Ethan Saunders
Tomamos el coche exprés pero tardamos casi cuatro días en llegar a Filadelfia. Tres horas después de cruzar a Nueva Jersey con el transbordador, nos vimos sorprendidos por una terrible tormenta de nieve que redujo el paso al mínimo y nos vimos obligados a hacer noche en la miserable población de Woodbridge, pues no habíamos avanzado más de treinta millas. Podría decir que, al día siguiente, las cosas no mejoraron, pero eso sería presentar la situación de una manera demasiado agradable. Nuestro carruaje golpeó un socavón de la carretera y volcó cerca de New Brunswick, una población aún más deprimente que Woodbridge. Dos de nuestros compañeros de viaje, ambos especuladores, quedaron malheridos. Uno de ellos se rompió la pierna y su vida corría serio peligro. El carruaje quedó reparado a última hora de la mañana del tercer día y las carreteras estaban algo más transitables, pero enfangadas, por lo que nuestro avance fue lento. Nos detuvimos a dormir en Colestown, tentadoramente cerca de nuestro destino, y llegamos a Filadelfia a primera hora de la mañana siguiente.
Lavien se marchó enseguida a comunicar sus descubrimientos a Hamilton. Yo tenía otros asuntos que resolver y caminé desde la taberna de la City, donde nos habíamos apeado, exhaustos, de nuestro carruaje, hasta la casa de Pearson. No tenía intención de llamar a la puerta pero quería verla, saber desde fuera que dentro todo iba bien. Tal vez la vislumbraría a través de una ventana del piso de arriba. Tal vez ella también me vería. Nuestros ojos se encontrarían y nos comunicaríamos mil cosas sin decirlas.
Mientras me acercaba a la casa, noté que el aire frío me traspasaba el gabán. Tenía la gelidez sobrenatural de los malos presagios. Fuera había un gran carro y una docena de trabajadores o más se dedicaban a trasladar muebles. Observé a tres hombres que cargaban un robusto escritorio de roble.
– Esperen -dije, corriendo hacia ellos-. ¿Qué ocurre aquí? ¿Dónde está la señora Pearson?
Uno de los hombres se volvió hacia mí. Era un tipo corpulento, como esos que uno encuentra en los muelles. Se lo veía contento con el trabajo ya que, en lo más crudo del invierno, este siempre escaseaba.
– Pues no lo sé -respondió-, pero ahí no vive nadie, si eso es lo que pregunta.
– ¿Qué quiere decir?
– La casa se ha vendido. Trabajamos para un tal señor John Beck, que es quien la ha comprado. Ha marcado los muebles que no quiere y los llevamos a una tienda para que los subasten.
Me acerqué un paso más, abrumado de repente por miles de posibilidades, aunque había una que destacaba entre las demás. Tendría que haber seguido el primer consejo de Lavien. Mientras estábamos en Nueva York, tendría que haber permitido que le cortara el cuello a Pearson.
– ¿Cuándo ha sucedido todo esto? -pregunté, recobrando al fin la voz.
– No lo sé. -El individuo sacudió la cabeza-. Hemos empezado a trabajar aquí esta semana, pero no sé cuándo vendieron la casa.
Le pedí la dirección del hombre que lo había contratado y fui a ver a Beck, aunque no me sirvió de mucho. Me dijo que había comprado la casa a través de un intermediario y, aunque las negociaciones habían durado un tiempo, el trato lo habían cerrado hacía dos días solamente. En cuanto al señor Pearson, no sabía dónde encontrarlo, ni tampoco a su esposa.
Como no se me ocurría qué hacer, regresé a la taberna de la City y empecé a interrogar a gente al azar, por si alguien había oído algo sobre Pearson. Me obligué a mostrarme tranquilo y confiado, formulando las preguntas como si yo tuviera negocios con el caballero.
– Busco a Jacob Pearson -expliqué- a fin de ultimar una transacción que empezamos hace algún tiempo. ¿Alguien puede dirigirme a él?
– Buena suerte, amigo -dijo un hombre-. Pearson huye de sus acreedores. Ha vendido sus propiedades de la ciudad o se las han embargado. Vendió la casa que tenía en Germantown y también la de Bristol. Se ha marchado para siempre.
