Capítulo 44

Joan Maycott


Marzo de 1792


Las cosas empezaron a ocurrir no precisamente deprisa, puesto que los acontecimientos se fueron sucediendo a lo largo de varias semanas, pero lo hicieron, a decir verdad, con una consistencia que, vista después con el ojo de la historia, daría la impresión de rapidez. Duer intentó seguir adelante con su plan de controlar los bonos al seis por ciento, pero su fracaso con el Banco del Millón fue un revés público. Corrió la noticia de que sus planes le habían fallado y, al final, su nombre quedó empañado.

Poco después, el Banco de Estados Unidos empezó a restringir el crédito y a exigir el pago de los préstamos, incluidos unos cuantos de Duer que este tendría dificultades para devolver, si no le resultaba imposible del todo. Y luego llegó el último golpe. El Departamento del Tesoro abrió una investigación sobre la actuación de Duer en el antiguo Consejo del Tesoro -la misma que yo había descubierto- y supo que se había apropiado ilegalmente de 236.000 dólares. Duer presentó alegaciones y escribió a Hamilton, pidiéndole paciencia, pero aquello no eran más que tácticas dilatorias y ahora solo era cuestión de esperar lo inevitable.

El gran especulador ya no aparecía por el Café de los Mercaderes. No podía pedirle a ninguno de sus agentes que cumpliera sus órdenes. O se habían arruinado, o no permitirían que la nueva ignominia de Duer los manchara. Lo que hizo este fue atrincherarse en su casa de Greenwich Village y, supongo, intentar convencerse a sí mismo de que, después de incluso las peores tormentas, llegaba la calma. Un hombre que había aguantado tanto también aguantaría aquello.

Se aventuraba a salir de vez en cuando para atender asuntos privados y, en una de esas ocasiones, hacia el final, acudió a verme. Lo recibí en el salón. A diferencia de Pearson el día del lanzamiento del Banco del Millón, él se presentó pulcramente ataviado y, si alguien hubiese ignorado sus circunstancias, jamás habría sospechado que estaba en peligro. Yo solo lo vi como el buitre que sobrevuela en círculos el cuerpo agonizante de una nación corruptible.

Tomó un sorbo de jerez y me sonrió. Me preguntó cómo estaba y si tenía informaciones que darle. Yo me entretuve en charlas triviales pero, al final, me vi obligada a volver al asunto que le preocupaba.

– No me gusta repetir las noticias desagradables que leo en la prensa -me aventuré a decirle-, pero usted y yo hemos mantenido una gran amistad y no puedo fingir que esas informaciones no existen.

– No tiene que preocuparse por mí -dijo-. Saldré de esta. En la vida de un inversor, siempre hay momentos de crisis. Esto no es más que una distracción.

Bebí un sorbo de jerez pero no aparté los ojos de él ni un momento.

– Me gustaría saber cómo se librará de estas dificultades.

Me miró y quizá vio algo nuevo en mí. Es probable que lo viera, pues yo me estaba cansando de disimular. En realidad, no veía ninguna razón para seguir haciéndolo.

– Su tono, señora, insinúa que no cree que me recuperaré.

– Según mis cálculos, debe más de medio millón de dólares y eso presupone que liquidará sus bienes de valor real, incluida su casa. Los acreedores como el Banco de Estados Unidos no se dan por vencidos fácilmente y me parece que los panaderos y los toneleros de la ciudad de los que ha tomado prestado no serán más compasivos. En realidad, tiene más que temer de ellos que de la Ley.

Calló un largo instante, como esperando encontrar unas palabras que borrasen las que yo había dicho, unas palabras que lo convirtiesen todo en un gran chiste.

– No… no comprendo por qué me habla así.

– Solo le digo la verdad. La verdad le gusta, ¿no es cierto? -Dejé la copa en la mesita, crucé las manos sobre el regazo y lo miré hasta que apartó los ojos.

