Joan Maycott
Primavera de 1791
Hubo días perdidos. No me disculpo por esa debilidad aunque cuando volvió a mí un asomo de claridad, cuando escapé de la niebla más espesa de la aflicción, me prometí que nunca más, bajo ningún concepto, cedería a una enajenación semejante. Transcurrieron unos días en que mis enemigos comieron y durmieron y prosperaron y avanzaron hacia sus objetivos, mientras yo no hacía nada y, con ello, los ayudaba, pues así son las cosas cuando una se enfrenta a hombres malvados. Una debe resistir o, en la medida que sea, estará colaborando con ellos.
El día siguiente a su asesinato, enterramos a Andrew en el cementerio de la iglesia. En cuanto a Hendry, varios hombres del asentamiento llevaron el cuerpo a la ciudad y, sin ceremonias, lo arrojaron al fango de Pittsburgh, como se merecía. El contraste entre los dos no me produjo ninguna satisfacción. Después del funeral de Andrew, mis amigos me condujeron a la remota cabaña de caza que compartían los hombres del lugar. Me dijeron que era importante que no me quedara en mi casa, pues había sufrido daños en el incendio, aunque no había quedado destruida. Yo estaba demasiado sumida en mi propia confusión como para inquirir por los detalles.
Al principio, mi pena era tal que me sentía como si estuviera dormida con los ojos abiertos, viendo todo lo que sucedía alrededor sin entenderlo. Por fin, al cabo de varios días, empecé a salir de aquella primera etapa de afligido aturdimiento, aunque lo que vino a continuación resultó mucho peor, pues empecé a comprender la enormidad de lo que me había sido arrebatado. Había perdido a mi Andrew, había perdido a nuestro hijo, había perdido mi trabajo, mi casa y mi objetivo en la vida. No quedaba en todo el universo nada que me importase. Era como si hubiese aparecido una mano enorme y hubiera barrido todo lo que alguna vez me había dado motivo para la satisfacción.
Poco más pude hacer que llorar y llevarme las rodillas al pecho y lamentarme. Dalton y Skye, por motivos que todavía no alcanzaba a entender, pasaban largos períodos en la cabaña de caza. El irlandés, cuando no andaba cazando, paseaba de un lado a otro de la cabaña jurando vengarse, con los puños apretados y arrancando pellizcos de la pastilla de tabaco de mascar como si desgarrase pedazos de carne de Tindall. El señor Skye, con su carácter mucho más discreto, se sentaba a mi lado y se esforzaba continuamente por darme de comer caldo de venado y bocados de pan de maíz con mantequilla. Gracias a sus esfuerzos, no morí de inanición.
Cuando el señor Skye estaba demasiado cansado o inquieto para atenderme, Jericho Richmond ocupaba su lugar. Su callada compañía me reconfortaba, pero también advertí cierta sombra en su mirada. Sus ojos pensativos de color madera me contemplaban con pena, sí, pero también con algo más.
En una ocasión, me volví hacia él y dije:
– Ahora estoy muerta. Lo he perdido todo.
– No está muerta -respondió-. Pero ahora es otra.
Aparté la mirada, pues no deseaba oír nada más, pero él continuó:
– Téngalo presente. Usted ejerce influencia sobre esos hombres.
Yo no quería tener nada presente, ni andarme con cuidado, y después de que me hiciera aquella advertencia, decidí que no me gustaba su compañía. Fue Skye quien resultó mi enfermero más atento. Me alegraba su presencia, pero al principio me resistí a sus cuidados. Cuando intentaba darme de comer, yo meneaba la cabeza y apartaba la cuchara. ¡Ah, qué cruel fui con él! Cómo denigré a aquel anciano marchito que no comprendía lo que yo había perdido. Sencillamente, a diferencia de él, yo no era capaz de poner vela a otras orillas lejanas cuando mi vida yacía en ruinas. Mientras le soltaba insultos, no sentía más que pesadumbre y odio hacia mí misma, pero era incapaz de contenerme y, al final, solo conseguía llorar aún más. El señor Skye, aquel buen hombre, asentía comprensivo y me ofrecía otra cucharada de sopa hasta que, finalmente, comía.
