Capítulo 17

Ethan Saunders


No podía retrasar mucho tiempo el momento de hablar con William Duer. Ya había averiguado que no sería cosa fácil. El no quería hablar conmigo y tenía contratado a un rufián depravado que se ocupaba de que no tuviera que hacer lo que no deseaba. No me quedaba más alternativa, pues, que abordar a Duer donde no se atreviera a rehuirme y donde no pudiera recurrir a Reynolds. Casualmente, creía conocer el lugar indicado.

Por toda Filadelfia corrían comentarios acerca de la reunión que se iba a celebrar en la mansión Bingham. William Bingham era uno de los hombres más ricos e influyentes de la nación y amigo de toda persona de importancia. Su esposa, Anne, estaba considerada una de las mujeres más hermosas y encantadoras del mundo y se decía que gran parte de la simpatía de Europa por la causa americana se había originado gracias a la gira de aquella dama por las cortes extranjeras. Resultaba impensable, no es preciso decirlo, que yo fuera bien recibido en su casa, y mucho menos invitado a ella. Sin embargo, yo no me limitaría a presentarme en los lugares donde se me acogiera bien.


Conforme transcurría el día, no pude dejar de recrearme en la fantasía de que Cynthia Pearson asistiría a la recepción de aquella noche. Anne Bingham y ella habían sido amigas íntimas durante muchos años y, de no haberse esfumado su marido, sin duda se habría contado entre los asistentes. Dadas las circunstancias, era imposible que acudiera, pero aun así imaginé lo que sería encontrarme con ella en un marco tal, en grata compañía, donde pudiéramos estar cerca, conversar agradablemente e imaginar que todo iba como era debido.

La había conocido en una reunión similar. Cuando viajé a Filadelfia durante la ocupación británica para infiltrarme en un círculo de espías británicos, Fleet me pidió que no perdiera de vista a su hija y que me asegurase de que no le faltaba nada. Más adelante, nunca le mencioné mis sentimientos hacia ella por miedo a que pensara que me había aprovechado de la chica, aunque nos proponíamos revelárselo todo a la conclusión de la guerra. Después, con la muerte de Fleet, no pude por menos de preguntarme si no había sido un estúpido, si Fleet no nos había juntado con la esperanza de que surgieran entre nosotros aquellos sentimientos que encontrábamos tan irrefrenables.

La joven Cynthia Fleet frecuentaba los círculos sociales de Filadelfia y fue en casa de Thomas Willing, padre de Anne Bingham y presidente, en aquel momento, del Banco de Estados Unidos, donde la conocí a ella y a su futuro marido. Este me pareció absolutamente mediocre y no habría vuelto a pensar en él, probablemente, si el destino no lo hubiera puesto en mi camino una y otra vez. En cuanto a la hija de mi amigo, no podía quitármela de la cabeza. Cynthia era una belleza rubia, con unos ojos del azul más claro y extraordinario. Tenía una figura admirable, una tez inmaculada y un rostro que era un modelo de deliciosa simetría. Su porte poseía todo lo que un hombre encontraba encantador y refinado y, aun antes de que oyera su conversación animada y brillante, creo que ya estaba un poco enamorado de ella. Sí, fue una cosa tan superficial como la belleza física lo que me hizo amarla, antes de saber que nuestras almas estaban perfectamente hechas la una para la otra. Antes incluso de que supiera que era la hija de Fleet.

Permití que nos presentara un conocido mío, un hombre de decididas simpatías por los británicos (pues con tal clase de individuos me veía obligado a tratar), y no detecté nada significativo en su reacción al escuchar mi nombre. Cynthia, era evidente, no sabía que yo trabajaba con su padre, ni que estaba al servicio de la causa patriótica. No obstante, mostró un especial interés por mí y me permitió seguir charlando con ella un buen rato. Así descubrí que la damita no solo era bella, sino también lista, instruida y excepcionalmente bien informada en asuntos políticos. No vaciló en ofrecerme su opinión de los hombres más importantes del momento, de lo que habían dicho y escrito, de batallas ganadas y perdidas, y de estrategias fracasadas o victoriosas. Hablaba en voz baja, solo para mí -y yo no lamenté que así lo hiciera, pues era una invitación a acercarnos más-, pero temí por su seguridad. En una ciudad ocupada, no debía tomarse tanta libertad en alabar a los revolucionarios y condenar a los británicos, sobre todo ante un perfecto desconocido.

