe perfectamente bien que sí y el regreso del señor Pearson no es ninguna respuesta sino que suscita más preguntas.
– Creo recordar que le pedí que no se inmiscuyera en este asunto.
– Yo también lo recuerdo, pero los dos sabemos que no hablaba en serio. Usted hubiese preferido que yo llevara a cabo una investigación paralela a la de Lavien. Habría obtenido unos resultados mucho mejores de haber tenido a dos hombres compitiendo por el mismo objetivo. No voy a decir que haya sido usted quien haya maquinado esta competición, pero seguro que no la lamenta. Y, ahora, terminemos con esta farsa. Quiere que proceda, ¿verdad?
– No -respondió, mirándome a los ojos.
– Pues claro que quiere. Hay demasiadas cosas en juego. Quizá haya llegado el momento de que me diga por qué deseaba que Lavien encontrase a Pearson. ¿Por qué le interesa?
– Es un asunto privado.
Eso fue lo que dijo, pero yo empecé a pensar que se trataba de un asunto público. Entre ellos no existía relación personal, por lo que solo había un motivo evidente para el interés que Hamilton se tomaba en Pearson. Habida cuenta de lo que me había dicho el escocés barbudo aquella mañana sobre créditos impagados, solo podía sacar una conclusión.
– Pearson ha pedido dinero prestado al banco, ¿verdad?
– Es posible que sí -Hamilton parpadeó y apartó la mirada.
– ¿Cuánto?
– La idea de la creación del banco fue mía y me interesa su funcionamiento, pero no lo dirijo y no me interesan las operaciones del día a día. Dudo de que ni siquiera el señor Willing, que es el presidente del banco, pueda hablarle de créditos a personas sin tener que consultar los archivos. No espere que yo, que estoy mucho más alejado, pueda reunir al momento esa información sobre cualquier posible prestatario.
– No, no espero que conozca a cualquier posible prestatario, pero sí que espero que sepa sobre este caso concreto.
– ¿Cuánto?
– Ha pedido un crédito de cincuenta mil dólares.
– ¡Dios bendito! ¿Y le han dado tanto dinero a un solo individuo?
– Fue para inversión y desarrollo. Ya ha visto cómo prospera la ciudad gracias al dinero del banco. Pearson es un respetado agente de la propiedad inmobiliaria y presentó un plan específico para urbanizar unas tierras que están al oeste de la ciudad.
– Pero no lo ha hecho, ¿verdad? Usted recibió noticias de que Pearson no solo no estaba comprando tierras y urbanizándolas, sino que además perdía las propiedades que ya tenía. Usted no controla las minucias del día a día en las inversiones y supongo que el presidente del banco tampoco lo hace. Nadie fue a Helltown a ver si Pearson lo estaba urbanizando. Era un hombre de negocios respetable y podían fiarse de que cumplía lo que había dicho que haría. Pero entonces recibe la noticia de que están embargando sus propiedades. Y luego se entera de que nadie sabe dónde está. Tal vez hayan desaparecido cincuenta mil dólares en fondos bancarios. ¿Puede el banco soportar tal pérdida?
– Por supuesto que puede. Es una pérdida muy seria, pero en los estatutos del banco existen mecanismos que le permiten capear los impagos de créditos.
– ¿Fácilmente?
– Nunca es fácil.
– Nunca es fácil -repetí-, porque lo que usted más teme es que Jefferson y su facción se enteren del asunto. Se trata de eso, ¿verdad? Su banco ha sufrido un primer semestre del año turbulento porque los precios de las acciones han fluctuado de una manera demencial. Ahora se dirá que la causa son los créditos a los amigos del presidente de la entidad, unos créditos que no se devolverán, que no se pueden recuperar. Ya sabe lo que dirán: que el dinero es un instrumento de los ricos del Norte para alimentar su propia codicia.
– Sí, eso será lo que dirán -asintió Hamilton-. Forma parte del juego.
– ¿Y hay más?
– ¿Guardará el secreto?
– Por supuesto.
– Está también el método del banco para obtener fondos, el impuesto sobre el whisky. La facción de Jefferson no tardará ni un segundo en proclamar que gravamos a las pobres gentes de la frontera a fin de pagar el gasto irresponsable de los ricos. Eso será lo que dirán.
– ¿Y la verdad?
