Ethan Saunders
Me debatía ahora entre mis dos objetivos, pues, si quería descubrir la verdad que se ocultaba tras las amenazas contra la señora Pearson, me vería obligado a desplazarme a Nueva York y averiguar más sobre el plan de Duer y sobre qué relación guardaba la inminente inauguración del Banco del Millón con las amenazas contra el banco de Hamilton Y, sin embargo, ¿cómo podía marcharme de Filadelfia cuando Cynthia sufría el asedio de su propio esposo?
Fue Lavien quien me ayudó a resolver el dilema. Pocos días después de la cena en casa de los Pearson, me pidió que me reuniera con él en la posada de Clark, de Chesnut Street, frente a la Cámara Legislativa, poco después del mediodía. La invitación me alegró puesto que tenía hambre y la posada de Clark es siempre un buen lugar para comer por la entretenida manera en que preparan la carne. Esta gira en un gran espetón sobre las ardientes brasas y los responsables de que lo haga son dos perros rubios que corren sin parar en una gran rueda, como si fueran ardillas de tamaño gigante.
Leónidas y yo llegamos antes que Lavien, pues no había ni rastro de él, pero a tiempo de presenciar los últimos esfuerzos de los perros, por lo que enseguida hubo buey asado, patatas hervidas y panecillos recién hechos. Clark no tenía whisky, así que me conformé con un ron y Leónidas nos llevó a una mesa desde la que se veía perfectamente la puerta. Lavien llegó al cabo de un cuarto de hora, acompañado de un hombre entrado en años -le calculé unos sesenta-, que vestía lo que en tiempos había sido un buen traje de color marrón y ahora se veía algo deslucido y rozado. Caminaba muy erguido, con paso lento y pausado, fingiendo, me pareció, una nobleza que tal vez no le venía de natural.
Leónidas y yo casi habíamos terminado nuestro estupendo almuerzo, bien asado por los perros labrador, y nos pusimos en pie para saludar a los recién llegados.
– Ah -dijo Lavien-, lamento haberlos hecho esperar, pero me alegro de que todavía estén aquí. Quiero presentarles a este hombre, Albert Turner. Señor Turner, le presento al capitán Saunders y a su ayudante, Leónidas.
– Sí, muy bien -Turner hizo una profunda reverencia-. El capitán Saunders, sí. Por supuesto, señor. Su nombre me suena muy conocido.
Aquello rara vez resultaba conveniente. Le devolví la reverencia y nos sentamos. Lavien pidió bebida.
– Siempre me gusta conocer a personas nuevas -dije, aunque era una vil mentira. Conocer a aquel hombre era lo que menos deseaba-. Y, sin embargo, sospecho que me ha convocado aquí por alguna razón concreta. Algo que se aparta de las relaciones sociales ordinarias.
– El señor Turner estuvo en Filadelfia buena parte de la guerra -explicó Lavien-. Y no siempre fue el mejor amigo de Estados Unidos, pues sirvió a la causa británica.
Turner sonrió tímidamente y en esta ocasión abrió la boca, revelando que la mayor parte de sus dientes no era más que un recuerdo.
– Mucha gente lo hizo, ¿sabe? Y si las cosas hubiesen ido de otra manera, ahora seríamos héroes. Simplemente, se trata del azar de la historia, pero uno no puede culpar a un hombre por haberse unido a la causa de su país natal.
– Todo esto ya pasó -intervino Lavien, tratando de fingir un aire de cómoda cortesía-. La guerra ha terminado y no nos interesa castigar a un grupo de personas porque su conciencia les dictaba un curso de acción diferente al de otro grupo.
– Exactamente -asintió Turner. Llegaron las jarras de cerveza y el hombre bebió deprisa y a grandes tragos, como si temiese que pronto lo instaran a marcharse y quisiera beber todo lo que fuese capaz, antes de que lo echasen. La consecuencia de ello fue que derramó la bebida y se le hizo una gran mancha en la chaqueta, que sacudió con evidente vergüenza-. Hoy, las cuestiones de lealtad y fidelidad durante la guerra no son más que objeto de curiosidad, aunque a la sazón tenían suma importancia.
Creo que entonces entendí de qué se trataba. Guardaba relación con Fleet. Me puse en pie.
– Ya le dije, Lavien, que no quería volver sobre esto.
– Sí -respondió él-, pero no le hice caso. Percibo que usted sería útil para este gobierno y para Hamilton, pero mientras su nombre siga manchado, el gobierno no podrá utilizarlo. Por lo tanto, mi deber es hacer caso omiso de sus deseos.
No quise dignificar sus halagos con una respuesta.
– Vámonos, Leónidas.
