Capítulo 14

Joan Maycott


Invierno de 1790 y primavera de 1791


Dejaron envejecer el whisky en las barricas todo el invierno y buena parte de la primavera siguiente. En verano, mientras Andrew trabajaba en los alambiques, experimentando nuevas maneras de dar aún más sabor a la bebida, Dalton y Skye viajaron por el condado para dar a probar el nuevo whisky. Los chicos de Dalton se aplicaron también en difundir la noticia del nuevo destilado a lugares aún más lejanos y cabalgaron de poblado en poblado, de iglesia en iglesia, de almacén en almacén, descorchando botellas para que los impacientes colonos lo probaran. Cuando llegó el otoño y terminó la recolección del centeno y el maíz, mulas y caballos cargados de grano empezaron a llegar a la factoría del señor Dalton.

Los alambiques eran aparatos costosos. La mayoría de los colonos no se los podían permitir, ni siquiera uno de tamaño pequeño, y por eso los campesinos acostumbraban a llevar su grano a un tercero, que lo destilaba a cambio de una parte del producto. Prácticamente todo aquel que probaba el nuevo whisky comprendía que debía conseguir aquella bebida y no otra, si no quería desperdiciar su grano. Aquel whisky podía cambiarse ventajosamente por otros productos o quienes deseaban hacer negocio en el Este, podían venderlo allí con buenos beneficios. A su vez, Dalton, Skye y Andrew acaparaban crecientes reservas de grano para convertirlas en whisky, que podían vender o emplear para trueques. El whisky era la moneda del reino. Como seres de un cuento infantil, habían aprendido a fabricar metales preciosos con materiales menos nobles.

Dalton y Skye se encontraron pronto con que sus alambiques no daban abasto. Habría que comprar más. Los granjeros dijeron que esperarían cuanto fuese necesario, siempre que el destilado de su grano continuara siendo tan sabroso. No era solo que el nuevo whisky fuese deseable, sino que el viejo, ahora, se había devaluado. ¿Por qué convertir tu paja en plata, cuando puedes volverla oro?

Yo, por mi parte, también estaba ocupada. Una vez hube decidido que situaría en el centro de mi novela una figura de ficción inspirada en William Duer, empecé a llenar página tras página. El argumento giraba en torno al malvado especulador, William Maker, y su plan para defraudar a los veteranos de guerra y quedarse su paga, y en ella me burlaba de la codicia de los ricos, celebraba el ardor de los patriotas y lamentaba las condiciones de vida de la frontera. Sin embargo, la frontera de mi novela estaba poblada no solo de rufianes y sinvergüenzas, sino también de almas nobles, de patriotas traicionados por un gobierno que solo atendía a las cuitas de los ricos. Aquellos hombres de ficción encontraban la manera de devolver el golpe y poner orden en el territorio. Me sentía segura, absolutamente segura, de que estaba haciendo lo que tanto había anhelado: inventar la novela americana y escribir una historia de nuevo cuño cuyas preocupaciones y ambiciones reflejaran el ambiente y el paisaje del nuevo país.


El otoño dio paso al invierno e iniciamos nuestra segunda estación fría en el Oeste. Fue bastante dura, pues la estufa y la chimenea podían hacer muy poco, en ocasiones, para mantener a raya el brutal viento helado del Oeste, pero resultó más fácil que el primer invierno, ya que con el whisky pudimos comprar comida y mantas suficientes para estar más cómodos. En ocasiones, Andrew se sumaba a Dalton y a Richmond en busca de algún ciervo desesperado o en una cacería del oso mucho más ambiciosa. Esto último era un asunto peligroso, pues había que despertar al animal de su letargo invernal, pero al menos nos proporcionaba carne fresca.

Durante estas excursiones, el señor Skye solía invitarme a pasar la espera en su casa. Visitar el domicilio de Skye era siempre un placer, pues se trataba de la vivienda más refinada del asentamiento. Tenía dos plantas y, como Skye no tenía a nadie en quien emplear su dinero, aparte de él, se había molestado en acondicionarla, si no con elegancia, al menos confortablemente. Gracias a una serie de circunstancias que nunca me quedaron muy claras, había adquirido la concesión de aquellas tierras a un hombre que deseaba abandonar el lugar rápidamente, pues había despertado la cólera del coronel Tindall y, a la vez, la de una banda de guerreros shawnees. El señor Skye había llegado al Oeste con más dinero en el bolsillo que la mayoría y había sido uno de los pocos colonos de la región capaces de adquirir una concesión pagando en metálico. Ahora, cada temporada, contrataba a cuatro o cinco operarios -generalmente, esclavos que le prestaban sus amos- que lo ayudaran a cultivar trigo, centeno y maíz para hacer whisky, y verduras para alimentarse. Además, poseía varias vacas y gallinas y media docena de cerdos, y trabajaba mucho cada invierno para mantenerlos vivos a todos.