Finalmente, apoyé la mano en su antebrazo y me incliné más hacia ella.

– Señorita Fleet -dije en voz baja-, ¿considera prudente hablar tan favorablemente de la causa rebelde, en este ambiente? ¿No sabe que está rodeada de monárquicos? ¿No sabe que el hombre que nos ha presentado es probritánico? Debería usted dar por sentado que yo también lo soy.

– No, no debería -respondió ella con una sonrisa traviesa-. No, puesto que usted es socio de mi padre.

No pude evitar que se me escapara una exclamación.

– Si lo sabía, ¿por qué no me lo ha dicho?

– Quería saber si me lo diría usted mismo -respondió-. Supongo que una sola hora de conversación no basta para saber qué podría usted revelar en el futuro, pero creo que demuestra cierta contención por su parte. Tendrá que bastar con eso.

– Bastar, ¿para qué? -pregunté.

– Para que sigamos siendo amigos -dijo ella.

No había pasado una semana cuando volví a coincidir con ella en un baile ofrecido por un coronel británico y, aunque había prometido los dos primeros bailes a un desagradable oficial, conseguimos encontrar, para gran disgusto del militar, muchas oportunidades para bailar juntos y aún más para hablar. Poco después de aquel baile, recibí una invitación a cenar en casa de la hermana de su difunta madre y su marido, gente de sentimientos monárquicos con la que Cynthia vivía, y no vacilé en utilizar todos mis encantos con aquella pareja para convertirme en un habitual de su círculo. Cynthia y yo encontramos pronto nuevas ocasiones de estar juntos. Paseábamos por las calles, tomábamos té o visitábamos lugares de interés. Ella tenía un apetito casi insaciable de oír mis aventuras y, aunque a menudo tenía que callarme algún detalle, le contaba suficiente para emocionarla.

Las compañías femeninas no me eran extrañas, pero no podía creer la fortuna que había tenido al despertar el interés y el afecto de Cynthia Fleet, una mujer que parecía moldeada por la naturaleza con el único propósito de ser mi compañera. Vivimos en esa felicidad durante dos meses, pero entonces el hombre al que yo seguía dejó la ciudad y me vi obligado a hacer lo mismo. Cynthia y yo nos prometimos amor y decidimos casarnos cuando terminara la guerra. No sabía cuándo podría regresar a Filadelfia, pero nos escribiríamos. De hecho, así lo hicimos e incluso, después de que los británicos entregaran la ciudad, me las ingenié en más de una ocasión para escaparme a verla. La última de esas visitas fue apenas tres meses antes de que Fleet y yo fuéramos acusados de traición. Se acercaba una batalla decisiva y, mientras le daba un beso de despedida, tuve la absoluta certeza de que pronto llegaría el momento en que podríamos darnos el sí y hacer legal lo que ya sentíamos en nuestro corazón. La siguiente vez que la vi, sin embargo, todo había cambiado. Su padre había muerto y un destino malévolo había hecho imposible que pudiéramos estar juntos nunca más. Yo, si era necesario, viviría con el peso de una falsa acusación de traición, pero no podía tolerar que ella tuviera que soportar tal estigma.


Dos horas antes del inicio de la reunión en la mansión Bingham, Leónidas me informó de que el señor Lavien estaba abajo y deseaba verme. Yo ya me había vestido y no me importó pasar el rato en su compañía, sobre todo porque Lavien podía aportarme alguna información útil.