– He oído que se fue a Inglaterra -afirmó otro.
– Pues a mí me han dicho que está en las Antillas -terció otro individuo-, pero antes de marcharse mató a su mujer y a sus hijos.
– No los mató -lo contradijo otro-. Los vendió a los piratas. Eso es lo que me ha dicho mi criado y no se equivoca nunca en estas cosas.
¿Estas cosas? ¿Había una categoría de cosas que incluía vender la propia familia a los piratas? No se trataba de que me creyera la historia, y los rumores eran desagradables pero, cuando un hombre huye, sus conocidos siempre están dispuestos a creer lo peor y, si bien pensaba que Pearson era capaz de casi todo y temía por Cynthia, aquella posibilidad, por lo menos, podía descartarla. Sin embargo, aquello no me acercó más a la verdad, así que pedí papel y pluma, y escribí de inmediato al coronel Burr, pidiéndole que hiciera averiguaciones. Parecía inútil, pero no se me ocurría otra cosa, aparte de lamentar que hubiera permitido que Pearson se me escapara de las manos. Juré que, si se presentaba de nuevo la oportunidad, no volvería a hacerlo.
Salí tambaleante de la taberna de la City, incapaz de proseguir mis pesquisas y sin saber adonde ir. Reconocí que, después de cuatro días de torturante viaje por carretera, necesitaba descansar, por lo que volví a mis aposentos, me tumbé en aquella cama familiar y quizá dormí unas cinco horas. Cuando me desperté y me aseé, era oscuro, casi las seis, y aunque parecía improbable que mi visita tuviera éxito, decidí probar si encontraba a Hamilton en su oficina.
El edificio del Tesoro no estaba cerrado y Hamilton no se había marchado todavía. Accedió a recibirme de inmediato, por lo que entré en su despacho y tomé asiento delante de él. Tenía un aire cansado, demacrado y nervioso, como si llevara muchas noches seguidas sin dormir. Sin embargo, se obligó a sonreír.
– Al parecer -dijo-, no ha hecho caso de mi advertencia y se ha involucrado en la investigación.
– Al parecer.
– El señor Lavien me ha contado que lo ha hecho usted extraordinariamente bien. -Sonrió de nuevo-. Frustró los planes de Duer para hacerse con el control del Banco del Millón. Si lo hubiese logrado, las consecuencias para la economía habrían sido desastrosas.
– Me alegro de saber que lo aprueba.
Y por extraño que parezca, era verdad. Es fácil odiar a un hombre que, equivocadamente, creemos que nos ha perjudicado, porque nos brinda la oportunidad de no tener en cuenta nuestros propios errores o prejuicios. Era cierto que, aunque yo me hubiese equivocado sobre sus pecados del pasado, tenía motivos suficientes para sospechar de él y, aun así, no pude evitarlo: sus alabanzas me complacieron. No sabía si admiraba a aquel hombre, si de algún modo deseaba regresar a un tiempo distinto, o si era la propia proximidad de Hamilton a Washington lo que me provocaba aquellos sentimientos, pero allí estaban, fuera cual fuese su origen.
– Y también está -prosiguió- el asunto del dinero que usted denunció como desaparecido. Efectivamente, parece que Duer se llevó doscientos treinta y seis mil dólares del Consejo del Tesoro. Es demasiado pronto para saber seguro si podremos demostrarlo, pero tengo a un hombre, Oliver Wolcott, investigando el asunto y de momento creemos que hay motivos para emprender una acción legal contra él.
– Y hasta entonces, ¿qué debemos hacer? -inquirí.
– Parece que Duer y yo estamos enemistados. Intenta controlar los bonos al seis por ciento y también los cupones bancarios. El asunto del Banco del Millón fue un buen revés para él, pero todavía parece disponer de abundantes fondos, gracias a los codiciosos pescaderos y sombrereros de Nueva York. Sin embargo, puedo complicarle más las cosas. He indicado al presidente del banco que empiece a demandar el pago de los préstamos a corto plazo y que limite la concesión de nuevos, lo cual hará que disminuya todo el mercado del crédito. Además, voy a mandar a mis agentes a todos los centros de operaciones financieras del país. Intentaré frustrar sus planes. Si es una amenaza contra el banco, como cree el señor Lavien, se trata de una amenaza que podemos contener liberando bonos al seis por ciento a un precio razonable, lo cual permitirá a los inversores en cupones bancarios conservar el valor de estos. Es un proceso lento, así que debemos esperar.