Mientras los demás andaban de caza -una actividad por la que el señor Skye decía que no había sentido nunca el menor entusiasmo, ni siquiera cuando era joven-, yo me sentaba a conversar con el canoso caballero, la única persona con quien podía hablar de mi novela con cierto detalle. No le dejaba leer una sola frase -todavía no- pero le hablaba del argumento y de los personajes, y él me hacía útiles sugerencias. También me regalaba con asados y mermeladas de fruta e incluso huevos, todo ello regado con degustaciones de su preciada reserva de vino. No negaré que me encantaba saborear de nuevo todo aquello.

No soy tonta y, por ello, no puedo decir que no notara que Skye, sobre todo cuando tomábamos vino, me miraba de una manera que no resultaba del todo apropiada. Sin embargo, no vi ningún mal en ello, pues disfrutaba de su hospitalidad y de su conversación y sabía perfectamente que mi anfitrión no se dejaría llevar nunca por los impulsos que pudiera sentir. Habríamos hecho mal en negarnos el mutuo placer de nuestros encuentros solo porque él albergara unos sentimientos sobre los cuales guardaría eterno silencio.

Una tarde, algo animada tal vez con su excelente vino, me volví al señor Skye, quien, sentado a mi lado, me explicaba su visión de las maldades urdidas por Hamilton y Duer en el Este. Su exposición era un tanto retorcida y confusa, casi impropia de él, y aunque yo deseaba entender lo que me contaba, mis pensamientos andaban demasiado revueltos y mi estado de ánimo estaba demasiado relajado para asimilar sus palabras. En lugar de ello, y con cierta brusquedad, le pregunté:

– ¿Le recuerdo a alguien, señor Skye?

Tuve la respuesta al instante, pues él se puso colorado, apartó la vista y se frotó las manos encallecidas delante del fuego hasta que recuperó el dominio de sí.

– ¿Por qué lo pregunta?

Había sido demasiado atrevida. Tomé un largo trago de vino para disimular mi incomodidad y me complació la sensación de entumecimiento que me invadió. Apuré el contenido de la copa, el señor Skye volvió a llenarla y no pude decir que lo lamentara.

– Es que me mira usted como si me conociera. Lo he observado desde nuestro primer encuentro.

– Tal vez reconozco en usted un alma gemela -apuntó él.

– Eso no lo dudo, pero sigo creyendo que le recuerdo a alguien de su pasado.

– Es usted muy perspicaz. Pero seguro que eso ya lo sabe… -Me sonrió con una cierta tristeza en la expresión y, aunque yo siempre lo había visto como un anciano, tuve por un instante la visión de un Skye joven y sin barba, no exactamente guapo pero sí atractivo-. Cuando era joven, en St. Andrews, tuve una relación con una joven de Fife. Su padre era un rico hacendado que gozaba de una posición social excelente, mientras que el mío… En fin, el mío, no. No era habitual en mi familia que alguien estudiara en la universidad. Yo estaba muy enamorado, señora Maycott, pero la situación terminó en escándalo. Hubo un duelo, ¿sabe?, y el hermano de la joven murió. Por esa razón, huí de mi tierra natal y vine a este país.

Entonces dije -y le echo la culpa al vino- lo que todos pensaban y nadie se atrevía a mencionar:

– Dicen que fue otro escándalo lo que lo forzó a escapar de nuevo hacia el Oeste, hasta llegar a nuestra colonia.

Su expresión no varió un ápice.

– Tal vez soy propenso al escándalo. Es un rasgo bastante criticable, lo sé.

– Yo creo que depende del escándalo -le respondí.

Skye se sonrojó y creo que aquello lo hizo aún más encantador a mis ojos.

– Usted y yo somos amigos -le dije- y por ello espero que me permita hacerle una pregunta, como hombre. Me temo que no puedo preguntar a mi marido porque podría resultarle demasiado incómodo responder con sinceridad.

– Por supuesto, señora Maycott.

– Tiene que ver con la atracción que los hombres sienten por las mujeres. Es algo que debo comprender para mi novela.

El tomó un sorbo de vino.

– Plantea usted un tema del cual conozco mucho.