– Siéntese, capitán Saunders -continuó Lavien, al tiempo que se ponía en pie-. Le gustará escuchar esto.
No me gustaba que me dieran órdenes pero supe, por su manera de hablar, que me remordería la conciencia si no lo escuchaba. En realidad, no me quedaba otra alternativa y me senté.
– El señor Turner -dijo Lavien- es el agente británico al que Fleet y usted presuntamente vendieron mensajes. En las pertenencias de usted encontraron la correspondencia que él le había enviado. Y Turner, como es natural, huyó tan pronto supo que usted había sido detenido y no regresó a Filadelfia hasta terminada la guerra.
Miré a Turner y luego a Lavien.
– No quiero oír nada de lo que su hombre pueda contar.
– Dice eso porque piensa que condenará a Fleet -explicó Lavien-, pero no es el caso.
Me descubrí mordiéndome la mejilla por dentro, pero no repliqué.
– Exacto -dijo Turner-. Yo no tuve nunca nada que ver con usted, ni con el comandante Fleet. Mi contacto me dio instrucciones para que utilizara los nombres de ustedes. No sabía por qué ni me importaba. Sé que parece una crueldad, pero estábamos en guerra y no nos preocupábamos por esas cosas. Usted no era mejor que yo, estoy seguro, porque es muy fácil pasar por alto el daño que se inflige a los inocentes cuando uno no los ve ni los conoce.
Lo que Turner decía era absolutamente cierto.
– Siga -murmuré.
– Me autorizaron a comprar secretos procedentes de distintos contactos y uno de ellos insistió en que me relacionara con él utilizando el nombre de usted, en vez del mío. Fueron estas cartas, según me informa el señor Lavien, las que después encontraron en sus pertenencias, aunque no me explico cómo llegaron hasta ahí. Cuando me enteré de que lo habían capturado, no pensé en ello porque imaginé que mi contacto no era más que el intermediario, aunque me asombró saber que el comandante Fleet y usted eran personas reales. Siempre había pensado que eran nombres de guerra.
– ¿Quiere decir que nuestra traición estaba planeada? -inquirí-. ¿Cuánto tiempo utilizó esos nombres antes de que nosotros fuésemos acusados?
– Unos seis meses, como mínimo. Tal vez nueve. Entonces nos traicionaron, a cada cual a su manera.
Lavien se inclinó hacia delante y luego hacia atrás. Este fue todo el entusiasmo que mostró.
– Para que la traición se produjera de esa manera, tuvo que haberla perpetrado su contacto. ¿Quién más podía saber tanto como para arruinar la vida a todos los implicados?
No me gustaba que Lavien hubiese procedido sin mi permiso, pero apenas podía contener la emoción. Aquella conspiración había sido el gran misterio de mi vida, su punto crucial. Parecía que ahora iba a enterarme de la verdad que se escondía tras ella y esa verdad no condenaría a Fleet.
– ¿Conocía usted su nombre? -pregunté, tratando de que no me temblara la voz.
– No tenía que saberlo -respondió Turner-, pero fui más listo de lo que él pensaba. Me tomaba por obtuso y supongo que lo era, pero aun así, no era idiota. Y él estaba siempre demasiado pagado de sí. Me imagino que todavía lo está, pero también es rencoroso. Estoy seguro de que si me viera, me mataría, porque, aunque sería su palabra contra la mía y hace mucho que la guerra terminó, no le gustaría que contase al mundo lo que sé.
Intenté hablar pero se me entrecortó el aliento. Probé otra vez.
– ¿Cómo se llama? -dije. Pero no necesitaba preguntarlo: ya lo sabía.
– Se llama Pearson. Jacob Pearson.
Me había puesto en pie y estaba a punto de cruzar la puerta cuando la mano de Lavien me agarró del brazo y tiró de mí hacia la mesa. El hombrecillo debía de pesar una tercera parte que yo, pero tenía una fuerza descomunal. Dudo que hubiera podido desasirme.
– Espere -dijo en un tono tranquilo, pero claramente imperioso.
– No me diga que espere -repliqué, aunque me había detenido sin tener intención de hacerlo-. No me puede aconsejar cautela. Ese hombre destruyó mi vida y ahora destruye la de ella. Pero ¡si destruye incluso la de sus hijos, por el amor de Dios! ¿Cómo quiere que espere?
– Me ha malinterpretado -dijo Lavien-. No le pido que se contenga. ¿Ha olvidado con quién está hablando? Solo le pido que espere.
– ¿Y qué tengo que esperar? -pregunté, con los dientes apretados.
– No está pensando con sensatez -replicó-. Ha permitido que la rabia le nuble la razón. No ve lo que veo yo.
