Capítulo 39

Ethan Saunders


Eran las nueve y media. Había perdido varias horas, pero no más que eso. Mis planes para torcer los designios de Duer seguían siendo tan sólidos como siempre y el odio que sentía por Pearson, igualmente intenso. Después de lo que le había hecho a su propia esposa, nada me haría despreciarlo más. Y por lo que se refería a la señora Maycott, sus acciones de aquella noche, su relación con el irlandés del whisky, solo confirmaban que era un personaje de más peso en aquellos asuntos de lo que ella estaba dispuesta a reconocer. Sin embargo, de momento al menos, parecía ser un personaje al que le interesaba mi éxito y la seguridad de Cynthia.

Solo había una persona en Nueva York que pudiera dar respuesta a mis preguntas, por lo que, después de asearme y de ocultar el grueso de mis heridas, fui a la casa del senador Aaron Burr, donde su criada me mandó a un café del barrio, y allí lo encontré, siendo el centro de atención de un gran grupo de clientes políticos suyos… o tal vez de hombres de los que él era cliente. No supe bien qué hacer, pero me satisfizo que me indicara con un gesto que tomase asiento y que me atendería cuando pudiese.

Burr no tardó en acercarse a mi mesa. Alrededor de la suya todavía quedaban varios hombres, pero parecían tener suficiente de que hablar como para no requerir la presencia del senador en aquel momento.

– ¿Puedo ayudarlo en algo, capitán?

– Sí, en algo importante, me temo, y ha de quedar entre los dos. Esperaba que pudiera contarme algo más de Joan Maycott.

– Sé poco de ella -dijo-. Apareció en escena hace menos de un año. Es una dama elegante y rica. Es viuda. Su esposo y ella cambiaron la deuda de guerra de él, que era soldado, por tierras en el Oeste, donde él triunfó con una destilería de whisky. No obstante, cuando el marido murió, ella regresó al Este. Si se la presiona al respecto, se manifestará en contra del impuesto del whisky de Hamilton. -Burr se encogió de hombros para indicar que no tenía nada más que añadir.

– ¿Cuándo se trasladó al Oeste?

– No lo sé -respondió-. Una vez me contó que, cuando se ratificó la Constitución, vivía en Nueva York con su esposo, por lo que no puede hacer tanto tiempo.

– ¿Y cómo murió el marido? -inquirí tras una pausa.

– Nunca ha querido explicarlo y ningún hombre desea preguntar demasiado a fondo sobre la muerte de un marido a una viuda bonita. En el Oeste no faltan las oportunidades para que un hombre encuentre la muerte y, sin embargo… -dejó la frase en el aire.

– … sin embargo, usted tiene la impresión de que ahí se oculta cierta amargura -sugerí-. De que ella cree que se cometió alguna suerte de injusticia.

– Exacto. -Sus ojos brillaron y miró hacia su mesa.

– Veo que tiene que regresar -dije-. Muchas gracias por su tiempo.

– Pero si no le he dicho nada… -Burr frunció el ceño.

Yo me encogí de hombros y aquello pareció bastarle. Nos pusimos en pie y nos estrechamos la mano. Fingió no ver los cortes y las abrasiones que tenía, y volvió a su mesa. Mientras lo hacía, pensé en lo interesante que resultaba aquello. Burr no podía desconocer mi fama, las cosas que se decían de mi pasado y, a pesar de ello, había accedido a entrevistarse conmigo en público. No había podido por menos de notar que apenas pasaba un día sin que me hicieran una herida nueva. Me pareció que Burr era un hombre como yo, que disfrutaba cortejando un poco el escándalo, siempre que fuera solo un poco. Esperé que aquella inclinación no le causara dificultades importantes.

Mientras tanto, aunque él creyera que no me había dicho nada, en realidad me había explicado muchas cosas de la señora Maycott. Su marido y ella no habrían cambiado deuda de guerra por tierras en arriendo de no haberse hallado necesitados y, sin embargo, ella había regresado del Oeste, al cabo de apenas unos años, convertida en una mujer rica. No se me antojaba posible que una destilería de whisky, por más éxito que tuviese, pudiera dar tantos beneficios en tan poco tiempo. O ella y su marido habían heredado una fortuna en esa época, o en su pasado había más de lo que estaba dispuesta a admitir. No obstante, algo parecía seguro: en el Oeste, a su marido le había sucedido algo terrible, y si había cambiado su deuda por tierras, era más que probable que, directa o indirectamente, hubiese tratado con el arquitecto más importante y activo de aquellas transacciones: William Duer.