– La verdad es que el Banco de Estados Unidos es una gran institución que concede grandes créditos, por lo que, desde luego, beneficia directamente a los ricos. Existen otros bancos agrícolas que benefician a los pequeños propietarios y eso es lo que deben hacer. Sin embargo, los proyectos que benefician a los ricos también benefician a los demás. Si Pearson hubiera hecho lo que debía con el dinero, habría construido propiedades y para ello habría dado empleo a mucha gente y habría propiciado que los bienes cambiaran de manos. Esos edificios habrían sido viviendas y locales para tiendas y servicios, y habrían contribuido al crecimiento económico. Eso beneficia a todo el mundo, a los ricos y a los pobres.
– Pero no es esto lo que ha ocurrido con Pearson, está claro. Y, ahora que ha regresado, ¿Lavien ha averiguado algo sobre lo sucedido con el dinero?
– Muy poco. Pearson no quiere responder a las preguntas.
– Y supongo que no le ha dado permiso a Lavien para que le rompa los codos o le corte los pies. Es una persona demasiado importante.
– Pearson es listo -replicó Hamilton-. Se ha negado abiertamente a presentarse en el banco y explicar la situación de su crédito y sabe que nosotros no nos atrevemos a presionarle porque no queremos que se haga público que un préstamo de esta magnitud corre peligro. Estoy seguro de que Pearson sabe que Philip Freneau, ese truhán que escribe en el periódico de Jefferson, ha estado husmeando por ahí y haciendo preguntas. Si Freneau se entera de la verdad, la utilizará para arruinarnos. Jefferson y su gente sacrificarían de buen grado la economía nacional solo para demostrar que yo me equivoco y ellos tienen razón.
– ¿Y por eso el banco no se ha quedado con sus propiedades? ¿Para evitar que el caso se convierta en un escándalo?
– Sí. Mientras exista la posibilidad de un pago discreto del préstamo, incluso de una parte, preferimos evitar el fiasco público que solo alimentaría la animosidad pública de Jefferson contra el banco. Mientras no sepamos más, tendremos que encontrar otros medios de descubrir lo que Pearson se lleva entre manos.
Tuve la impresión de que, tanto si era lo que Hamilton pretendía como si no, yo constituía esos «otros medios». No había ningún motivo para que no lo siguiera presionando.
– ¿Y qué hay de Duer?
– ¿Qué ocurre con él?
– ¿Cuál es la relación entre Duer y Pearson?
– Ninguna, que yo sepa -respondió.
Pensé en la nota que había encontrado en el árbol. «… Duer lo utilizó de una manera monstruosa y eso ya no tiene remedio.» Eso, en sí mismo, no tenía importancia. Que aquellos hombres se arruinaran los unos a los otros cuanto quisieran; me la traía al pairo. Sin embargo, era obvio que allí había algo más: «El BEU lo notará muy pronto y Hamilton no tiene ni idea de ello». Aquello era una conspiración para perjudicar al banco. Pearson no era más que un instrumento y Cynthia, solo una víctima.
– ¿A quién le gustaría hundir el banco? -pregunté.
– ¿Hundirlo? -inquirió Hamilton-. A Jefferson, supongo.
– No, no difamarlo, ni verlo fracasar o alegrarse de sus apuros. Jefferson quiere ventaja política. ¿Quién desearía destruir el banco con sus propias manos?
– Nadie -respondió-. Nadie que pudiera hacerlo.
– Y si alguien pudiese -insistí-, ¿quién sería?
– La chusma -dijo-. A la chusma incitada por Jefferson le gustaría verlo destruido. Los patanes del Oeste, a quienes Jefferson les ha inculcado las ideas democráticas, preferirían ir a la guerra antes que pagar un céntimo de impuestos sobre el consumo. Las cosas no son tan complejas como usted imagina y no lo ve porque ha estado demasiado tiempo lejos del oficio.
A mí me parecían aún más complejas de lo que era capaz de imaginar. Aquel era el problema.
Si quería desentrañar aquella complejidad, lo primero que debía hacer era descubrir la naturaleza de la relación secreta y financiera entre Hamilton y Reynolds, el hombre de Duer. Si me hubiese fiado más de Hamilton, le habría contado más cosas, pero a un hombre que iba entregando bolsas de oro en secreto a tipos de aquella calaña no podía confiarle lo que había averiguado hasta entonces. Y además, necesitaba saber por qué los hombres que habían actuado contra mí y contra Cynthia deseaban encaminarme hacia Reynolds. Aquel tipo trabajaba para Duer, eso estaba claro, pero ahora creía que el escocés barbudo, que estaba involucrado sin duda en la amenaza contra el banco, quería asegurarse de que me fijaba en Reynolds y, quizá, de que albergara hostilidad hacia él.