– Yo conozco del cortejo y del amor. Esas cosas las comprendo. Los sentimientos de usted por esa dama de Fife, por ejemplo. Lo que no alcanzo a entender es la atracción que sienten hombres como Tindall o Hendry. Miran a una mujer con deseo, pero no la quieren, ni les gusta, o tan siquiera la toman en consideración como persona, hasta donde alcanzo a ver. Si lo que buscan es la mera satisfacción física, ¿no habría de darles igual una mujer u otra?

– No sé si será mejor, tal vez, que dejemos esta conversación… -Skye volvió a beber de su copa.

– Ya que hemos llegado hasta aquí, tendríamos que terminar, ¿no le parece?

Me sorprendí de mis propias palabras. Me daba cuenta de lo atrevido del tema, pero era eso lo que me entusiasmaba, precisamente. ¿Por qué no iba a hablar de lo que quisiera con un amigo de confianza? Sabía que podía fiarme de su caballerosidad y no veía razón para no buscar cierta excitación en algo que era, si bien ilícito, tan inocuo. Aun así, me di cuenta de que también insistía en aquel tema por otra razón más egoísta. La gente de la que escribía en mi novela no tenía nada por sagrado y, aunque sus transgresiones eran mucho más escandalosas que nada de cuanto estábamos comentando en nuestra conversación, creí que necesitaba saber un poco más de aquello. Quería conocer la emoción de hacer algo que el mundo condenaría.

El señor Skye asintió y entendí que accedía, por lo que continué:

– ¿Todos los hombres desean a mujeres que ni conocen ni les gustan? Comprendo la atracción, sentirse fascinada por un rostro o una figura, pero las mujeres creo que siempre debemos añadir alguna fantasía a tal atracción. Si vemos un hombre que nos gusta, imaginamos que debe de ser bueno, amable, valiente o lo que sea que más valoramos en un varón. Me da la impresión de que hombres como Tindall y Hendry no se molestan con tales fantasías. Simplemente, tienen un deseo y solo quieren satisfacerlo. ¿Todos los hombres son así?

Skye carraspeó.

– Un hombre siempre se sentirá atraído por una mujer bonita, eso es inevitable, pero cada cual escoge cómo dar forma a ese interés, según su impulso. Si me perdona la cruel analogía, todo cazador debe tener su perro pero, cuando el perro no está cazando, hay hombres que lo dejarán tumbarse al lado del fuego y le darán sobras de la mesa, mientras que otros lo maldecirán y le pegarán si se atreve siquiera a aparecer donde su amo no lo quiere. ¿Puede usted, a partir de estos dos ejemplos, sacar en limpio cómo tratan los hombres, en conjunto, a sus perros? No, pues si el deseo de cazar con ellos puede ser casi universal, el modo de tratar al animal es diferente de un individuo a otro.

– ¿Se refiere a que algunos hombres anhelan afecto, mientras que otros ansían conquistar, y que estos dos deseos no guardan relación?

– Creo que todos los hombres desean conquistar, del modo que sea, pero el ideal difiere de un individuo a otro. Uno puede desear que su afecto sea correspondido. Así habrá conquistado la indiferencia que una mujer pudiera sentir hacia él. Otro prefiere la conquista en su forma más ruin. En esto, creo yo también, las mujeres son diferentes, de lo cual me alegro. Los hombres anhelarán cualquier corazón dispuesto, por lo que las mujeres deben ser las guardianas de las puertas del deseo, para prevenir una anarquía general.

Para entonces, había llevado el tema tan lejos como me atrevía y deseaba. Lo había hecho sentirse incómodo a él y yo misma me había sentido turbada, pero los dos habíamos perseverado y, si no estaba confundida, a los dos nos había gustado el desafío. Y, tal vez no por mera coincidencia, el señor Skye abrió para mí otra botella de vino y me mandó a casa con media docena de huevos.


El invierno quedó atrás por fin y, en la primavera de 1791, nos dio la impresión de que, a diferencia de la desesperación que habíamos conocido apenas un año antes, la vida era una delicia. Nuestra cabaña se había convertido en un hogar, con suelos de tablones y cálidas alfombras, las paredes forradas de corteza de abedul y cubiertas de grabados que el propio Andrew había enmarcado. Teníamos todas las cosas materiales que la gente del Oeste podía desear y si queríamos algo -comida, herramientas, ropa- solo teníamos que cambiarlo por whisky. Habíamos pasado, de forasteros recién llegados, a ocupar un puesto fundamental en la comunidad y apenas había ningún hombre al oeste de las confluencias del Ohio que no conociera el nombre de Andrew. Mi pila de páginas manuscritas completas creció y calculé que en un año tendría el libro que había sido la ambición de mi vida.