Había alquilado un caballo con antelación, por lo que poco me quedaba por hacer, sino pasar el rato. No me atreví a dormirme, por si no me despertaba a tiempo, así que esperé, impaciente, hasta que el reloj dio la una y el resto del mundo se hubo acostado. Entonces, monté y cabalgué hasta la finca de Duer en Greenwich Village, donde hice, sin ser visto ni oído, unas cuantas travesuras para complicarle la vida. Regresé tarde, casi a las cuatro de la madrugada; era absurdo que me echase a dormir, pues tendría que entrar en acción al cabo de un par de horas como máximo, así que me senté en mi alcoba, bebí de una botella de oporto, y ensayé una y otra vez lo que iba a hacer.

Quizá me quedé traspuesto un cuarto de hora o así, pero cuando oí que el vigilante daba las cuatro, me espabilé, me refresqué la cara con agua fría y salí a frustrar las intenciones de Duer.

El plan era sencillo: visitaría a los agentes de Duer de uno en uno, y luego iría al hotel Corre s, un local famoso por su música donde tendría lugar la presentación del Banco del Millón. Allí, tal vez vería a Duer o tal vez no. No sabía qué prefería. Si Duer no aparecía, quizá Pearson tampoco lo haría. Si Pearson acudía, vería que el plan de Duer estaba a punto de fracasar y se abstendría de invertir. Todo lo cual dependía, por supuesto, de que yo hiciera lo que tenía que hacer.

Con esta idea en la cabeza, salí a la fría mañana.

Los especuladores son gente madrugadora, por lo que todavía no eran las cinco cuando visité al primero de los agentes, el señor James Isser, del que podría deshacerme sin dificultad. Era un hombre joven que vivía en una ruidosa casa de huéspedes de Cedar Street. Mis observaciones me indicaban que muchos hombres entraban y salían de la casa con regularidad, sobre todo a primeras horas de la mañana, por lo que, tras haber conseguido una llave por medio de una criada parlanchina que no prestaba atención a los bolsillos de su falda, pude entrar en la posada y subir a su habitación sin ser visto.

Llamé a la puerta y oí ruido en el interior. Al cabo de un momento, la puerta se abrió y allí estaba un hombre pequeño, quizá demasiado aficionado a la cerveza y a la ternera para su joven edad. Tenía los ojos entrecerrados, enrojecidos y empañados.

– Parece dormido -dije y le di un fuerte empujón en el pecho. Trastabilló hacia atrás, entré en la habitación y le propiné un puñetazo en su blanda tripa. No lo hice por crueldad, sino para impedir que gritara.

Saqué de la chaqueta un saco de arpillera y se lo puse en la cabeza rápidamente. Empezó a chillar de nuevo y, aunque no quería hacerle daño, tenía mis propias dificultades de las que ocuparme, por lo que le aticé de nuevo en el estómago. Lo hice con desagrado porque no soy un hombre brutal y sabía que más tarde lamentaría haber dañado a un inocente.

– Le aconsejo que no hable -dije con voz firme pero tranquila.

Le agarré las manos y se las até a la espalda. El tipo apenas se resistió, pues no sabía quién era yo ni lo que quería. Creo que en ningún momento se le ocurrió pensar que tenía que plantarme cara. Una vez lo tuve inmovilizado y con los ojos vendados, lo amordacé por encima del saco que le había puesto en la cabeza.

– El esposo de la señora Greenhill me ha enviado a verlo, señor Jukes. Se trata de una venganza porque es cruel, verdaderamente muy cruel, violar el lecho de un hombre con su esposa.

El individuo murmuró y farfulló, diciendo, sin lugar a dudas, que no conocía a ninguna señora Greenhill y que él no era el señor Jukes. Yo, por supuesto, fingí no comprenderlo.

– Va a dejar en paz a esa mujer casada, bribón. Este será el último aviso.