Calculo que al tercer o cuarto día en tal estado, empecé a sacudirme la apatía abrumadora de la aflicción. Con esto no quiero decir que ya no sintiera una profunda pena, o que ya no me sintiera abatida de dolor. Al contrario, sabía que este me mataría y estaba dispuesta a entregarme con gusto a la muerte si no encontraba la manera de convertir mi pesar en la determinación de hacer algo. Me senté muy erguida en la cama, me volví al señor Skye, que estaba sentado a mi lado mirando por la ventana de la cabaña, y le dije:
– Tengo que hacer algo con Tindall.
– Eso no le corresponde a usted -respondió él.
– ¿Por qué no? ¿Acaso no me lo ha quitado todo? ¿Tengo que contentarme con quedarme mano sobre mano? No; viajaré a Pittsburgh y conseguiré una orden de detención contra él.
Al señor Skye le desapareció el color hasta de los labios, aunque se los había estado mordiendo incesantemente.
– No puede ir a Pittsburgh. Hay una orden de busca y captura contra usted por el asesinato de Hendry… -hizo una pausa para tomar aire- y de Andrew.
Aparté la sábana que me cubría y me puse en pie de un salto. Llevaba días en la cama, con la misma ropa que había llevado en el funeral, y si no me hubiera impulsado la cólera más profunda y rabiosa, probablemente habría caído desmayada.
– ¡No diga eso! ¡No puede atreverse a acusarme de su propio crimen, de matar a mi amado Andrew!
Tomando erróneamente mi arrebato por una expresión de insoportable tristeza, el señor Skye hizo ademán de abrazarme, pero lo aparté de un empellón; el gesto resultó más cruel de lo que habría deseado, pero creo que para entonces ya había comprendido que podía ser todo lo cruel que quisiera con él, sin que me lo tuviera en cuenta.
– No intente consolarme. ¿Cómo puede sentarse ahí a darme la sopa, mientras el individuo que ha asesinado a mi marido me acusa de sus crímenes? ¿Qué clase de hombre es usted?
El me miró abiertamente a la cara, cosa que rara vez hacía, y vi muy bien la clase de hombre que era. Lo vi en sus ojos imperturbables, de un gris frío, en los que no se advertía sorpresa ni enfado. En aquel momento no supe qué haría con él, pero tuve la certeza de que haría algo.
– ¿Que qué clase de hombre soy? Un hombre buscado. Estoy aquí porque esa orden de busca y captura también se ha emitido contra mí. Y contra Dalton, claro. Tindall se propone utilizar sus crímenes para terminar con nuestra destilería, y este es el quid de la cuestión. Y, ahora, ¿hay algo más que quiera decirme?
Volví a sentarme sobre el camastro, con su áspero jergón de paja, y guardé silencio. No derramé una lágrima. Tenía el ánimo demasiado abatido para hacerlo y, en lugar de llorar, busqué en mi cabeza alguna respuesta, alguna réplica a aquel horror que no terminaba nunca.
– ¿Cómo puede hacerlo? -pregunté, finalmente.
– Por codicia, Joan -dijo el señor Skye con su voz serena y agradable-. Solo por eso. Combatimos a los británicos para no ser esclavos de su codicia, pero entre nosotros hay suficientes codiciosos para ocupar el lugar que aquellos dejaron.
– ¿Le molestaría traerme un cubo de agua caliente? -le pedí-. Y un paño para asearme y un poco de intimidad…
– Claro, Joan. Con todo mi corazón. Me alegro de que haya decidido cuidar de usted misma.
– Ni siquiera sé a ciencia cierta dónde estoy -le respondí-. ¿Necesitaré un caballo para llegar a Pittsburgh? ¿Tenemos caballos aquí, por si lo necesito?
Skye entrecerró los ojos mientras me estudiaba.
– ¿No me ha oído? No puede ir a Pittsburgh. La detendrán.
– Estoy segura de que lo intentarán. El agua, John, si hace el favor…
El se cuadró de hombros, muy recios para un intelectual de su edad aunque, desde luego, la vida en la frontera endurecía a cualquiera.
– No puedo permitir que haga eso.
– Usted no puede detenerme -respondí y, no sé cómo, esbocé una sonrisa-. Su tarea es ayudarme. Ahora, salga a buscar al señor Dalton. Necesitaré el consentimiento escrito de los dos para lo que debo hacer.