Entró en mis aposentos y me estrechó la mano con su habitual reserva. Le ofrecí una copa, pero no quiso nada y me alegré de ello pues, si él tomaba algo, yo me vería obligado a acompañarle y quería tener la cabeza despejada mientras pudiera.

Cuando tomamos asiento, Lavien comentó:

– Qué elegante se ha puesto esta tarde…

– Un hombre no puede vestir siempre pobremente -respondí.

Era una evasiva bastante torpe, pero Lavien no insistió. En lugar de ello, se inclinó hacia mí con una chispa de animación en la mirada. Aquello, pensé al verlo, era lo más próximo a la emoción que era capaz de mostrar un hombre de su rígido control.

– He averiguado algo interesante -comentó- y deseaba comunicárselo enseguida.

– ¿Acerca de Duer?

– No. Acerca de Fleet.

Me recorrió un escalofrío, como si hubiera oído un susurro de la voz de un muerto. De pronto, deseé sinceramente haber tomado aquella copa, con o sin Lavien.

– Le dije que dejara el asunto en paz. -Mi voz, no tan firme como me habría gustado, delató mi agitación, cuando lo que deseaba mostrar era una cólera fría.

– Ya lo sé, y estaba decidido a hacer lo que me pedía, pero una cosa llevó a otra y terminé haciendo, por el contrario, lo que yo quería. No sé cómo pudo suceder. En cualquier caso, seguro que querrá escuchar lo que tengo que contarle.

– No, no quiero -repliqué y me puse de pie.

Mi negativa no le afectó en modo alguno. Continuó sentado y quieto, como si todavía siguiéramos enfrascados en una amigable conversación.

– La información, una vez se conoce, no se puede borrar de la memoria y me parece que usted no estará tranquilo hasta que oiga de qué me he enterado.

Volví a sentarme, pues lo que decía era innegable.

– Me molesté en visitar al general Knox, pensando que, en su calidad de secretario de la Guerra, tal vez podría ayudarme. De hecho, me dirigió a unos archivos que resultaron útiles. Recordará usted, estoy seguro, al comandante Brookins…

Asentí. Por supuesto que lo recordaba. Era el hombre que había descubierto las malditas pruebas contra nosotros en el forro de nuestras mochilas.

– Parece que, aun después de acabada la guerra, el comandante continuó interesado en el caso. Cada vez estaba más convencido de que se había cometido un tremendo error con usted y el señor Fleet. Sus anotaciones demuestran que había encontrado cierta prueba que apuntaba, por lo menos, a que la acusación había sido urdida por un enemigo, británico probablemente, que deseaba ver apartados de su labor a los más eficaces espías rebeldes.

Tragué saliva e hice lo posible por dominarme antes de hablar.

– Si eso pensaba, ¿por qué no lo contó nunca a nadie?

– Por lo que veo en sus notas, quería llegar a una conclusión definitiva y descubrir el nombre de los autores antes de anunciar sus sospechas, pero murió antes de poder completar la tarea.

– ¿Asesinado?

– No, nada tan misterioso -Lavien movió la cabeza-. Eso fue hace dos años y, como recordará, el comandante no era un hombre joven cuando lo conoció. Al parecer, le falló el corazón mientras montaba a caballo con sus hijos. No cabe pensar en un asesinato, sino solo en mala suerte; mala suerte para él y para usted. No es suficiente para limpiar su nombre por completo, pero sí para que empecemos a hacer más averiguaciones.

– Quiero que deje el asunto como está -repetí. Lo dije sin alzar la voz y, al principio, temí que no me hubiera oído. Insistí, procurando hablar más fuerte-: No debe continuar sus pesquisas.

– ¿Por qué no? -replicó Lavien-. ¿Porque teme que, al final, resulte que Fleet no era inocente? ¿O porque no puede soportar que todos estos años haya sufrido por nada?

No le respondí. No quería hacerlo, y esperé a que se despidiera y me dejara en paz.

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