Concluido mi trabajo, me marché. Cuando lo encontraran, como sucedería inevitablemente, el hombre contaría lo que le había acontecido y la agresión sería considerada un simple malentendido. Cuando todos los agentes de Duer sufrieran esos malentendidos, quedaría claro que lo que sucedía era algo más siniestro; sin embargo, para entonces ya sería demasiado tarde.


No describiré cada encuentro porque utilicé la misma técnica cuatro veces con los cuatro agentes solteros. Había planificado la acción para poder desplazarme con la máxima rapidez de uno a otro.

Los dos agentes que quedaban eran hombres casados y con hijos, y no pensaba entrar por la fuerza en sus casas y atacarlos en su propio hogar. Hacerlo sería peligroso e indecente. Por ello, me las hube con ellos guiándome por su personalidad.

Al señor Geoffrey Amersbury le gustaba ir cada día en coche a su lugar de trabajo. Aquel día tomaría el carruaje para dirigirse a la finca de Duer, por lo que no resultó difícil pagar al cochero para que se pusiera enfermo y pagar al sustituto para que lo llevase a un sitio donde lo asaltasen. Los ladrones que contraté -solo me bastó una visita a la zona de Peck's Slip para encontrarlos-, lo despojarían del dinero y de la ropa, y lo alejarían del vehículo, pero no le harían daño.

La última víctima, el señor Thomas Hunt, vivía en una casa inmensa con su esposa, cuatro hijos y su anciana madre, por lo que no sería fácil ni seguro retenerlo en su residencia. Dado que ignoraba cómo llegaría el hombre a casa del señor Duer, tuve que buscar una solución creativa para tratar con él.

El señor Hunt estaba en la flor de la virilidad. Era alto y fornido, y tenía un abundante cabello castaño y la suerte de rostro que las mujeres encuentran atractivo. No era extraño que un hombre como él se hubiera casado con una dama bonita y se decía que estaba entregado a su esposa, pero era tal su interés por el sexo débil que su entrega era demasiado grande para quedar limitada a una sola mujer, por valiosa que esta fuera. Imaginé que debía de ser así y un poco de chismorreo ocioso de café confirmó mis sospechas.

Por ello, me procuré el servicio de una mujer atractiva de un burdel de la zona. Cuando el señor Hunt salió de su casa, a las ocho de la mañana, fue abordado por la dama a la que yo había contratado. Lo paró en la calle y, con toda cortesía, le pidió por unas señas y, una vez iniciada la conversación, le preguntó si no era Thomas Hunt, el conocido inversor, del cual le habían hablado tan a menudo. La mujer pronunció aquellas palabras como si considerase las operaciones de bolsa solo un poco menos remarcables y heroicas que la lucha contra el minotauro. Dijo que tenía una importante suma para invertir y que no sabía qué hacer con ella, de modo que quizá un hombre tan importante y exitoso como él podía aconsejarle qué empleo dar a aquellos engorrosos dólares. El le dijo que estaría encantado de asesorarla en el asunto y que iría a visitarla al día siguiente o tal vez aquel mismo día, más tarde, pero que en aquel momento estaba ocupado. Por desgracia, replicó ella, solo estaba en la ciudad aquel día y regresaba a Boston por la noche. Necesitaba un agente en Nueva York de inmediato. Si pudiera dedicarle media hora, le estaría eternamente agradecida. El hombre sacó su reloj y lo estudió con gran nerviosismo pero, después de tomarse tiempo para calcular sus deberes y obligaciones, vio que sí tenía media hora para dedicarle, pero no más.

Yo observaba la escena desde una distancia prudencial y vi que la dama lo llevaba a una casa vacía, una casa que estaba en venta, cuyo uso había alquilado para pasar el día. Abandonado a sus propios recursos, el señor Hunt estaría ocupado con ella mucho más de media hora, no me cabía ninguna duda. Un hombre decide holgar un rato pero, cuando está con una dama dispuesta, las manecillas del reloj avanzan a un ritmo impensable. Un cuarto de hora se convierte en dos o tres. La cita de la mañana queda olvidada cuando llega el mediodía y la tarde. Si estos hechos se acompañan con una o dos botellas de buen clarete, mucho mejor. El señor Thomas Hunt no llegaría a tiempo a la cita con Duer y no podría culpar a nadie de ello excepto a sí mismo.