Ya había empezado a dar forma a mi plan. Era atrevido, grande y audaz. Para conseguir lo que me proponía, necesitaría la lealtad de aquellos hombres y para tenerla, habría de demostrarles que no debían subestimarme.
Cuando Dalton regresó, nos sentamos a la rústica mesa de la cabaña y tomamos un trago de whisky mientras les exponía la primera parte de mi plan. No serviría de nada contarles más. Skye aceptó colaborar; Skye siempre estaba dispuesto, pero Dalton miró a su amigo antes de tomar una decisión.
Richmond se encogió de hombros.
– Hazlo si quieres, pero no sin pensar. No lo hagas porque ella diga que debe hacerse. Toma tus propias decisiones.
– No causes dificultades -replicó Dalton-. Ya tenemos suficientes.
Jericho sacudió la cabeza, pero no dijo nada más. Realmente, no podía culparlo. Aunque les pedía que confiaran en mí, que se fiaran más allá de toda razón o prudencia, todos respondieron a mi requerimiento. No fue sino mi primer indicio de lo que había de venir. Siempre había sido audaz y osada con los hombres y, en último término, nunca había obtenido una negativa de ningún hombre bien dispuesto hacia mí, pero solo en aquel momento empecé a comprender cómo podía utilizar aquel poder para salvar a una nación que mereciera ser preservada o, tal vez, para destruirla si estaba demasiado corrompida para salvarse.
El camino era escabroso y, aunque partí muy de mañana, no llegué a Pittsburgh hasta entrada la tarde. No tenía idea de que fuese tan conocida pero, una vez dejé el caballo en el establo y eché a andar por Market Street, la gente con la que me crucé se detenía a observarme. Cuando pasé por delante de la taberna de Watson, los parroquianos salieron en masa a verme. Había corrido la voz: era una proscrita. Supongo que, tiempo atrás, la mera idea me habría llenado de espanto, pero esa vez se adueñó de mí una extraña sensación de dominio, de poder. Me sentí objeto de escrutinio y, sí, de temor. Hacían bien, pensé. Ahora, debían tenerme miedo.
Llamé a la puerta del señor Brackenridge y me recibió una mujer considerablemente más joven que él, pero demasiado bien vestida, con un bonito traje de algodón estampado, para ser una criada. No pude sino dar por sentado que se trataba de la esposa del abogado. Era bonita, con una mata de cabellos rubios recogida bajo una cofia ladeada con coquetería. La mujer me miró, sonrió y se disponía a preguntar qué se me ofrecía, cuando vio a un grupo de dos decenas o más de mirones que se acercaban furtivamente a observar la escena. Al instante, me hizo pasar y cerró la puerta. Tras una breve pausa, procedió a echar el cerrojo.
– Mejor estar seguras, ¿verdad? -Su voz delataba un leve acento alemán-. Bien, supongo que tiene asuntos que tratar con mi esposo…
– Así es. -Antes, bajo las miradas escrutadoras que me habían perseguido por la calle, había sentido una especie de rara fortaleza. En esos momentos, sometida a la amabilidad de aquella desconocida, tuve que hacer un esfuerzo para tragarme las lágrimas-. Me llamo Joan Maycott.
La mujer puso los ojos como platos y estuvo a punto de llevarse la mano a la boca, pero se contuvo.
– La acompañaré al despacho e iré a buscar a Hugh.
La seguí en silencio. La señora Brackenridge había identificado mi nombre al momento, igual que la gente de la calle me había reconocido la cara. No podía imaginar qué falsedades habría difundido Tindall para hacer de mí un personaje tan famoso.
A indicación de la mujer, tomé asiento en el desordenado despacho de su marido y apenas tuve que esperar un momento hasta que el abogado entró apresuradamente, dio un paso hacia mí, luego otro hacia la puerta para cerrarla, cambió de idea otra vez y volvió a empezar la extraña danza desde el principio. Por fin, se decidió por cerrar la puerta, primero, y luego darme la mano.
