Ethan Saunders
La mañana despuntó en Nueva York. Leónidas y yo desayunamos juntos y le informé de que no perderíamos ni un instante y seguiríamos avanzando hacia nuestro objetivo. Para ello, dije, pasaríamos el día -si no surgía algo de mayor interés- en el Café de los Mercaderes. De la época en que yo había vivido en la ciudad, sabía que el local era el centro financiero de Nueva York. El Café de los Mercaderes, en la esquina de Wall Street con Water Street, estaba en un hermoso edificio al estilo de Nueva York, con un audaz diseño exterior y un interior espacioso. El bar del local era cómodo y acogedor, con varias chimeneas ardiendo y gran profusión de velas para que la estancia estuviese bien iluminada. Allí se reunía un amplio surtido de caballeros, pero casi todos ellos me parecieron tan gordos y viejos que no me inspiraron ningún respeto.
Leónidas atrajo unas cuantas miradas curiosas de los que se sentían incómodos con la idea de relacionarse socialmente con negros y sugirió que sería mejor que regresase a nuestros aposentos, pero yo no lo dejé marchar.
– Necesito tener a alguien con quien hablar. Pienso mejor cuando expreso mis ideas en voz alta.
– Entonces, bien podría contratar a una ramera para que se sentara a hablar con usted, si el resultado va a ser el mismo.
– No seas susceptible, pareces un pretendiente al que le hayan dado calabazas. En cualquier caso, has de saber que ahora eres más que una persona con la que puedo dialogar. Estás resultando ser un espía muy hábil, Leónidas.
– Pero ¿y mi aspecto? -preguntó, aunque parecía complacido por mis elogios-. A los inversores no les gusta que haya un negro aquí.
– Más poderosas aún que esa aversión son su codicia y su indiferencia. Si existiera un manual instructivo como, por ejemplo, Aprenda a ser espía, o algo por el estilo, uno de los capítulos te recomendaría actuar, en cada ambiente, como si fuera el tuyo propio. Eso, más que ninguna otra cosa, te mantendrá a salvo. Y ahora, veamos qué tipo de problemas podemos causar.
– Eh, usted -dije, deteniendo a un inversor que pasaba-. ¿Es cierto que el Banco del Millón se inaugurará la semana próxima?
– Sí, pero ¿a qué viene eso? -preguntó con un bufido-. El Banco del Millón es una farsa, una estratagema basada en la codicia y la perversidad política. Solo un idiota perdería dinero en eso.
– ¿Está seguro? -inquirí fingiendo sorpresa-. Sé de cierto que Duer piensa invertir mucho en él. ¿Cómo va a estar equivocado el gran Duer?
– ¿Está seguro de lo que dice?
Algo cambió en la expresión del hombre.
– Lo he oído de sus propios labios -respondí.
– Por el amor de Dios, entonces no se lo diga a nadie más -replicó, marchándose a toda prisa.
– Habrá tormenta -le dije a Leónidas-, pero a uno le puede llover encima o puede provocar la lluvia. Me gusta mucho más la segunda posibilidad.
– Y él, ¿qué cree que prefiere? -preguntó Leónidas, señalando una mesa que estaba al otro lado de la sala.
Allí, bebiendo café y con una expresión de seriedad absoluta, se hallaba mi viejo amigo Kyler Lavien.
Estaba solo en la mesa, por lo que Leónidas y yo nos acercamos y nos sentamos con él.
– Buenas tardes, Leónidas, capitán Saunders… ¿Qué están haciendo aquí?
– Ya sabe lo que hago aquí -respondí-. Busco a Pearson.
– Comprendo que tiene una buena razón para hacerlo -sonrió Lavien- y él tiene una buena razón para temer el encuentro, pero eso no explica que fuera a Greenwich a ver a Duer.
– ¿Se ha enterado de eso?
– Yo me entero de todo -respondió, inclinándose hacia delante-. Al final, por lo menos. Quiero que no se acerque a Duer.