Así, no me resultó difícil procurarme un cubo de cerveza y una jarra y encontrar un sitio cómodo donde sentarme a vigilar la casa que había alquilado mientras el señor Hunter, cazador de furcias y de dólares, seguía donde yo quería. Hacía frío, sí, y me caían copos de nieve encima y en la cerveza, pero no me importaba. Era un hombre curtido por las tribulaciones de una revolución y el aire gélido no significaba nada para mí.

Cuando faltaban quince o veinte minutos para las nueve y Hunter todavía tenía tiempo de llegar a su destino sin demasiada dificultad, la puerta se abrió y apareció el hombre, pasando apresuradamente el brazo por la manga de su abrigo. Mi buena prostituta, mucho menos vestida que el hombre, con la camisa caída dejando al aire un hombro, trató de retenerlo, pero el señor Thomas Hunt se la quitó de encima de una manera ruda, con más violencia de la que me gusta ver en el trato con las mujeres. En aquel momento comprendí que el señor Thomas Hunt era una mala persona y, aunque me quedaba más de la mitad de la cerveza y abandonarla en la calle significaba que ya podía olvidarme de ella, seguí la llamada del deber y me puse en pie de un salto.

– ¡Dios mío, señor! -grité-. ¡Señor Hunt, señor Thomas Hunt, corre usted peligro! ¡No dé un paso más, no siga avanzando, señor Hunt, porque su vida pende de un hilo!

Alzó la vista y me vio corriendo hacia él, corriendo con preocupación en la cara, y debió de reconocer en mí la actitud de un héroe revolucionario, porque se detuvo para darme tiempo de alcanzarlo.

– Gracias a Dios que está a salvo -dije, entre jadeos, al tiempo que lo sujetaba por el brazo-. Ya vienen y debe esconderse.

Empecé a conducirlo de vuelta a la casa que había alquilado, pero se resistió.

– ¿Quién es usted, señor? -quiso saber-. ¿Quién me persigue? ¿De qué está hablando?

Tuve que afrontar el problema, no poco importante, de no saber qué decir y me estrujé la cabeza en busca de una réplica. No creo que tardara más de unos pocos segundos, si llegó a tanto, en contestar, señalando hacia la calle con la cabeza:

– Los hombres a los que ha engañado.

Era un especulador, por lo que me pareció probable que hubiese engañado a alguien y, de hecho, palideció y se encaminó hacia la puerta de la casa sin que fueran necesarias más explicaciones. Dentro, el vestíbulo carecía de pinturas y objetos decorativos, pero el empapelado de las paredes y los suelos, pintados como si fueran mosaicos holandeses, seguían allí. La casa se veía un poco aséptica, pero no precisamente vacía. Sin embargo, nuestros pasos resonaron conforme avanzábamos en ella.

Al final del pasillo estaba la prostituta, a la espera de ver qué ocurría a continuación.

– He intentado retenerlo, pero no se ha dejado -dijo. Parecía aburrida de sus propias palabras.

No tuve tiempo de indicarle que se callara y ella no supo interpretar la mueca con que se lo ordené, ni mi subsiguiente irritación. En cuanto al señor Thomas Hunt, nos miró a los dos y en un instante comprendió que el peligro que corría procedía de mí y no de ninguna otra causa. Intentó apartarme, dándome un empujón con el hombro, pero yo me quedé donde estaba y lo detuve, agarrándolo por el brazo.

– Quédese tranquilo y callado y no le ocurrirá nada -le dije.

– Hijo de puta -replicó, aunque no en voz baja y tranquila, como podría parecer al verlo escrito en esta página. No, pronunció las palabras a gritos, ardientes y llenas de ira. ¡Hijo de puta!, o algo así, y él, el verdadero hijo de puta -si uno de los dos debía ser calificado de aquel modo-, trató de meterme los dedos en los ojos. Fue un golpe audaz, inesperado y hábil. Se lanzó contra mí con los dedos extendidos como garras de águila y, si no le hubiera clavado la rodilla en los testículos, hoy estaría ciego.