– Señora Maycott… -dijo, con una voz muy solemne en alguien que estaba acostumbrado a hablar en tono tan agudo. A continuación, hizo una reverencia, me soltó la mano y se desplazó hacia la silla de su escritorio como si fuera a sentarse, pero en lugar de hacerlo, se acercó a la ventana, corrió la cortina y observó a la multitud congregada a la puerta-. Parece que ha adquirido usted mucha notoriedad desde la última vez que nos vimos. ¿Ha venido para que la ayude a entregarse?
Hizo la pregunta con manifiesta inquietud. Tal vez pensaba que podía matarlo también a él. Qué absurdo. Allí estaba yo, una mujer humillada como pocas en la historia, desposeída de todo… No podía haber mayor víctima y, sin embargo, el mundo me temía.
– Señor Brackenridge, he oído rumores de que se han formulado cargos contra mí, pero hasta que he llegado a la ciudad no podía creer que fueran más que habladurías sin fundamento. ¿Está diciéndome que se me acusa, realmente, de… -hice una pausa, pues no creí que pudiera pronunciar el nombre de Andrew y contener las lágrimas- de lo que ha sucedido?
Algo en mi tono de voz debió de tranquilizarlo. Se apartó de la ventana y ocupó su asiento. Sacó de un cajón del escritorio una vieja botella de vino llena de whisky y se sirvió un trago en un vaso de peltre. Luego, llenó otro y me lo acercó, desrizándolo por la mesa.
– El sheriff ha librado una orden de detención contra usted -el abogado bajó la vista- y también contra Dalton y Skye.
Contuve el aliento. Era preciso que dijera lo que tenía que decir, que hiciera lo que tenía que hacer. Debía apartar de mí la debilidad, o no tendría ningún motivo para vivir.
– Se atreven a acusarnos de la muerte de Andrew…
Me resultó más fácil hablar en plural, pero seguí agarrada al vaso y tomé un largo trago. Por su oscuridad y su rico aroma supe que era uno de los destilados por Andrew, y su calor me dio fuerzas. Hablar sin derramar una lágrima también me dio fuerzas. Y sostener la mirada de Brackenridge; sí, eso también me dio fuerzas. Tenía ante mí tantísimo, todo a mi disposición, si me decidía a tomarlo… La debilidad era fácil y reconfortante, y la acción me desgarraba el corazón, pero lo haría. ¿Por qué otra cosa vivir, si no era para hacerlo?
Brackenridge me estudió como si pudiera ver que algo cambiaba en mi interior.
– Sí, los acusan de eso y de matar a Hendry. El coronel Tindall afirma haber presenciado que usted les daba muerte.
– Usted debe saber que yo nunca haría daño a mi marido, y tampoco sus amigos.
– Corren comentarios de que hubo una disputa, provocada por el whisky. Se rumorea…, verá, señora Maycott, detesto hablar de esto pero, como abogado que soy de usted, debo hacerlo. Se rumorea que hubo alguna conducta inapropiada entre usted y el señor Dalton.
Creo que mi carcajada dejó perplejo al señor Brackenridge.
– Tal calumnia -respondí- solo ha podido inventarla alguien que no conozca en absoluto al caballero en cuestión. Señor, sé que no hace mucho que nos conocemos, pero ¿cree usted que participé en los actos de los que el coronel Tindall me acusa?
El se atrevió a mirarme a la cara.
– No, no lo creo. He visto muchas cosas espantosas en el Oeste, pero no he encontrado nunca a nadie, hombre o mujer, que disimulara con tanta frialdad acerca de un asesinato. Aquí hay poca riqueza, por lo que la mayoría de los crímenes son pasionales. Y esas pasiones siempre resultan visibles después. Por eso, no creo que las cosas sucedieran como nos han inducido a pensar. No sé cuánto tiempo tenemos hasta que llegue el sheriff, por lo que le sugiero que me cuente lo que sucedió de verdad y que lo haga lo más rápido que pueda.
– Muy bien -asentí-. Y luego necesitaré que me haga un favor, señor. Un favor que requerirá que deposite en usted una gran confianza, pero verá que no tengo alternativa.
Tuvimos más tiempo del que imaginábamos, casi una hora entera, hasta que llamaron a la puerta. Este tiempo resultó más que suficiente para que le contara una versión muy abreviada de lo sucedido en nuestra cabaña. No pude ofrecerle una narración más detallada, pues hacerlo sería reducirme a la mujer llorosa que había sido allí y eso no lo permitiría. El señor Brackenridge sugirió que se podría buscar al joven Phineas para que sirviera de testigo. Yo consideré que no sería prudente. Aunque Phineas lo hubiera visto todo, no sabía si podía fiarme de que dijera la verdad, en vista del odio irracional que me profesaba.