– ¿Ha sabido algo de Pearson? -pregunté tras aclararme la garganta.
– Ha vendido su casa y ha huido de la ciudad -asintió-. Dicen que también ha vendido las propiedades que tenía en otros lugares, aunque eso no puedo confirmarlo. No sé nada más, pero comprendo su implicación en este asunto y, si me entero de algo más, se lo comunicaré.
– ¿No tiene ninguna propuesta?
– Tal vez debería pedirle a su esclavo que investigara. Entre los negros hay redes de información que pueden resultarnos útiles.
– Por supuesto -dije, pues no quería hablar más del asunto.
– Y ahora, capitán, tengo mucho trabajo que hacer. Si me disculpa… -De repente, su tono resultó cortante, como el de un hombre que dice una cosa para evitar decir otra. Me hizo pensar en su relación con Reynolds y no pude por menos de sospechar que era la causa de su inquietud.
– ¿Se encuentra bien, coronel? Lo noto alterado.
– Estoy abrumado -respondió, lacónico-, y esta conversación ha terminado.
Me puse en pie, crucé la sala y abrí la puerta. Fuera estaba oscuro. Casi todos los funcionarios se habían retirado ya y habían apagado las velas, aunque seguían ardiendo unas cuantas lámparas de aceite y, en la penumbra, distinguí a un hombre que esperaba a que Hamilton lo recibiera. Al principio, no le vi la cara, pero luego se volvió y lo reconocí de inmediato. Era Reynolds.
¿Se encontraba allí en calidad de hombre que me había arrojado a la mazmorra de Pearson, o de hombre que me había librado de ella? No estaba de humor para averiguarlo. En aquel momento, se volvió hacia mí con una sonrisa estúpida en la cara y le aticé con el puño. No soy un hombre de acción, ya lo he dicho, pero aun así puedo propinar un puñetazo a un oponente desprevenido. Sin embargo, Reynolds siempre estaba atento. Alargó la mano y frenó el ataque. Noté que mi puño se estampaba con fuerza en los huesos de su mano y me recorrió una oleada de dolor que llegó hasta el codo. El apenas se movió.
– Qué descortés -dijo.
Hamilton se había levantado y corría hacia el umbral de su despacho.
– ¿Qué ocurre aquí? -preguntó.
– El capitán ha querido agredirme -explicó Reynolds.
– ¡Capitán Saunders! -gritó Hamilton. Parecía más un profesor de latín que un oficial del ejército-. ¡Márchese de inmediato!
Aún tenía el puño enredado en la mano carnosa de Reynolds y este me lo sujetaba con firmeza. Noté que empezaba a sudar.
– Este hombre me atacó en Nueva York -dije.
– Ya se lo expliqué -replicó-. Solo fue por dinero. Me pagaron para que lo atacase y lo hice. Y no me salió mal, ¿verdad?
– ¿Dónde está Pearson ahora? -inquirí.
– No lo sé. No lo he visto.
– Entonces, ¿ahora trabaja otra vez para Duer?
– Lo que haga Reynolds no es de su incumbencia -intervino Hamilton y, dirigiéndose a la bestia, añadió-: Suéltele la mano. El capitán Saunders ya se iba.
– Exijo saber lo que hace con él -insistí.
– ¿Quién es usted para exigir nada? -replicó Hamilton.
Reynolds me soltó. No dije nada más y salí del edificio tan enfadado, que no se me ocurrió otra posibilidad. Hamilton tenía tratos secretos con Reynolds. Hacía tiempo que lo sabía, pero ignoraba por qué. Lo que resultaba imposible era que la animosidad entre Hamilton y Duer fuera un mero engaño cuyo objetivo fuese confundir a los enemigos. Hamilton se había dedicado a servir al gobierno en detrimento de su economía personal. Era concebible que hiciera cosas terribles, incluso destruir el banco, que era una creación suya, antes que seguir siendo pobre para siempre, pero yo no lo creía. Hamilton no sacrificaría el banco por nada, y mucho menos por codicia. Y, en cualquier caso, Leónidas había visto a Hamilton entregando dinero a Reynolds y no al revés.