– Duer es mi mejor oportunidad para encontrar a Pearson. En sus tratos hay algo deshonesto pero, en cierto modo, parece que hacen negocios juntos y, al menos para Pearson, son negocios desesperados. Si le complico las cosas a Duer lo suficiente, Pearson aparecerá.
– Si descubro dónde está Pearson, se lo diré.
– Se lo agradezco -dije-, pero confío en que no le importe que siga buscando por mi cuenta.
– Pues resulta que sí me importa. Hay en juego cosas…, asuntos delicados y no puedo arriesgarme a que actúe por su cuenta.
– Entonces, permítame colaborar -razoné-. Dígame qué tengo que hacer.
– No tengo permiso para eso. Usted, precisamente, debería comprender que estoy en una posición delicada. Si de mí dependiera, confiaría en usted, pero debo actuar solo y usted debe mantenerse al margen de todo lo que tenga que ver con el Banco de Estados Unidos y no acercarse a Duer. -Se puso en pie-. Usted y yo hemos sido amigos, Saunders, pero no me ponga a prueba en esto. Ya sabe de lo que soy capaz. Que tenga un buen día.
– No está contento -comentó Leónidas, mirándolo mientras se marchaba.
– Ha sido muy descortés por su parte descargar su frustración en nosotros, ¿no crees?
Llamé al chico que servía las mesas para pedirle bebida, pero no se acercó. En cambio, un viejo con un delantal muy sucio vino a nuestra mesa.
– ¿Es usted Saunders? -preguntó.
Leónidas se irguió considerablemente en la silla. No sé para qué se preparaba pero supongo que, después de diez años a mi servicio, sabía que, cuando un desconocido me identificaba, aquello podía significar problemas.
Le dije que sí, que era quien pensaba, pero no había en el viejo nada amenazador. De hecho, se deshacía en sonrisas.
– Muy bien, señor. He de comunicarle que su consumición, solo de bebidas, bebidas espirituosas, ya me entiende, está pagada y no le costará un céntimo. ¿Quiere que le traiga una botella de nuestro mejor clarete, señor?
– Sí, eso estaría muy bien. Mejor traiga dos -respondí.
– Ah, muy bien, señor. El vino llegará enseguida.
El viejo hizo una reverencia y se alejó caminando hacia atrás varios pasos como si temiera que lo atacase cuando se volviera.
– Duer quiere que se emborrache -dijo Leónidas.
– Es evidente.
– Está claro que tiene miedo del daño que usted puede hacerle.
– Ciertamente.
– ¿Y qué va a hacer al respecto?
– Beber su vino y, luego, hacerle daño.
Acompañados de un vino que estaba muy bueno, realmente, pasamos varias horas observando las pequeñas transacciones que tenían lugar a nuestro alrededor. A las tres de la tarde, se produjo un gran éxodo hacia una de las salas grandes del establecimiento, donde tuvo lugar una subasta de títulos del gobierno dirigida por un hombre llamado John Pintard. Fue un acto ruidoso y alborotado y las cosas ocurrían tan deprisa que me costaba seguir quién vendía y quién compraba. Duer no asistió, pero vi a aquel hombre suyo desmesuradamente alto, Isaac Whippo, apostado en la parte trasera de la sala, observando cada transacción.
Después, volvimos al bar y lo mismo hicieron casi todos los especuladores. La subasta resultó ser el acto más ordenado y organizado de la jornada, porque las verdaderas transacciones tuvieron lugar más tarde, con más comodidad e intimidad.