No tuvimos tiempo para nada que no fuese mi plan original. Así pues, le dije todo lo que necesitaba saber y lo convencí para traspasarle mi negocio. A toda prisa, redactamos y firmamos un contrato, con la señora Brackenridge y una criada que sabía leer y escribir como testigos.
No hacía ni cinco minutos que habíamos terminado cuando llegaron. El señor Brackenridge abrió la puerta y allí encontró plantado al detestable coronel Tindall, empuñando su apreciada escopeta de caza, la misma con la que había disparado contra mí minutos antes de que matara a mi marido. A su lado estaba el sheriff, a quien yo había visto alguna vez, pero al que no había saludado nunca. Calculé que se acercaba a los sesenta, pero se lo veía tan curtido y recio como cualquier hombre de la frontera. Alto y de hombros anchos, llevaba una sencilla camisa de cazador de la que se alzaba un cuello grueso con nervaduras. Lucía en el rostro una barba corta y razonablemente cuidada, cuya pulcritud era tal vez un guiño a su oficio. Bajo un gorro de castor hecho trizas, sus ojos oscuros y entornados se clavaron en mí.
Más de un centenar de vecinos se arremolinaba ya en la calle, con la esperanza de presenciar la captura de la espantosa criminal. Bloqueaban la calzada embarrada y se apretujaban para echar un vistazo a aquella mujer malvada.
El sheriff avanzó un paso, aunque no cruzó el umbral. Haciendo caso omiso del abogado, se dirigió a mí directamente:
– Supongo que estoy hablando con la señora Maycott.
– Sí, soy yo.
Le sostuve la mirada, pero no quise mirar a Tindall. No me fiaba de mi reacción, pues temía que le saltaría encima y solo conseguiría mostrarme como la criatura furibunda que aquella gente creía que era.
– ¡Esa es la zorra impúdica que mató a mi empleado! -exclamó Tindall.
Una exclamación de asombro se alzó de la multitud y al principio creí que se debía a la crueldad de sus palabras, pero pronto me di cuenta de que era en respuesta a la ferocidad de mi expresión. Tal vez pensaron que iba a atacar de nuevo y que cualquiera de ellos podía ser la víctima.
– Me temo que tendrá que acompañarme, señora -dijo el sheriff, intentando emplear un tono civilizado.
– No creo que eso sea necesario, ni aconsejable -intervino Brackenridge. Dio un paso adelante y, de pronto, mostró su aspecto más profesional de leguleyo. A mí seguía pareciéndome un pajarillo y su mirada continuaba saltando de un punto a otro, pero exhibía una especie de porte regio que no había observado en él hasta aquel momento y supuse que en la sala del tribunal debía de ser una presencia formidable.
– ¿Aconsejable? ¡Al cuerno! -vociferó Tindall-. ¡Y al cuerno usted también, Brackenridge! ¿Tan desesperado está por el dinero que acoge en su regazo a una mujer que acaba de asesinar a su propio marido? ¿Ya no le basta con indios asesinos?
– No es aconsejable -repitió Brackenridge en tono solemne- y lo digo por su bien, sheriff. Podemos llevar nuestro asunto a plena luz del día, ante todos esos testigos, si es eso lo que desea, señor, pero creo que, si lo hacemos así, le costará mucho más conseguir un resultado favorable. Ahora, les ruego a los dos que entren en mi despacho, donde podremos resolverlo todo en privado.
Tindall debió de entender la nota de triunfo en la voz de Brackenridge, pues asintió y, al cabo de unos momentos, el sheriff y él estaban sentados ante el escritorio del abogado, este ocupaba su asiento al otro lado de la mesa y yo me hallaba de pie detrás de él, demasiado agitada para hacer otra cosa.
– No acabo de ver el sentido a todo esto -dijo el sheriff, que se había descubierto y tenía el gorro en el regazo. La señora Brackenridge se había ofrecido a guardárselo, pero él le aseguró que estaba demasiado lleno de piojos para colgarlo en el perchero-. Existe una orden de detención, basada en el testimonio del propio coronel.