– ¿Es por el dinero? -inquirió-. ¿Todo se reduce a esto? ¿Teme que pronto yo no valga nada y por eso se burla de mí?

– Incluso en sus momentos de congoja, usted no es más que un ser codicioso. ¿Cree que en el mundo lo único que cuenta es el dinero? ¿Cree que solo nos preocupamos de la riqueza? Todo eso no significa nada para mí. ¿Le he pedido alguna vez un céntimo? No, nunca. No he querido nunca nada de usted y, usted, sin embargo, ni lo ha notado.

– No sé cómo responder a esto. -Se secó las manos en los pantalones pero no se puso en pie.

– Cuando buscó mi compañía por primera vez -proseguí-, pensé que me presionaría para que le hiciera el más íntimo de los favores. ¿Sabe que, si me hubiesen dado a elegir entre ceder o causarle disgusto, habría cedido? Eso indica lo mucho que deseaba que me apreciara, que confiara en mí. Pero usted no quería los placeres de la carne. Solo quería sentirse hábil e importante, y no tuve que hacer otra cosa que alabar sus ideas y confirmar su autoestima. Y ahora está arruinado, arruinado más allá de toda redención, y nada lo salvará. Ha contraído deudas de una cuantía nunca vista en este continente, como las que un americano no podría pagar nunca, y si el populacho no lo ahorca, morirá en la prisión de morosos.

– Señora Maycott… -dijo.

Yo no estaba dispuesta a esperar. Le diría lo que tenía que decirle cuanto antes.


– Lo se me antoja extraordinariamente irónico es que, durante la Revolución, según me han contado, usted fue un auténtico patriota. Todavía no había permitido que la plaga de la codicia le devorara el corazón y lo redujese a la nada.

– ¿Por qué me tortura diciéndome estas cosas? ¿Qué le he hecho para que me deteste así?

– ¿Qué ha hecho usted? ¿No se acuerda? Estuvo en mi casa y nos mintió, a mí y a mi marido. Utilizó su influencia y su conocimiento y sus embustes para convencernos de que cambiáramos nuestra deuda de guerra por unas tierras sin valor en la frontera, donde su socio, el coronel Tindall, nos maltrató. Vi morir a Tindall, ¿sabe? Vi con mis propios ojos cómo lo ahorcaban. -Aquello no era estrictamente cierto pero, como advertí que Duer era presa de un terror cada vez más profundo, no pude resistirme a cierta teatralidad-. A usted no le importó destrozar nuestras vidas para hacerse rico y su codicia llevó a la muerte de mi marido y a la del niño que llevaba en mis entrañas, a manos de su socio. Toda esta muerte y destrucción puedo atribuírsela a usted porque nos engañó acerca de lo nos deparaba el futuro. Por eso lo he hecho, y ahora ya lo sabe. Se lo digo por la sencilla razón de que no tiene nada que hacer. Que lo sepa no lo salvará a usted, ni me perjudicará a mí. No he cometido ningún crimen del que pueda acusarme. Pero, aunque el hecho de que usted lo sepa me pusiera en peligro, se lo diría igual porque es importante que entienda que su ruina no es solo un contratiempo fortuito. Sufre las consecuencias directas de su ambición. Tendrá que pagar por todos esos crímenes y mil más, no me cabe duda, cuya existencia desconozco.

El señor Duer se puso en pie despacio y me miró implorante, como si yo tuviera poder para deshacer lo que había hecho.

– Nunca había conocido tanta maldad -dijo, despacio y reflexivamente-. Quizá no he sido siempre honrado en mis tratos. ¿Y qué? Hago negocios y soy un especulador, pero no me he alegrado nunca de la destrucción de los demás. Que mi sufrimiento le dé placer es intolerable.

– No me da placer -repliqué-. Y si busco venganza, no es por deseo, sino porque es mi deber. ¿Cómo podría vivir conmigo misma si lo dejo a usted continuar? He consagrado mi vida a destruirlo y, aunque ver su destrucción quizá me satisfaga, no me da ningún placer.