Whippo se marchó después de la subasta, lo cual, pensé, me beneficiaba. No quería que presenciara mis asuntos. Sentarme a mirar y escuchar lo que decían los hombres me había resultado útil. Hacerlos hablar conmigo, ofreciéndoles como incentivo aquel vino excelente, todavía me proporcionaría más ventajas. Decidí que sería un error, un gran error por mi parte, no utilizar en contra de Duer su ataque a lo que él tomaba por debilidad por mi parte y divulgué que compartiría mi botín con cualquiera dispuesto a compartir información sobre aquel hombre. No se formó una cola, exactamente, pero cuando un hombre se levantaba de mi mesa, se sentaba otro. Escuché lo que cada uno exponía y formulé preguntas ocasionales sobre Pearson, aunque estas dieron muy pocos frutos. Algunos sabían quién era y lo habían visto en Nueva York, aunque no recientemente. Otros dijeron que trabajaba con Duer, pero ninguno estaba al corriente de en qué ni con qué objetivo.
En cambio, sobre Duer sí que averigüé muchas cosas, aunque buena parte de ellas eran contradictorias. El Banco del Millón estaba en boca de todo el mundo, ciertamente, y si bien casi todos los hombres habían absorbido el mensaje que Duer quería que recibiesen -que aquel proyecto era un desastre fiscal inminente-, también me gustó escuchar el mismísimo rumor que yo había divulgado aquella mañana: que el Banco del Millón estaba destinado a ser una gran institución y que el propio Duer había invertido abundantemente en ella.
Llevaba casi dos horas poniendo en práctica mi plan y empezaba a cansarme, cuando una sombra cruzó mi mesa y una voz familiar me saludó. El hombre no tenía una estatura destacada, exhibía una calva incipiente y lucía un elegante traje nuevo de color azul claro. Tardé unos momentos, pero lo reconocí porque me lo habían presentado en casa de los Bingham. Era el coronel Aaron Burr, el nuevo senador por Nueva York.
– Esperaba encontrarme de nuevo con usted -dijo y se sentó sin esperar a que lo invitase.
Le presenté a Leónidas y este le dirigió unas cuantas palabras agradables e intrascendentes, como hacía siempre que yo lo trataba como a un igual. Burr miró la botella de vino, pues era evidente que había oído el rumor de que mi suministro no se terminaba. Pedí un vaso limpio y otra botella.
– ¿Qué le trae a Nueva York, Saunders? -Con el vino en la mano parecía más relajado-. Sé que ha estado haciendo averiguaciones sobre Duer. ¿Son pesquisas para Hamilton?
– Se trata simplemente de que soy muy curioso -respondí.
Burr sabía cuándo intentaban confundirlo y tuve la seguridad que él era un experto en hacerlo.
– Entonces, ¿no trabaja por cuenta del Departamento del Tesoro?
– Trabajo por cuenta propia -respondí, como si aquello solo fuera más conversación informal-. Dígame, ¿ha visto a Jacob Pearson aquí, en Nueva York?
– Lo he visto en Nueva York, pero no recientemente. ¿Qué quiere? ¿Organizar una reunión con nuestro pequeño círculo de la casa de los Bingham?
– ¿Qué quiere decir?
– Bueno, nosotros dos, Pearson y esa deliciosa señora Maycott.
– ¿La señora Maycott está en Nueva York? -Aquello se ponía interesante.
– Oh, sí. Ocupa unas habitaciones en una casa de huéspedes de Wall Street, aunque deberá ir con cuidado. Una viuda rica siempre es un objetivo apetecible, pero su irlandés no permite que los pretendientes se acerquen demasiado.
Resultaba tentador sacar conclusiones apresuradas, pero no podía saber si era el mismo irlandés al que había conocido delante de la Cámara Legislativa. En Nueva York había más irlandeses que en Irlanda.
– ¿Conoce a su guardián? -pregunté.
– Oh, sí. Un individuo cuya presencia impone. No es joven, pero es alto, calvo como un huevo y huele a whisky. No recomendaría a nadie que lo enojara.
La encantadora y hermosa señora Maycott, que afirmaba ser mi mejor amiga en aquel asunto, estaba conchabada con aquel irlandés calvo y gigantesco de la Cámara Legislativa. La noticia era inquietante de veras.