Como su compañero antes que él, el señor Thomas Hunt se encontró, sin más dilación, con las manos atadas a la espalda. No necesitaba su silencio porque teníamos la vivienda para nosotros solos, por lo que me concentré en las manos y en los pies y, una vez inmovilizado, lo llevé a rastras hasta la sala delantera y lo puse en un diván, ya que la casa se vendía con algunos de los muebles.

– Retenlo aquí hasta las dos de la tarde -le dije a la mujer-. Luego, lo sueltas. -Me volví hacia el hombre y añadí-: Cuando lo desate, ni se le ocurra ponerle un dedo encima como venganza porque volveré y le haré pagar por ello.

– Si he de estar prisionero -farfulló-, ¿puedo disfrutar al menos de los servicios de la mujer?

Era un hombre práctico y no podía reprochárselo. Me volví a la mujer.

– Si todavía está interesado en ello a las dos de la tarde, déjale que disfrute -concedí y, como sé que nunca va mal hacer saber a un hombre que su enemigo conoce su situación, añadí-: Y luego, que vuelva con su esposa.


Los rumores del éxito inminente del Banco del Millón habían corrido por la ciudad durante semanas, por lo que no puedo decir con certeza que, si yo no hubiera obstaculizado a Duer, él no hubiese tropezado de todos modos. Lo que ocurrió fue que llegó al hotel Corre's una hora más tarde, casi a las once. Nunca supe qué aconteció en su casa, pero me imagino la escena. Primero, Duer debía de haberse impacientado, esperando a que apareciera alguno de sus agentes, por lo menos, y no se había presentado ninguno. Después, habría entrado corriendo un criado con la noticia más horrorosa.

Al parecer, todos los vehículos de la casa habían sufrido la rotura de alguna rueda y las puertas de los establos habían sido forzadas, por lo que todos los caballos se habían dispersado. ¡Oh, qué descuido, y en un día tan señalado! Era casi como si un espíritu malévolo hubiese visitado Greenwich a medianoche para sembrar el caos. Como no tenían otra opción, Duer y su hombre, Whippo, se verían obligados a alquilar caballos y cabalgar hasta la ciudad. Supongo que albergaban la esperanza de encontrar a todos sus agentes en su sitio, comprando con decisión todas las acciones que podían, y de que su demora no supusiese más que haberse perdido el placer de presenciar una exitosa operación. Al llegar, se encontraron con la amarga realidad.

El hotel Corre's estaba atestado de gente enojada y agitada, una multitud contenida por una mesa tras la que se sentaban tres cajeros, demasiado pocos para lo que se les exigía. El Banco del Millón esperaba un lanzamiento de gran éxito, pero no tan frenético ni con el entusiasmo y la vitalidad que habían caracterizado a la inauguración del Banco de Estados Unidos el verano anterior. Sin embargo, allí había una horda de hombres airados y agresivos que esperaban comprar riquezas a precio de saldo.

Nueva York era una ciudad de extranjeros y, dispuestos a comprar acciones, había alemanes, holandeses, italianos, españoles y judíos. También estaban los especuladores, ruidosos y seguros de sí mismos, que frecuentaban el Café de los Mercaderes, pero había además otros hombres, tipos más tímidos y de negocios más respetables que, habiendo sido testigos del revuelo causado por el banco de Hamilton, ahora querían beneficios para ellos. También había hombres de categoría inferior, individuos que tal vez llevaban consigo los ahorros de su vida con la esperaza de que, en un solo movimiento, su destino cambiase para siempre.

Parecía que el único grupo de importancia ausente en aquella mezcolanza era el compuesto por los hombres de Duer. No encontrarlos allí, entre la multitud, me llenó de satisfacción. Yo estaba solo y abandonado, me habían apaleado y maltratado, y el mundo me despreciaba, pero había cumplido mi deber para con la nación.