Reynolds había dejado claro que prestaría servicios pagados a otros hombres para realizar trabajos, trabajos sucios. Hamilton tenía a Lavien, pero había dejado claro que lo incomodaba la visión escrupulosa que este tenía del deber, lo cual significaba que, fuera cual fuese el trato que tenía con Reynolds, era algo que Hamilton no quería que la gente supiera.
Yo ignoraba qué significaba todo aquello, pero estaba decidido a averiguarlo. Solo había un hombre en el mundo al que pudiera formularle una pregunta sobre el papel que desempeñaba Hamilton, y mi intención era hacerlo de inmediato.
Pocas cosas hay en el mundo por las que esté dispuesto a mostrar reverencia, es cierto, pero en aquel encuentro haría gala de todo el respeto que pudiera. La noche anterior me abstuve de beber, por lo que el martes por la mañana desperté descansado y tranquilo. A medida que la hora de la visita se acercaba, me vestí con toda pulcritud, haciendo uso frecuente del espejo para cerciorarme de que todo estaba en orden.
En lugar de arriesgarme a que se me mancharan los zapatos y los calcetines con barro de la calle, alquilé un coche para que me llevara a la Sexta con Market, donde se hallaba la gran mansión.
Era una de las primeras casas de la ciudad y su propietario era Bob Morris, aunque la había alquilado a su distinguido arrendatario. Cuando me acerqué a la puerta, un negro con librea extendió la mano para que le diera la invitación.
– No tengo invitación -dije.
– Entonces, no puede entrar.
– Soy el capitán Ethan Saunders -expliqué-. Tengo que hablar con él y debo hacerlo de esta manera. No puedo permitir que la gente sepa que he conversado con él, por lo que tiene que ser un intercambio público y aparentemente vacío. Si sabe que estoy aquí, querrá verme. ¿Le anunciará mi nombre?
Era evidente que el criado no sabía si debía hacerlo o no y, sin embargo, pareció captar la fuerza de mi petición. Le pidió a otro portero que ocupara su lugar y desapareció en el interior de la casa unos minutos. Cuando regresó, me dijo que podía entrar.
Me hicieron pasar a una antesala amueblada de rojos y oro, y llena de las personas más eminentes de la ciudad, así como de visitantes de otros estados e incluso algún dignatario extranjero. Nadie sabía mi nombre y, aunque yo conocía muchos de los suyos, no había acudido allí para mantener charlas ociosas, para cotillear ni para mejorar mi posición social. Me limité a quedarme junto a la ventana y trabé conversación, porque eso era lo que me correspondía, con un obispo de la Iglesia episcopal llamado White.
A las tres en punto de la tarde, se abrieron las puertas de la sala de recepción y entramos en fila obedientemente. A la izquierda, otro hombre con librea empezó a anunciar por el nombre a cada invitado. Este criado no era negro, ya que su tarea consistía en leer y un negro que no fuese analfabeto podía ofender a los sureños.
Yo estaba situado a la mitad de la cola, aproximadamente, y me tocó el turno. Le pasé mi tarjeta al sirviente y este proclamó en voz alta: «¡El capitán Ethan Saunders!». Noté que se me encogía el estómago como le ocurre a uno antes de entrar en batalla. Tenía mucho miedo, sí, pero también estaba alborozado. Y sentía vergüenza porque, de repente, desfiló ante mí toda la última década de mi vida como si no fuese otra cosa que una sucesión de días de borrachera y encuentros llenos de libertinaje, tan ofensivos como imprudentes. Mucho tiempo atrás, me habían reclutado unos hombres que consideraban que mis talentos especiales eran un medio para servir y no una excusa para no lograr nunca el éxito. Sí, había recibido golpes muy duros, pero ¿qué excusa tenía para rendirme al fracaso y a la desesperación?