– En lo que a Pearson se refiere -prosiguió-, el asunto es más complicado. Dicen que se esconde del Departamento del Tesoro, aunque nadie sabe exactamente por qué. Supongo que por eso, precisamente, Freneau se encuentra aquí, en Nueva York. Seguro que él desea encontrar a Pearson tanto como usted, aunque por motivos distintos.
– ¿Philip Freneau? -intervino Leónidas-. ¿El del periódico de Jefferson? ¿Qué tiene que ver en todo esto?
– No lo sé -respondió Burr-, pero, si desea saberlo, no conozco ningún método mejor de averiguar la verdad que preguntárselo directamente. Está ahí sentado, al otro lado de la sala.
Por fortuna, tuvo la sensatez de hacer solo un leve gesto con la cabeza. Miré hacia donde me indicaba y allí estaba un hombre al que reconocí. No pude disimular mi asombro. Conocía el nombre del caballero y también su rostro, pero no había nunca relacionado las dos cosas. Era el hombre con cara de sapo al que había visto vigilarme por toda Filadelfia. Estaba sentado detrás de una columna y su rostro quedaba casi ensombrecido. En aquel momento miraba hacia otro lado, pero cada pocos minutos volvía la cabeza hacia mí y escribía una perezosa nota en un trozo de papel. El hombre que aparecía dondequiera que yo fuese era el periodista del diario de Jefferson.
– Lleva tiempo siguiéndome -le dije a Burr-. ¿Tiene idea de por qué?
– Supongo que creerá que usted puede llevarlo a un reportaje para su periódico y, si es para su periódico, debe de ser algo que deje a Hamilton en mal lugar.
– ¿Conoce a ese hombre? -inquirí.
– No muy bien, pero lo conozco un poco. Hemos tenido unos cuantos encuentros sociales.
– ¿Es un hombre atlético? -pregunté-. ¿Posee coraje?
– Que yo haya visto, no -respondió Burr.
Miré a Leónidas.
– Bien -dijo este.
Al poco rato, él señor Burr se excusó y se marchó. Leónidas y yo agasajamos a otros especuladores que querían beber clarete y que dejaron caer algunas insinuaciones más sobre el Banco del Millón, pero no aparté los ojos del señor Freneau, el de la cara de sapo. Cerca de las ocho, se marchó del local, y Leónidas y yo lo seguimos. No había ninguna garantía de que su camino pudiera brindarnos una oportunidad, pero resultó que las calles estaban tranquilas y mal iluminadas, por lo que no fue difícil encontrar la ocasión.
Nos acercamos a él en silencio por detrás y Leónidas echó el hombro hacia delante y le dio un buen golpe en la espalda. Leónidas retrocedió -los hombres se indignan más cuando descubren que los ha derribado un negro- y yo me adelanté unos pasos y ocupé su lugar.
– Le pido perdón -dije, recogiendo la bolsa que el señor Freneau había dejado caer como resultado inevitable del golpe, expertamente dirigido, que le había propinado Leónidas. Estaba oscuro, por lo que me resultó fácil hurgar en su interior, sacar un fajo de papeles doblados y metérmelos en la chaqueta-. Tenga, señor, su bolsa -dije, mientras se la tendía.
– Lo ha hecho a propósito -dijo él y me arrebató la bolsa con ira.
– ¿Por qué razón iba a derribar a propósito a un desconocido? -pregunté.
– Vamos, Saunders. A estas alturas, seguro que ya sabe que he estado vigilándolo.
– ¿Es posible? -pregunté, boquiabierto.
– Dedíquese a jugar, si quiere -replicó Freneau-, pero pienso que ha llegado el momento de que tratemos el asunto abiertamente.