Cuando la nieve se hubo fundido y los caminos quedaron despejados, Andrew proyectó un viaje a Pittsburgh. No habíamos vuelto por allí desde el otoño, pero tales visitas no eran especialmente agradables. En esa época del año, el tiempo, más frío, hacía que no fuese tan intenso el hedor a podredumbre y descomposición, pero la ciudad quedaba aún más sucia del hollín y el polvo de carbón y, aunque llegáramos bien vestidos y aseados, habíamos de salir de allí pareciendo deshollinadores. La ciudad estaba poblada por gentes del Oeste de la peor ralea: rudos tramperos y comerciantes en pieles, indios borrachos y soldados ociosos para quienes un arma y un uniforme daban pie para confundir libertad con libertinaje. No obstante, lo que detestaba por encima de todo era a los ricos de la ciudad. Estos se exhibían con sus galas del Este pasadas de moda, fingiendo que las calles estaban adoquinadas, que los edificios eran de piedra y que paseaban por Filadelfia, o incluso por Londres, en lugar de por el último puesto avanzado de la civilización. Todo era tierra, fango y suciedad, polvo de carbón que caía como nieve negra, cerdos que hozaban la tierra, revoloteos de gallinas y deposiciones de vaca. A mí, Pittsburgh me parecía no tanto un esbozo de ciudad como un anticipo, para gran parte de sus habitantes, del mismísimo infierno.

Sin embargo, Andrew necesitaba suministros con los que experimentar nuevas recetas para el whisky y yo lo acompañé en el viaje. Como, por lo general, teníamos diferentes cosas que hacer en la ciudad, acostumbrábamos a atender a nuestros asuntos por separado; así pues, esta vez quedamos en encontrarnos delante de cierta tienda y cada cual tomó su camino. Andrew se marchó en busca de lo que requería para su negocio del whisky y yo fui a ver a un abogado.

El hombre al que buscaba era Hugh Henry Brackenridge, una figura prominente de la ciudad, famoso o infame según quien lo describía y según su caso más reciente. Me interesaba encontrarme con él por diversas razones, entre ellas que, según me había contado Skye, aquel hombre había escrito una novela; sin embargo, había otras. Estaba fascinada por lo que había oído decir de él; principalmente, su disposición a aceptar las causas de los indigentes, desde un indio homicida hasta los ocupantes ilegales de las tierras de Tindall.

Brackenridge tenía su bufete en una calle cercana a los restos ruinosos del fuerte Pitt. Delante de su puerta, dos hombres descamisados peleaban con una especie de desesperación ebria que bordeaba lo amoroso y apenas repararon en mí cuando me colé tras ellos para llamar con los nudillos.

De inmediato, me condujeron a su despacho, amueblado al rústico estilo del Oeste, y me encontré ante un individuo de aspecto extraño, cuarentón, de rasgos afilados y con algunas canas, que vestía una indumentaria respetable pero algo arrugada. Era, tal vez, el hombre más parecido a un pajarillo que había visto nunca.

– ¡Señora Maycott! -exclamó, como si nos conociéramos de toda la vida-. Mi queridísima señora Maycott, ¿en qué puedo servirla? Tenga, pruebe unas galletas… -Me puso delante una bandeja y se apresuró a tomar una galleta y llevársela a la boca-. Dígame cómo puedo serle útil.

Cuando dijo esto último, no había terminado de masticar la galleta y salió despedida de su boca una rociada de migajas, pero esto me pareció más un suceso curioso -como si observara el comportamiento de un animal exótico- que una grosería.

Aquel hombre no solo tenía un aire pajaril en su aspecto, sino también en su conducta. Hablaba con voz aguda y sus gestos eran tan nerviosos y espasmódicos como los de las aves a las que se parecía: revoloteaba de aquí para allá, no paraba quieto un instante y apenas empezaba a hablar de algo, saltaba a otro tema.

– Siempre me encanta conocer a quienes pueblan las tierras de esta zona. A las mujeres, casi nunca las veo, ¿sabe? A los maridos, sí, a menudo. Pero ¿las esposas? No, ellas apenas aparecen por aquí.

A pesar de toda su rareza, Brackenridge no me hizo sentir incómoda. El mundo está lleno de gente rara y, aunque algunos la desprecien, yo siempre he creído que un poco de amabilidad puede ganarte una lealtad duradera.

– ¿Cómo es que sabe quién soy? -le pregunté.

– Usted ha dado su nombre al llegar -dijo él- y su marido es muy conocido por su whisky. Lo he probado y, realmente, es muy especial. Pero siéntese, por favor.

Lo hice y le agradecí el elogio que había hecho a mi marido. A continuación, impaciente por ir al grano, le expliqué el asunto que me había llevado allí, pues tenía un motivo práctico para visitar al abogado: examinar las condiciones de nuestra concesión, ya que tenía dudas respecto a nuestras responsabilidades y obligaciones.