Tales eran mis sentimientos cuando me volví hacia la derecha, donde se hallaba el presidente Washington, ataviado con sus mejores galas, traje de terciopelo y guantes, y la espada ceremonial colgada al costado. No lo había visto de cerca desde hacía muchos años y el tiempo no había sido benévolo con él. Tenía la piel seca y apergaminada, surcada de venas rojas y rotas. Sus ojos parecían hundidos y su boca se torcía por la presión de la dentadura postiza, cuyas molestias eran ya legendarias.
Como hacía en el campo de batalla, encajó la sorpresa con hombría. Me estrechó la mano e inclinó levemente la cabeza y yo continué hasta la sala circular, donde ocupé mi sitio junto a los otros invitados.
Siguiendo la costumbre, las puertas se cerraron a las tres y media en punto y el Presidente empezó a hacer la ronda. Había oído hablar de lo tediosos que eran aquellos actos, pero hasta que uno no lo vive en persona, resulta imposible creer que la mente humana, libre de las ataduras de la tradición fundamental, pueda inventar un ritual tan pensado para espesar la sangre de cualquier ser humano.
Moviéndose en el sentido de las agujas del reloj, el Presidente se dirigió a cada uno de los invitados, lo saludó ceremoniosamente e intercambió con él unas palabras sin importancia. Si conocía al hombre, le preguntaba por su familia o, más acorde con su carácter, por sus tierras, las cosechas y las mejoras. Si era un desconocido, le hablaba del tiempo o de algún avance comercial o en infraestructuras en la zona donde viviera el individuo. Aquellas conversaciones no discurrían entre susurros, aunque se hablaba bajo para mantener la ilusión de la intimidad.
Mientras el Presidente se acercaba, yo apenas pude contener la inquietud. Quizá se negaría a hablar conmigo. Tal vez me reprobaría por la ruina de hombre en el que me había convertido. Acaso me echaría en cara que fuese un traidor. ¿Se había enterado de la verdad sobre aquellas acusaciones que mucho tiempo atrás habían caído sobre mí? Me mantuve erguido y esperé que el único indicio de la terrible ansiedad que sufría fuese el sudor que bañaba mi frente.
El Presidente se volvió hacia mí y me dedicó una tiesa reverencia. Olía a lana mojada.
– Buenas tardes, capitán Saunders, cuánto tiempo…
Yo quería ir al grano y, aunque sentía por él tanto respeto como los demás, no lo insultaría demostrándoselo.
– Hamilton -dije-. ¿Es de confianza?
Washington no se sorprendió en absoluto. Debía de haber intuido el motivo de mi visita y había decidido de antemano un curso de acción. Torció la boca en algo parecido a una sonrisa y volvió a cubrir sus dientes falsos con los labios.
– De absoluta confianza.
– ¿Y si las apariencias están en contra de él?
– ¿Ha estado escuchando a los partidarios de Jefferson?
– He visto cosas por mí mismo. He visto ciertas relaciones.
– ¿Y qué es lo que cree? -preguntó, asintiendo.
Todo el mundo nos miraba. Aquel pequeño intercambio, por breve que hubiera sido, había consumido más tiempo del asignado a cada invitado. Los presentes habían oído, al menos en parte, lo que habíamos dicho y sabían que no era un formal intercambio de palabras corteses. No, aquel era un asunto serio, una urgencia; yo no me había molestado en disimularlo y Washington, tampoco. Sin embargo, ya era demasiado tarde para retirarse. Era demasiado tarde para no lograr lo que esperaba. Que escucharan. Que se hicieran preguntas. Para ellos no tendría ninguna importancia pero, para mí, la tenía toda.
– Teniéndolo todo en cuenta -dije-, creo que es una persona honorable, aunque no comprenda sus acciones.
– Es mi asesor más íntimo y he de confiar en él. Tal vez se hunda en el infierno, pero nunca arrastrará a otro. -El general hizo otro pobre intento de sonrisa y no sé si le dolió a él más que a mí-. ¿Y qué hay de usted, capitán Saunders? ¿Es de confianza?
– ¿Lo he sido alguna vez, señor?