Había llegado el momento de abordar las cosas directamente, por lo que aquella noche me acerqué a la casa de Reynolds y llamé a la puerta. Los buenos modales no aconsejaban ir a visitar a un desconocido tan tarde por la noche, pero aquel era un barrio deshonroso y las luces todavía estaban encendidas. Correría el riesgo.
Al ver que nadie respondía, llamé otra vez y luego una tercera. Finalmente, oí pasos en la escalera y una voz de mujer, al otro lado de la puerta, preguntó quién era.
– Soy el capitán Ethan Saunders y vengo en nombre del Departamento del Tesoro de Estados Unidos -respondí exagerando solo un poco. No era momento para la timidez-. Tengo que entrar.
La puerta se abrió. Allí, en un estado de desaliño absolutamente seductor, estaba la mujer más hermosa que jamás hubiera visto. Sí, sé que este relato está plagado de mujeres hermosas: la señora Pearson, la señora Maycott, la señora Lavien, la señora Bingham… Podríamos formar un equipo de criquet de mujeres hermosas. No puedo por menos de fijarme en ellas y tomarme la molestia de describirlas, pero ¿tan hermosas son? La señora Pearson es muy bonita, sin duda, pero son mis sentimientos por ella lo que la elevan a un nivel tan exaltado. La señora Maycott tiene, a decir verdad, el mentón un poco débil, pero es misteriosa y posee donaire. La señora Lavien tiene ese aire hebreo que algunos tal vez encuentren poco atractivo.
Aquella dama era hermosa y no por su porte, por su raza exótica o porque un corazón anhelante aportase un plus que la exaltase. No. Se trataba de una criatura perfecta, como la Eva de Milton, el ideal femenino de belleza. Su pelo rubio era ondulado y lo llevaba absolutamente despeinado y sus ojos eran grandes y de un azul asombroso. Tenía las mejillas sonrosadas, redondas y moldeadas a la perfección, sus dientes eran tan blancos como la nieve y sus labios tenían el color de las rosas. ¿Queréis que siga? Es tedioso, lo sé, pero es importante que deje claro que, en las partes y en el conjunto de estas, no había ninguna otra mujer como aquella en Estados Unidos ni, posiblemente, en el mundo entero. Aquellos que, en años venideros, juzgarían la debilidad de un hombre seducido por ella, no sabrían nada de sus pasmosos encantos. No ha nacido el hombre que, teniendo la oportunidad de amarla, la haya rechazado.
– Señora, ¿quiere casarse conmigo? -le pregunté.
La mujer se echó a reír. Llevaba una bata suelta que debía de haberse echado encima antes de abrir la puerta, con un escote generoso, dentro del cual sus pechos, grandes y espléndidos, se movían agradablemente.
– Me temo que ya estoy casada, señor.
– Entonces, me quitaré la vida -dije-. Pero, antes de hacerlo, me gustaría hablar con el señor Reynolds. ¿Vive aquí?
– Ese es el apellido de mi esposo, señor -respondió con una expresión más sombría-. No está en casa.
¿Aquel desaliñado animal con la cara marcada y aire lobuno era el marido de aquella criatura? ¿Cómo lo soportaba ella? ¿Cómo lo toleraba el mundo? En circunstancias normales, me habría introducido sin duda en la vida de aquella mujer para mejorar su situación, pero había otras cosas que exigían mi atención, siendo Cynthia la principal. Me centraría en la bella y no en la bestia.
– Tengo que encontrarlo.
– No está en la ciudad -dijo ella-. ¿Puedo preguntarle de qué se trata? Ha hablado del Departamento del Tesoro, ¿verdad?
– Trabajo para el coronel Hamilton, del Tesoro. -Que hubiera prometido reformarme no era óbice para que soltase mentiras de aquel tipo.
– ¿Y qué quiere de mi esposo? -En su tono había ahora cierta antipatía y no me gustó. Quería verla seducida de nuevo.
– Solo deseo hablar con él sobre el señor Duer -respondí con una sonrisa amable-. Es por algo relacionado con ese hombre, no con su esposo.
– Comprendo.
– ¿Cuándo volverá?
– No lo sé.
– ¿Y adonde ha ido?
– No me lo ha dicho.
– ¿Qué le parece si me invita a entrar y hablamos de esto con más detenimiento?
– En otra ocasión -respondió para quitárseme de encima y cerró la puerta.