– En la ciudad no hay muchos hombres de leyes -le dije- y es bien sabido que solo usted se enfrenta a Tindall.

– El y yo no somos amigos, es cierto, pero tampoco enemigos. Sencillamente, acepto casos que tienen interés, eso es todo. Y no es necesario que el interés sea la persona en particular que está en el centro del caso. Eso es lo que la gente no entiende. Me han criticado mucho por defender a ese indio delaware, Mamachtaga. El piel roja se emborrachó y mató a un blanco y eso fue todo lo que hubo. Lo defendí con toda tenacidad, aunque hacerlo me granjeó muchos enemigos entre quienes no entendían que me pusiera de parte de un indio asesino frente a un hombre blanco.

Me sonrió y luego, necesitando tal vez una excusa para hacer un alto, dio un mordisco a otra galleta.

– Pero ¿por qué lo defendió? ¿Por qué enfurecer a sus vecinos por defender a un hombre al que sabía culpable de un crimen tan terrible?

Por un instante, todas sus facciones -los ojos de rápidos movimientos, las aletas vibrantes de la nariz, los labios temblorosos- se paralizaron. Cuando su mirada buscó la mía, era como un monumento tallado en piedra.

– Lo hice porque alguien debía hacerlo, porque incluso el culpable debe tener defensa, o la justicia carecería de sentido. Lo hice, señora Maycott, porque soy un patriota y, si un hombre ama a su país, debe defender los principios de ese país aunque al hacerlo se sienta incómodo consigo mismo y se haga odioso a sus vecinos.

Un patriota no debe acomodar los principios de su país a sus propias ideas.

– Es usted un hombre inteligente, señor Brackenridge.

– Demasiado para mi propio interés, si quiere que le diga la verdad. -Consternado, tal vez, de mostrarse tan solemne, me dirigió una curiosa sonrisa y se pasó una mano por el pelo-. Bien, veamos su contrato con el coronel Tindall. Y no tema, no le diré que ha acudido a verme. No le gustaría, aunque supongo que usted ya sabe eso.

El abogado cogió el documento y se sentó en su escritorio con una copa de vino en una mano. Las gafas se deslizaron lentamente por su nariz como la lenta fusión de la nieve de las montañas con la llegada de la primavera. Siguió cada línea con la punta del dedo, leyendo en un murmullo, como el apuntador de una comedia de teatro, y creo que lo hacía conscientemente. El señor Brackenridge no solo era un hombre estrafalario, sino que disfrutaba de su rareza. Asentía, tomaba un sorbo de vino, buscaba por dónde iba en la lectura, asentía otra vez, murmuraba, sacudía la cabeza, señalaba, movía la mano en círculo y volvía a buscar por dónde iba. Por último, levantó la vista y discutió las cláusulas conmigo. El contrato era, a grandes rasgos, lo que esperaba y la explicación lo dejaba todo muy claro. Cuando terminó, noté que me sonrojaba y aparté el rostro.

– Hay otro asunto que me gustaría tratar… -dije-. Espero que no le parezca demasiado personal.

– Vamos, señora Maycott, ahora somos amigos, ¿no? Bueno, no tan amigos, supongo. Por ejemplo, yo no le prestaría a usted una suma de dinero considerable. Y no es que piense que me lo va a pedir. Una suma pequeña, tal vez. Sí, una módica cantidad no sería tan absurdo. ¿Unos cuantos dólares? ¿Bastará con eso?

Me eché a reír.

– Señor, no le he pedido dinero ni tengo intención de hacerlo. Soy yo quien está en deuda con usted, puesto que me ha prestado un servicio.

– Ah, sí, por supuesto.

– Se trata de otra cosa. Verá…, he oído que está escribiendo una novela, señor.

A Brackenridge se le iluminó la expresión, como un niño a la mención de unos dulces.

– Mucha gente considera mi empeño una solemne estupidez pero, claro, esto es Pittsburgh y no un centro literario. En efecto, escribo una novela. ¿Es usted amante de las novelas, señora?

– Lo soy. -Aparté la mirada y añadí-: Y también soy, espero, escritora de novelas.

– Oh, querida, qué emocionante -exclamó él, Brackenridge no dudó un instante en tomar un grueso manuscrito de su escritorio y empezar a leerme unos párrafos de su obra, Caballería moderna. Trataba de las aventuras de Fárrago, una especie de Don Quijote americano, y de su fiel y desventurado criado, Teague. Era divertidísima y me reí en varios pasajes, tanto de sus ocurrencias como de su espléndida actuación, pues ponía las voces de los personajes e incluso, lo mejor que podía con los papeles en la mano, representaba la escena según leía. También comprobé, con alivio, que aquella obra no tenía nada que ver con lo que yo me proponía. Yo deseaba escribir algo nuevo. El señor Brackenridge aspiraba a escribir algo antiguo. Me tranquilicé.