– Oh sí -respondió, esta vez sin ni un asomo de sonrisa-. El mundo no ha pensado nunca mal de usted. La gente creía que se tomaba el deber como si fuera un juego, una travesura, pero yo siempre supe que no era así. Supe que detrás de aquella jovialidad se escondía una dureza que no se atrevía a mostrar. Si la llevara en la superficie, se convertiría en otra persona.
– ¿Alguien como Lavien? -inquirí.
– Exactamente -asintió. Acto seguido se volvió a saludar al siguiente invitado y, en una sala con decenas de hombres, me sentí completamente solo.
Por perplejo que me hubiese quedado, no descuidé las cosas importantes. Regresé a la casa de huéspedes a cambiarme de ropa y ponerme algo menos elegante. Iba a llevar aquello hasta el final.
Aquella noche, cuando pasé por delante del edificio del Tesoro, no pude por menos de fijarme en una luz encendida en lo que me pareció el despacho de Hamilton. Me acerqué y pregunté a un vigilante, el cual me confirmó que el secretario todavía estaba allí. Me alejé y me oculté entre las sombras, sin otra intención que esperarlo, tal vez seguirlo hasta su casa y hablarle allí. Supongo que podría haber entrado en el edificio y haberme dirigido a su despacho, pero la verdad es que prefería acechar en las sombras y seguir a la gente por calles desiertas. Me hacía sentir útil e involucrado en el asunto.
Hamilton era famoso por sus largas veladas de trabajo, así que me alivió verlo salir al cabo de una hora. Desde el otro lado de la calle lo distinguía bien y me asombró su expresión, una especie de aire furtivo, culpable y clandestino en sus facciones que no me gustó nada.
Lo seguí mientras se alejaba del centro y se dirigía a unos barrios que yo sabía que no eran los que solían frecuentar los caballeros elegantes. En resumen, nuestro secretario del Tesoro se dirigía a Southwark.
Adiviné su destino antes de que llegara a la casa porque yo ya había estado otra vez en aquel barrio, y también siguiéndolo a él. Iba a casa de Reynolds y era allí donde yo esperaba encontrar respuestas. Filadelfia era una ciudad de calles en su mayoría bien iluminadas, pero en aquellas zonas pobres los propietarios de las casas olvidaban sus deberes y me resultó muy fácil esconderme en las sombras a pocos pasos del porche. Yo no era Lavien, a quien sospechaba capaz de deslizarse sin hacer ruido sobre ramas y hojas, pero avancé tan silenciosamente, que solo habrían advertido mi presencia quienes hubiesen estado alerta.
Hamilton llamó a la puerta y esperé ver la cara bestial de Reynolds. Tal vez podría enfrentarme a él, hacerle saber que lo había desenmascarado y que sus pretensiones de honor y rectitud ya no me engañaban.
En realidad, llegué hasta la misma puerta mientras esta se abría, pero en vez de encontrarme con el animal de James Reynolds, en el umbral apareció la encantadora Maria.
La mujer le sonrió y le acarició el rostro.
– No debería estar aquí -dijo Hamilton, apartándole la mano-. Su esposo…
– ¿Mi marido no le ha escrito y le ha pedido que venga a visitarme? Esta mañana se ha marchado de Filadelfia a llevar a cabo una misión para su amo. No piense en mi esposo.
– ¿Cómo quiere que no piense en él? -dijo Hamilton-. Me presiona pidiéndome dinero porque usted y yo hemos estado juntos y luego, cuando la dejo en paz, acude a mí pidiéndome que vuelva. ¿He de creer que no me presionará otra vez?
– Chitón -lo advirtió ella-. Entre y hablaremos.
El la siguió y la puerta se cerró. Si hablarían mucho o no, yo no lo sabía seguro, pero ahí estaba: Hamilton, con sus hijos, con su entregada esposa, con su recta moral, había sucumbido a una sórdida relación con aquella mujer. De repente, entendí a aquella señora y a su marido. Ella era hermosa y él, un corrupto. Me había dicho que su mujer era una zorra y solo me cabía suponer que el dinero que Hamilton pagaba a Reynolds era una suerte de compensación por los servicios que ella le procuraba al secretario del Tesoro. ¿Hamilton no veía que los dos lo estaban utilizando?
No lo veía. O, mejor dicho, lo veía pero no podía evitarlo.