– Tengo mucho que decir al respecto -respondió el señor Brackenridge-. Para empezar, hay testigos que contradicen los detalles que ha aportado el coronel Tindall.
– ¡Testigos! -bramó Tindall-. ¡Sin duda, serán cómplices de esa mujer en su conspiración! Nadie dará crédito a lo que declaren.
El señor Brackenridge sonrió.
– Cierto, entre los testigos se cuentan esos hombres, pero no son los únicos. Hablamos con un grupo de indios que decían que usted los contrató para acosar a esta señora y a su marido.
Brackenridge, debo señalar, no mentía, sino que repetía una mentira que yo le había contado. Tindall resopló:
– Todo eso son bobadas. Los indios de los que habla están muertos.
El sheriff se volvió ahora hacia Tindall.
– Lo siento, coronel, pero ¿qué indios son esos a los que da por muertos? ¿No niega haber contratado a los salvajes?
Tindall palideció y me lanzó una mirada de abierta hostilidad. Tal vez pretendía asustarme, pero ¿con qué podía amenazarme?
– No sé nada de ellos. Las mentiras de esta mujer quedarán al descubierto en el juicio. Me ocuparé de que los procesen a ella y a sus cómplices y, una vez los condenen, confiscaré sus propiedades.
– Quizá prefiera jugársela ante el tribunal -asintió Brackenridge-. Puede que le parezca una apuesta razonable, pero no tiene ninguna posibilidad de confiscar nada. Me he ocupado personalmente de la venta de esas propiedades y de los bienes que hay en ellas.
– No se pueden vender -dijo Tindall-. Me pertenecen a mí.
– Como bien sabrá, el título de las rentas de la tierra puede venderse y, dadas las mejoras realizadas en la finca, hacerlo con un considerable beneficio. Me temo que no le queda nada por confiscar. Recibirá sus rentas del comprador, pero los alambiques y el equipo y, desde luego, el secreto de la fabricación del nuevo whisky pertenecen al nuevo dueño. -El abogado se volvió entonces hacia el sheriff-: Si debe detener a la señora, hágalo. De todos modos, insisto en que se abra juicio rápido, pues creo que la información que se vaya a revelar conducirá no solo a la absolución de mi cliente, sino a una orden de detención contra el coronel Tindall.
El sheriff estudió a Tindall y, después, al señor Brackenridge. Lo que yo opinara no parecía importar en aquel diálogo.
– ¿Quién es el nuevo dueño? -preguntó Tindall.
El señor Brackenridge sacudió negativamente la cabeza.
– Le ruego me disculpe, pero no puedo decírselo. Es confidencial, según deseos de mi cliente.
Tindall se puso en pie.
– ¿Se atreve a oponerse a mí, Brackenridge? Llegará el día en que deseará no haberlo hecho.
– De momento, hoy, frustrarle los planes me produce un gran placer -respondió el abogado-. Me da un calorcito interior, como un buen vaso de un whisky excepcional. Creo que seguiré paladeándolo. ¿Acierto si doy por hecho que va usted a retirar su acusación contra la señora Maycott?
– ¡Maldita sea, sí! -exclamó Tindall y, bruscamente, salió de la estancia y abandonó la casa.
El sheriff permaneció en silencio un momento, sin ocuparse de nada más complicado que eliminar piojos de su gorro, reventándolos nerviosamente entre las uñas. Finalmente, se volvió hacia mí.
– Todavía nos quedan los dos hombres muertos, señora.
Tragué saliva con esfuerzo.
– Hendry disparó contra Andrew. Antes de morir, mi marido abatió a su asesino.
– El señor Brackenridge insinúa que el coronel Tindall quizá tuvo algo que ver en eso.
– No es eso lo que yo vi -respondí. No era momento de perseguir a Tindall. No podríamos demostrar su culpabilidad ante un tribunal, pues sería nuestra palabra contra la suya, y su palabra contaba con el respaldo de la riqueza. Tendría que enfrentarme a él de otra manera.
El sheriff asintió. Se puso de nuevo el gorro y nos saludó a los dos. Después, salió a la puerta de la casa para dispersar a la multitud.