– Tal vez le gustaría a usted compartir conmigo algún pasaje de su libro.

Yo no le habría pedido que le echara un vistazo, pero él se ofreció y yo había acudido preparada con una copia en limpio de los primeros capítulos, unas sesenta páginas escritas con mi mejor caligrafía. No era ningún capricho, pues el papel era caro y me costó mucho desprenderme de aquellas páginas, pero sabía que debía conocer la opinión de alguien. Y la de alguien que no tuviera ningún interés en complacerme.

– No tengo tiempo para esperar mientras lee, así que dejaré el manuscrito a su cuidado, señor, en la confianza de que no enseñará estas páginas a nadie. Sin embargo, como es usted un hombre de letras, apreciaré mucho sus impresiones. ¿Debo continuar mi obra o es mejor que la abandone? Le ruego que me prometa decirme su opinión sincera y no contenerse por cortesía. Cuando vuelva a la ciudad, dentro de un par de meses, vendré a visitarle y a escuchar su veredicto, y me devolverá las páginas.

Brackenridge accedió a mis condiciones y me marché. El asunto ya no estaba en mis manos y no debería haber pensado más en ello, pero al día siguiente, de regreso en la cabaña y mientras preparaba la cena, escuché el sonido de unas pezuñas que se acercaban. Salí a ver quién venía y allí, cabalgando hacia mí, estaba el estrafalario señor Brackenridge.

Se apeó del caballo, buscó en una alforja y me devolvió las páginas.

– No podía esperar un par de meses -me dijo-. ¡Lo que escribe usted es extraordinario! Nuevo e importante. Le ruego que lo termine enseguida. El mundo necesita novelas como esta.


Una semana después, quizá, de mi encuentro con el señor Brackenridge, mientras servía un tentempié de media tarde a Andrew, Dalton y Skye, nuestro perro empezó a ladrar furiosamente. Siguió a esto una violenta llamada a la puerta y los tres echaron mano a sus armas al instante. Así reaccionaban los hombres en el Oeste, aunque a mí me pareció una estupidez, pues una partida de salvajes al asalto no llamaría antes de entrar. Andrew, no obstante, me indicó que me retirara al fondo de la cabaña y dio unos pasos hasta la puerta, que entreabrió ligeramente. Enseguida, la abrió del todo.

Allí plantados a la clara luz de media tarde, con el sol cegador a su espalda, estaban Hendry y Phineas, los hombres de Tindall. Hendry sonrió a Andrew y se rascó la cara costrosa mientras hurgaba la tierra con la puntera de la bota. Bajo aquella luz, su rostro no estaba colorado sino de un escarlata deslumbrante.

– No les ha ido mal… -murmuró, relamiéndose los labios mientras estudiaba el interior de la cabaña.

– Buenas tardes, señor Hendry, Phineas… -dijo Andrew.

Hendry entró sin pedir permiso y Phineas lo siguió, pegado a él. Hacía un año que no veía al muchacho y desde entonces había crecido, había desarrollado los hombros y el torso, y tenía más barba en la cara. Phineas había hecho la transición de muchacho brutal a hombre brutal.

Andrew, siempre atento a posibles situaciones de violencia, no opuso resistencia. Los hombres como Hendry eran dados a tender trampas, como desafiar a otros a cerrarles el paso. Yo sabía que Andrew no se dejaría provocar de aquella manera y supuse que podía contar con la misma contención por parte del señor Skye, pero no estaba segura de cómo reaccionaría Dalton. Los dos miraban fijamente a los intrusos y empuñaban sus respectivos mosquetes, pero no apuntaban con ellos.

– Nadie los ha invitado a entrar -dijo Skye-. Aquí, cuiden los modales.

Aquellos hombres no estaban hechos para cuidar sus modales y no les gustó que se lo exigieran. Phineas escupió en el suelo para hacer más visible su disgusto.

Hendry vio que Skye torcía el gesto y respondió con una mueca de desdén:

– Me parece que no todos podemos ser maestros de escuela como usted. No todos podemos medir nuestras palabras, pero algunos somos muy hombres y no nos escondemos detrás de las faldas de un irlandés, que lo sepa. Si tiene algo que decirme, hágalo: deje el arma y dígamelo como un hombre.