Dado que los documentos de Freneau obraban en mi poder, me creí con ventaja y por ello lo invité a que me acompañase a la taberna de Fraunces. Me alegró escapar del frío y nos pusimos cómodos cerca del fuego. Antes de que pudiese pedir que nos sirvieran, el cantinero se acercó a informarme de que Duer había hecho el mismo trato con él que con el dueño del Café de los Mercaderes, por lo que le pedí que trajera dos botellas de su mejor vino. No las quería para mí; solo me proponía que Duer pagara y que pensara que dependía de su generosidad más de lo que era cierto.
– Bien -le dije a Freneau-, tal vez ahora me diga qué quiere de mí.
– Ya sabe lo que quiero. Quiero saber en qué andan metidos Duer y Hamilton.
– No andan metidos en nada juntos.
– Juntos, separados, qué más da. Ya verá que es todo lo mismo. Vamos, hable. Hace tiempo que se cuece algo y yo me lo barrunté enseguida. Estamos en año de elecciones, ¿sabe? Y a mis lectores tengo que darles la verdad.
– Quizá sería mejor que antes nos dijera lo que sabe, porque yo también necesito la verdad. Usted diga lo que sabe y yo añadiré lo que pueda.
Freneau apretó los labios de satisfacción y todavía se me antojó más anfibio.
– Sé que Duer quiere ser propietario del Banco del Millón, pero va diciendo por ahí que el plan fracasará, pero solo lo hace para que él y sus agentes puedan obtener más acciones.
– ¿Y qué hay de malo en eso? Muchos pronostican que el banco no sobrevivirá, pero si Duer quiere invertir en él, puede hacerlo, ¿no?
– Duer miente. Avisa a todo el mundo de que se abstenga de participar en la apertura del Banco del Millón, pero planea intervenir con sus agentes para hacerse con una cantidad de acciones que le permitan tener control de la institución. ¿Y qué ocurre entonces? Es un banco nuevo. Todo el mundo lo mira con interés y entusiasmo. El valor de las acciones sube e, inevitablemente, el de las acciones de los otros bancos desciende. Puede ser algo transitorio, pero así ocurre. Sin embargo, si un hombre controla acciones suficientes de un banco, puede utilizar el valor artificial del precio hinchado de tales acciones para acaparar una posición de control en otro banco. En este caso, Duer cree que puede utilizar el Banco del Millón para hacerse con el control del Banco de Estados Unidos. Cuando termine, el hombre más venal de América tendrá en sus manos las finanzas de la nación y Hamilton no habrá hecho otra cosa que entregarle su banco.
– Esto es una fantasía de los adversarios de Hamilton -dije-. ¿Por qué iba a querer Hamilton sacrificar el banco, si es de lo que está más orgulloso, entregándoselo a Duer?
– Hamilton desea borrar las diferencias entre el gobierno y los intereses financieros -respondió Freneau-. Quiere ser más británico que los británicos, construir una nación corrupta, gobernada por los ricos que explotan la tierra y a sus gentes como si fueran una fábrica para su codicia.
– Debe de ser agradable creerse las propias mentiras -comenté.
– Tengo pruebas suficientes. -Dio unos golpes en la bolsa-. Puedo demostrar qué clase de monstruo es Duer. Sus agentes en Filadelfia, Baltimore y Charleston venden corto bonos del gobierno, corre la voz y el precio baja. Entonces, sus agentes en Boston y Nueva York los compran a precio reducido.
– Pero, eso, ¿cómo lo ayuda? -inquirí-. Un grupo de agentes pierde dinero, el otro lo gana. ¿No elimina eso sus beneficios o los reduce mucho?
– Así sería -respondió Freneau-, si los agentes que venden corto utilizaran dinero de Duer. No, estos tipos son más bien socios y están convencidos de que comparten riesgos y beneficios con el gran hombre. No lo saben, pero Duer los sacrifica a fin de ganar lo que imagina que es el no va más de la riqueza.
– ¿Y Jacob Pearson es uno de esos hombres? -quise saber.