También nos haría ricos, a mí y a mis compañeros, pero decidí no mencionarlo porque Duer todavía podía hacerme daño. En lugar de ello, hice sonar la campanilla y le dije a la doncella que creía que el señor Duer ya había ocupado suficiente nuestro tiempo.


Mi conversación debió de propiciar un cambio en la conducta de Duer, un cambio notable para sus subordinados porque, a la mañana siguiente, mientras empezaba los preparativos para dejar mis habitaciones en Nueva York, se presentó el señor Reynolds. Había tenido la sensatez de no llamar y me esperaba a la puerta de la casa de huéspedes. Me disponía a tomar un coche de alquiler pero, antes de llegar a él, el señor Reynolds me salió al paso y me hizo una leve reverencia.

– Buenos días, señora. Qué tiempo más agradable, ¿verdad?

– ¿Qué puedo hacer por usted?

– Bueno, para serle sincero, podría darme un poco de dinero.

– Ya le he pagado suficiente por su silencio -repliqué.

– Cierto -admitió-, pero me lo he gastado, por eso quiero más.

– Eso no es culpa mía. -Lo miré con severidad.

Me enseñó sus dientes amarillentos y me pareció un perro gigante que se hubiera comido la cena de su amo.

– Pues a mí me parece que me lo dará. Ya compró mi silencio una vez, por lo que supongo que volverá a hacerlo. Oh, sí, ya sé, le hice ciertas promesas, pero, desde mi punto de vista, no creo que pueda hacer nada al respecto.

Irguió los hombros y se me acercó. Era más alto, más corpulento e indudablemente más perverso de lo que yo veía. O, al menos, más violento. Sin embargo, no me dejaría intimidar por aquella bestia. Me había enfrentado a cosas peores que él. Eso era lo que él no entendía, lo que nunca entendería: que existen límites a lo que se puede conseguir mediante las amenazas físicas.

– Yo no compré su silencio, señor Reynolds, solo lo alquilé, y el tiempo en que lo necesitaba ha pasado. Puede decirle al señor Duer lo que quiera. Supongo que Duer está fuera de sí, lo cual lo preocupa a usted, y por eso ha venido. Se barruntaba que el período en que podía pedirme dinero quizá tocaba a su fin, pero lo cierto es que ya ha concluido.

Acercó su cara a la mía, como si fuéramos amantes, y capté su olor a whisky y tabaco.

– Espero que no me esté poniendo a prueba, porque averiguaré si sus palabras son ciertas.

– Yo misma le he revelado ya todo eso a Duer -repliqué-. Sabe que he emprendido acciones contra él. Solo espero que no le deba mucho dinero a usted.

– Me lo ha estado devolviendo en pagos trimestrales, pero este año todavía no lo ha hecho -explicó Reynolds, apartándose.

Pasé junto a él y dejé que el cochero me abriera la portezuela. Monté en el coche y lo miré por la ventanilla.

– No verá un céntimo. Y espero que gane más de ciento cincuenta dólares al trimestre -le dije-. Si es así, considérese un perdedor. Buenos días, señor Reynolds. Por su propia seguridad, que esta sea la última vez que nos vemos.

Y lo fue, efectivamente, porque aquella misma noche me marché de Nueva York y me dirigí al lugar de la cita con casi todos los demás miembros de mi banda. Solo tres se quedaron en Nueva York a fin de proteger la misión de Saunders. Tras haber hecho tanto por ayudarnos, si adivinaba nuestro plan, todavía podría perjudicarnos. En Filadelfia, mis agentes habían hecho cuanto habían podido para despistarlo, pero aún era posible que se presentase en Nueva York, por lo que los hombres que se quedaron se asegurarían de que no intentaba hacernos daño y, si lo intentaba, tomarían las medidas necesarias para impedírselo.

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