– Un momento, señor Hendry -intervine yo-. Estamos en la casa de mi marido, no en su campamento. Es usted quien debe contenerse…

– ¡Cierre la boca!

La orden llegó de Phineas y todos, incluso Hendry, nos volvimos con un sobresalto. Phineas me miraba con una expresión de odio tal, que temí que me saltara encima como un salvaje y me rebanara el cuello. Más aún, temí que Andrew se enfrentara a él y que tal enfrentamiento condujera al desastre. Quizá no en aquel momento, pues allí los hombres de Tindall estaban en inferioridad numérica y de armamento, pero sí bastante pronto.

– Phineas, ¿qué he hecho para que me hables así? -me apresuré a responder. Solté mis palabras atropelladamente, pero tenía que intervenir antes de que Andrew pudiera decir nada. Me proponía convertir aquello en la reprimenda de una mujer a un muchacho, para que no terminara en un conflicto entre hombres.

– Haga callar a su mujer, Maycott -dijo Hendry-. Ya le ha traído suficientes problemas, ¿no? Hablar con abogados y tal… Sí, señora, ¿creía que no la había visto nadie ir a hablar con ese buscapleitos de Brackenridge?

Sentí que me recorría un estremecimiento de miedo. ¿Era cierto lo que decía? ¿Había atraído aquel problema sobre nosotros?

– Solo fui a hablar con él de escribir novelas -argumenté, dirigiendo mis palabras a Dalton y Skye, no a Hendry.

– Querida, puedes hablar con quien quieras -intervino Andrew-. No es asunto de Tindall ni de sus aduladores. Ya los hemos soportado bastante y están advertidos. Salgan de mi cabaña.

– Al coronel no le gusta ver a un hombre tan dominado por una mujer -dijo Hendry, que no quería hacerle a Andrew el honor de escuchar sus palabras-. Me manda el coronel y hablo y escucho por él, y al coronel no le gusta que las mujeres hablen fuera de lugar. Eso lo irrita; no lo soporta. A mí tampoco me gusta demasiado. Yo sacudo a mi mujer y no veo por qué no ha de hacer usted lo mismo con la suya.

Dalton se puso en pie.

– Tiene que estar loco para hablar así. No saldrá de aquí con la lengua en la boca.

– Me manda el coronel Tindall -insistió Hendry- y, si no regreso y lo hago sano y salvo, vayan todos preparándose para la horca.

– Sí, viene de parte de Tindall -dijo Andrew-. Todos entendemos que usted cree que eso lo protege. Se dirige con insolencia a mi esposa para exhibir su poder y yo no lo mato por lo que dice para demostrarle que sus palabras son huecas. Ahora, déjese de bravatas y díganos qué se le ofrece a su amo.

El señor Dalton torció el gesto ante lo que le pareció una actitud conciliadora por parte de Andrew, pero el señor Skye hizo una mueca de aprobación. Andrew había dado permiso a Hendry para exponer su encargo, pero lo había humillado al mismo tiempo. Tal vez era el mejor arreglo que podía esperarse.

Phineas parecía perdido en otro diálogo, uno que tenía lugar en un mundo fantasmal, solapado al nuestro. Volvió a escupir en el suelo y alzó hacia mí sus ojos oscuros y aterradores.

Hendry, percibiendo tal vez que las cosas aún podían torcerse, tomó aire y dio un paso adelante.

– Bueno, ya que me lo pide, expondré el asunto. -Avanzó hasta la mesa y examinó la botella y las jarras. Tomó uno de los vasos de peltre y lo olió-. ¿Es esto, pues? -preguntó, mirando directamente a Andrew-. ¿Este es el nuevo whisky del que habla la gente?

– Es el whisky que hemos estado haciendo -respondió Andrew.

Hendry apuró la jarra de un trago y miró el interior.

– A mí me sabe a la misma mierda de cerdo. Tiene un aspecto algo distinto, pero no noto nada nuevo en el sabor. Quizá lo único que ha hecho es mearse en el de siempre. ¿Es eso, Maycott? ¿Ha estado meándose en el whisky? Por eso sabe así, a bebida con pis. Podría llamarlo «pisky». Sería un nombre más ajustado.

Skye soltó una risotada.

– Habla como si fuera un experto en beber meados. ¿Cuál es el que toma tan a menudo, el suyo propio o el de Tindall?

En el rostro estropeado de Hendry empezó a dibujarse una expresión violenta y peligrosa.

Creo que Andrew debió de entender que nos hallábamos sobre un barril de pólvora y quiso apagar todos los fuegos.