– Sí -respondió el periodista-. Duer casi ha arruinado los valores en cartera de Pearson, pero él es tan estúpido que no se da cuenta. Lo que queda de la riqueza de Pearson se invertirá en el Banco del Millón, y entonces Duer le ofrecerá ayuda a Pearson para pagar la nueva deuda a cambio de sus acciones del Banco del Millón.
– Ese no puede ser el único medio que tiene Duer para hacerse con el control del banco.
– No -dijo Freneau-. Tiene otros agentes, hombres que, el día de la inauguración, utilizarán el dinero de Duer para comprar.
– ¿Sabe quiénes son?
– Tengo esa información -dijo Freneau, dando de nuevo unos golpecitos a su bolsa-. Pero ha llegado el momento de que sea usted quien me cuente algo.
– He oído el rumor de que Pearson está en Nueva York. ¿Sabe si es cierto?
– He oído que sí, pero también he oído que no desea que nadie conozca su paradero.
– Entonces, ¿no puede decirme nada al respecto?
– Nada -respondió Freneau-, pero uno nunca sabe cuándo le llegará nueva información. Seamos amigos, señor, y tendré presentes sus preguntas.
Yo estaba distraído, pensando en Pearson, en que había pegado a Cynthia, en que le había propinado un puñetazo en la cara. Pensé en que había amenazado a sus propios hijos. Había creído que el periodista me diría algo, pero no sabía nada al respecto. Si Freneau me engañaba en algo, decidí, era sobre sus posibilidades de averiguar, todavía, la información que yo quería.
– Muy bien -murmuré.
– Hábleme de Kyler Lavien -me dijo.
Aquello me hizo regresar a la conversación. Ignoraba cuánto sabían Freneau y los jeffersonianos de Lavien, pero, por poco que fuera, era mucho.
– ¿Quién? -Lo miré a los ojos e hice todo lo posible por parecer asombrado.
– No me haga parecer estúpido -replicó.
– ¿Cómo puedo yo intentar algo que la naturaleza ha plasmado con tanta perfección?
– ¿Incumple su palabra para proteger a un bribón como Hamilton? -Freneau se irguió en la silla.
– En cierto modo, le he tomado afecto a Hamilton -dije-. Descubro que es un hombre honrado y no contribuiré a que un chacal sediento de sangre como usted difame su nombre porque se niega a reconocer que Duer y él, por más amigos que fueran en otros tiempos, están ahora enfrentados. ¿Por qué no fomenta la causa de su republicanismo democrático con la verdad? Si no puede, es que tal vez no merezca ser fomentada.
Freneau prefirió actuar como si no me hubiera oído.
– Le he pedido que me hable de Lavien -dijo.
– No puedo contarle nada de una persona cuyo nombre escucho por primera vez. ¿Es el embajador francés? Tal vez Jefferson lo conozca por todo el tiempo que pasó en París, comprando vinos y muebles, mientras los demás librábamos una guerra.
– Lamento haberle contado nada -dijo Freneau con cara de pocos amigos. Los ojos le sobresalían-. Me gustaría recuperar mis palabras.
– Y a mí me gustaría que todos los niños del mundo recibieran flores hermosas como regalo. Ahora váyase, que es usted Un fastidio. No me moleste más.
– Lamentará haberme utilizado así -replicó Freneau.
– No creo -dije-. En realidad, creo que, cuando recuerde esta conversación, lo haré con placer. Ahora, váyase antes de que le pida a mi hombre que lo derribe otra vez.
Leónidas le sonrió y aquel gesto fue el argumento definitivo. El periodista se puso en pie, nos lanzó una mirada llena de resentimiento y salió de la taberna.
Había albergado la esperanza de que aquella noche encontraría a Pearson, pero mis planes se habían ido al traste. Aun así, no podía decirse que hubiese sido una velada desastrosa. En realidad, tenía todos los motivos del mundo para sentirme satisfecho de mí mismo y, con aquella idea en la mente, saqué los papeles que había cogido de la bolsa de Freneau y me dispuse a leer lo que tenía que explicar.