– ¿Y qué ve? -quise saber.
– No nos lo está diciendo todo -respondió, mirando a Turner. Me volví hacia el viejo, que jugueteaba, nervioso, con un anillo que llevaba en un dedo. Yo no albergaba odio hacia él. No, no le había hecho una sola recriminación, pues había escuchado su alegato original y, aunque los traidores no me gustaban, no podía condenar a un hombre que amaba a su país, por equivocado que estuviese. Eso fue lo que dije y él me creyó porque lo había visto en mí. Y, sin embargo, seguía dándole vueltas al anillo en torno al dedo con gesto nervioso. Lo miré y él desvió la vista. Entonces, me volví hacia Lavien.
– No nos lo está contando todo -repetí.
Me senté. Lavien hizo lo propio. Leónidas no había llegado a levantarse, pero pareció comprender de inmediato nuestro estado de ánimo.
– Hay más -dijo Leónidas.
Asentí. Y me volví hacia Turner y le dije:
– Hay más.
Turner continuó dando vueltas al anillo. Se había sonrojado.
– Se lo he contado todo, todo lo que les interesa saber. Hay más secretos, por supuesto. Yo era espía y estábamos en guerra, pero no tengo nada más que decir que lo concierna a usted.
– Hay más -repetí-. ¿Adonde podríamos llevarlo? ¿A casa de usted, Lavien?
– No puedo llevar la violencia al hogar en el que viven mi esposa e hijos -respondió-. En casa soy un hombre distinto. Tiene que ser a otra parte.
– Yo vivo en una casa de huéspedes -anuncié-. Allí no podemos interrogar a nadie.
– Alquilen una habitación aquí -propuso Leónidas-. Es una taberna muy ruidosa. Nadie oirá nada.
– Muy listo -repliqué.
– Un momento -dijo Turner, cuya expresión había pasado del terror a la confusión y de nuevo al terror-. Señor Lavien, usted me dijo que recibiría una recompensa por la información y que, siempre y cuando le dijera la verdad, no sufriría consecuencias. No le he dicho más que la verdad.
– Y yo le dije que tenía que contarnos toda la verdad -replicó Lavien-. El capitán Saunders cree que miente Yo creo que miente. Leónidas cree que miente. O nos lo dice todo ahora o tendrá que decírnoslo en privado.
– No tengo nada más que decir -espetó Turner.
– ¿Serías tan amable de alquilarnos una habitación? -Lavien le lanzó una moneda a Leónidas-. Lo más lejos posible de la sala principal.
Leónidas fue a cumplir el encargo.
– No pueden obligarme a nada en contra de mi voluntad -Turner seguía mirando con nerviosismo a su alrededor-. Me pondré a gritar.
– Si lo hace -dije-, nos veremos forzados a decir a los parroquianos que fue espía británico durante la guerra y que participó en una conspiración contra los patriotas. Y no podríamos salvarlo de la turba aunque quisiéramos. Si tiene ganas de vivir, mejor que pruebe fortuna con nosotros.
– Prefiero no hacerlo. -Se puso en pie, pero volvió a sentarse enseguida y vi que Lavien le había puesto la punta de su afilada navaja en la espalda, a la altura del riñón.
Al cabo de un momento, Leónidas nos indicó con un gesto que ya tenía la habitación.
– Si no viene con nosotros tranquilamente y en silencio, morirá -le dijo Lavien a Turner-. ¿Me cree?
Turner asintió.
– Bien. Si viene con nosotros, si coopera, vivirá. No puede ser más sencillo.
Nos levantamos los tres y avanzamos hacia Leónidas. Yo abría la marcha, seguido de Turner y Lavien. Subimos un tramo de escaleras y luego otro. Leónidas nos llevó a una alcoba de la parte trasera. Las puertas de tres de las otras cinco habitaciones estaban cerradas y oímos crujidos del suelo de madera, muebles que se movían y gemidos apagados de pasión. Las alcobas de aquella taberna las utilizaban las prostitutas, lo cual nos iría muy bien. Los clientes ya estaban acostumbrados a que a veces hubiese ruidos extraños.
La habitación medía unos cinco pasos por seis, pero bastaría. Una vez dentro, Lavien cerró la puerta. Miré alrededor y descubrí un colchón viejo y sucio, un par de sillas y una mesita para comer o beber. De un empujón, Lavien obligó a Turner a sentarse en una de las sillas. Cerró la ventana y la habitación quedó casi a oscuras.
– No hace mucho que conozco al señor Lavien -le dije a Turner-, pero, por la impresión que he sacado de mi limitada experiencia con él, debería estar usted muy asustado.