– Gracias por su crítica -dijo-. La tendré muy en cuenta cuando fabriquemos el próximo lote, que tal vez querrá probar…

– Me gustaría -respondió Hendry-, claro que me gustaría, se lo agradezco mucho, pero creo que no podré, porque no habrá próximo lote.

– Esto se ha acabado -confirmó Phineas.

– ¿Quién lo dice? -Dalton dio un paso adelante. Cuando se movió, su figura fue una visión temible.

– Lo ordena el coronel Tindall -dijo Hendry mientras se rascaba una postilla de su mentón escamoso-. No le gusta cómo van las cosas. Ha sabido que Maycott, aquí presente, no está despejando de árboles su parcela. Eso no puede ser, así que usted -señaló a Dalton con el dedo-, usted volverá a hacer su whisky de meados como antes. No quiero que repita lo que ha hecho con Maycott. Quiero oír a la gente quejarse de que ya no puede conseguirlo.

– Haremos lo que nos venga en gana -replicó Andrew-. Ahora, ya ha dicho usted lo que quería. Nosotros, para que reinara la paz, hemos aguantado mucho más de lo tolerable, pero no seguiremos así indefinidamente. Salgan de mi casa. No pienso seguir escuchándolos.

– Mire, Maycott, ahí es donde se equivoca. Verá: el coronel Tindall es el propietario de sus tierras y quiere que tale los árboles y desbroce su finca. Si no lo hace, habrá problemas.

– Tindall tiene su propia destilería -dijo el señor Skye- y no le gusta que nos metamos en su negocio. Se trata de eso y nada más.

– Eso cree, ¿verdad? -preguntó Hendry, como si supiera algo que nosotros ignorábamos.

– Si está dispuesto a oír la opinión de una mujer -intervine, dando un paso adelante-, le diré lo que creo yo. En efecto, visité al señor Brackenridge, como usted ha dicho, porque me temí que alguien que había estafado una vez quisiera intentarlo de nuevo. Quería que el abogado estudiara a fondo el contrato para comprobar que no hacíamos nada que la ley no permitiera. Y no hay nada en el documento que dé derecho a Tindall a decirnos lo que debemos o no hacer con nuestra tierra y nuestro tiempo.

– ¡Cierre la boca! -vociferó Phineas.

Dalton levantó su arma, aunque no apuntó con ella todavía.

– Hendry, ese chico ha perdido el juicio -dijo-. Lléveselo de aquí antes de que suceda algo irremediable.

Me llevé una mano a la boca. No deseaba que hubiese un derramamiento de sangre, y menos aún en mi casa. Sin embargo, no tenía miedo. Estaba segura de que el señor Dalton sabría dominarse.

Hendry no pestañeó. Posó una mano en el hombro de Phineas y le habló con tranquilidad:

– No perdamos la cabeza, muchacho. -Habló como si todo estuviese en calma y aquello hizo posible que Phineas le creyera. Dio la impresión de que incluso aquel abominable Hendry tenía cosas que enseñarme. Luego, miró a Andrew y sonrió-: Supongo que ahora entiende a qué me refería. Todo este lío con mujeres y abogados no le traerá nada bueno. No es muy inteligente enfrentarse al coronel.

– Me parece que ha llegado el momento de que eche a correr -lo amenazó el señor Dalton, levantando su arma.

Hendry meneó la cabeza como si lamentara el desagradecimiento de aquellos a los que intentaba ayudar.

– Supongo que se lo van a poner difícil ustedes mismos, ¿verdad? No puedo decir que me sorprenda. Le dije al coronel que así sería. Peor para ustedes, pero ya sabía que no podía ser de otra forma. Vámonos, Phineas.

Los hombres de Tindall se marcharon y cerraron la puerta al salir. Al momento, Andrew y sus socios empezaron a discutir con voces excitadas, pero no presté atención a lo que decían. Me interesaba, desde luego, pero me distrajo la escena que vi por la ventana. Delante mismo de nuestra cabaña, Hendry estaba azotando a Phineas con una tira de cuero. Le había hecho levantarse la camisa de cazador y le azotaba las nalgas. Phineas estaba de cara a la ventana, pero tenía los ojos cerrados con fuerza. Entonces, de repente, los abrió y me vio mirándolo. Debería haber apartado la cara, pero no lo hice. Phineas me sostuvo la mirada, descarado y sin pestañear, y, a pesar de los azotes de Hendry, su virilidad empezó a hincharse y sus ojos me taladraron con pura malicia. Debería haber apartado la vista, haberle ahorrado a él la humillación y a mi la descarnada desnudez de su furia, pero continué mirando. Me resultó aterrador y terrible y, sin embargo, era lo más oscuro y genuino que había visto nunca.

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