Desde el otro lado de la sala me fijé en una cara nueva que acababa de entrar en el vestíbulo del Corre's. Era Pearson y parecía abrumado, como un niño que se ha perdido de la niñera en un mercado abarrotado de gente. ¿Sabía que yo ya había escapado de su encierro? Lo dudaba. Y allí estaba el hombre al que odiaba más que a ninguno, el hombre que había matado a mi mejor amigo, que me había arruinado la vida, se había casado con la mujer de la que estaba enamorado y había convertido mi existencia en una tortura insoportable. Allí estaba, después de haberme capturado de nuevo, decidido a invertir el poco dinero que le quedaba. Sin embargo, cuando echó un vistazo a la sala, quedó clara su consternación ante lo que veía. Aquello era un caos, una locura, y no había rastro de Duer ni de sus agentes. Cincuenta pasos y unos mil hombres me separaban de Pearson pero, entre los cuerpos apretujados y los gritos de impaciencia, nuestros ojos se encontraron por un instante.

No estoy muy seguro de lo que cruzó su rostro, quizá algo parecido al horror o a la sorpresa. Debió de entender muchas cosas a la vez: que yo había huido de su mazmorra inexpugnable, que era un enemigo más peligroso de lo que había creído y que, a partir de aquel momento, las cosas serían distintas. También debió de entender que el dinero invertido en el Banco del Millón era dinero perdido, que confiar en Duer había sido un monumental error. Y debió de entender algo más: que, sabiendo lo que yo sabía sobre quién era y lo que había hecho -a mí, a Fleet, a su propia esposa-, le había dado un buen consejo. Me miró fijamente, sin otra cosa que una expresión de desdén y de escarnio hacia el hombre que lo había salvado, y se marchó.

Quise seguirlo, pues no sabía cuándo tendría una mejor oportunidad que aquella, pero me pareció una decisión equivocada. Tenía que quedarme y ver cómo se desarrollaba el lanzamiento del banco, asegurarme de que Duer no encontraba la manera de volver las tornas para su provecho. Había sido más listo que él, sí, pero hasta que todo terminara no estaría seguro de que aquel individuo no tenía un truco para salir bien librado.

Al cabo de poco, lo vi. En realidad, a quien distinguí primero fue a Whippo, que era extraordinariamente alto, pues Duer pasaba inadvertido fácilmente entre el gentío. No los había visto llegar, pero ahora caminaban entre la multitud -que no los acogió con entusiasmo- llamando a gritos a sus agentes, unas llamadas que no obtuvieron respuesta. Duer miró consternado las largas colas formadas ante los cajeros, pero no tuvo más remedio que ponerse en una y Whippo en otra.

Sin embargo, no llevaban más de un cuarto de hora y apenas habían avanzado cuando se anunció que la emisión de títulos del banco había quedado suscrita en su totalidad. Se agradeció el interés a los que habían esperado sin éxito y se pidió a la gente que abandonara la sala. Algunos salieron con aire de triunfo y otros, desesperados. Un número considerable de ellos, que había acudido después de leer artículos en la prensa y de pensar que aquello era algo que no podían perderse, se marchó resignado. Duer y su hombre no se movieron en absoluto, sino que se quedaron como caballos aturdidos en medio de la carnicería de un campo de batalla.

Yo permanecí cerca de la puerta, arrimado a la pared, observando cómo se desarrollaban los acontecimientos. Duer apretó los labios en una fina línea exangüe. Por un momento, pensé que se echaría a llorar como un niño.

Durante la confusión, entró corriendo en el hotel el señor Isser, el primer agente al que había detenido y hombre versado, al parecer, en el arte de deshacer nudos. Isser encontró a Duer de inmediato y empezó a explicarle algo. Supongo que le dio una versión embarullada de los hechos, un relato increíble de asalto y detención, de confusión de identidad, de captura y fuga. Hablaron unos instantes y, entonces, Whippo empezó a mirar a su alrededor. No sé qué buscaba, pero no tardé en notar sus ojos en los míos, observándome con una expresión intensa pero indescifrable. Los labios le temblaban como si contuviera la risa. Entre nosotros se transmitió algo que no comprendí. Era como si supiera lo que yo había hecho y lo aprobase.

La mirada duró solo un instante. Whippo se volvió y me quedé valorando los extraños y hermosos acontecimientos ocurridos. Los planes de Duer habían quedado desbaratados y se había evitado la amenaza contra el Banco de Estados Unidos. Y habiendo salvado a Cynthia Pearson y quizá también a la república, me marché de allí satisfecho.

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