– Si se lo cuento todo -susurró Turner-, me matarán.
– Es una posibilidad -terció Lavien-, pero no una certeza. Dependerá, por supuesto, de lo que diga y de lo mucho que nos haga trabajar para conseguirlo. Pero si no nos lo dice, recurriremos a lo que sea para que hable y, si no lo hace, lo mataremos. Ha admitido que hay más, por lo que no tenemos ninguna razón para no inducirlo a hablar.
Lavien utilizó la navaja para cortar una tira de tela del sucio cubrecama del colchón.
– No nos devolverán el depósito de la habitación -comentó Leónidas.
– ¿Qué está haciendo? -preguntó Turner.
– Un pequeño truco que aprendí en Surinam -respondió Lavien-. Cortas un trozo del cuerpo del hombre, se lo pones en la boca y lo amordazas. Lo dejas sentado con su propia carne sanguinolenta en la boca -funciona mejor bajo el sol tropical, pero aquí también lo hará- y, por lo general, se muestra dispuesto a cooperar. Al hombre del que aprendí el truco le encantaba hacerlo con el pene. Es simbólico, pero a mí me parece devastador. Un hombre sin pene se hunde enseguida en la desesperación. Yo prefiero utilizar una oreja.
– No, no va a… -Turner empezó a levantarse.
– ¡Siéntese! -gritó Lavien. Su voz sonó tan dura, tan imperiosa, que para resistirse a ella hubiese sido necesario un hombre con una voluntad divina. Turner se sentó.
– Leónidas, sujétale los brazos a la espalda. Con fuerza. No quiero que se mueva mientras hago esto.
Fue llegado aquel punto cuando empecé a entender lo que estaba ocurriendo allí exactamente. Si Turner poseía información sobre acontecimientos ocurridos hacía tantos años, yo también la necesitaba, por supuesto. No me marcharía de aquella alcoba sin ella. Por lo demás, había visto con mis propios ojos no solo la determinación de Lavien, sino también su crueldad. La noche que nos conocimos, si yo no hubiese intervenido, habría mutilado a Dorland. Ahora, no podía objetar que asustase a Turner o incluso que le pegara un poco. Cortarle la oreja a un hombre y ponérsela en la boca, sin embargo, era harina de otro costal.
– Espera, Leónidas -dije, volviéndome hacia Lavien-. Una palabra.
– No -respondió-. Lo haré a mi manera.
– Es mi pasado -repliqué.
– Y es mi sentido de la justicia. ¿Voy a perdonar a este hombre solo porque a usted no le guste mi método de obtener la verdad?
– Sí -respondí.
Lavien sacudió negativamente la cabeza.
– ¿Quieres ayudarme, Leónidas? -dijo.
– No lo hagas -le ordené.
Sin embargo, Leónidas no me obedeció. Se plantó detrás de Turner, lo sujetó con fuerza y le hizo un pequeño corte que sangró.
– Es su última oportunidad -dijo Lavien.
– Está usted loco -masculló Turner-. Se lo diré, no me corte la oreja.
– Leónidas, sujétale los brazos donde los tiene ahora -dijo Lavien-. Si me parece que se calla algo, te pediré que le disloques los hombros.
– Tal vez necesite varios intentos -comentó Leónidas.
– Hazlo lo mejor que puedas. Y ahora, señor Turner, cuéntenos su secreto.
Permaneció callado quince segundos. Treinta. Lavien sacudió la cabeza.
– Me está haciendo perder el tiempo -dijo, mientras daba un paso al frente blandiendo la navaja.
– Lo matamos nosotros -dijo Turner.
Si yo me hubiera imaginado una escena así, habría pensado que Turner hablaría chillando, pero pronunció aquellas palabras en voz baja, como si añadiera una información de cierta importancia a una conversación en curso.
Lo miré. No fue necesario que le preguntase más.
– Fleet. Volvió a Filadelfia a buscarme, tratando de limpiar su nombre. Iba a las tabernas, hacía preguntas, se acercaba. Los detalles no importan, supongo. Lo único que necesitan saber es que Pearson estaba al tanto de que Fleet lo buscaba, de que nos buscaba, y me pidió ayuda. No dijo para qué, y no sé si se la habría prestado de haberlo sabido. Abordé a Fleet. Estaba en una taberna, borracho y enojado, y le pedí que saliera a la calle conmigo porque conocía a un hombre que podía responder a sus preguntas. Salimos a la oscuridad de la calle y Pearson lo golpeó en la cabeza con un martillo. Luego, lo apuñaló. A Fleet no lo mataron en una pelea de borrachos. Jack Pearson lo asesinó.