Capítulo 35

Ethan Saunders


La mañana siguiente, Leónidas y yo pedimos que nos subieran una tetera a mi cuarto y, con la luz del día bañando la mesita, continuamos examinando las decenas de páginas que le había quitado a Freneau. El hombre había estado muy ocupado, eso había que reconocérselo, pues no solo tenía varias páginas llenas de apretadas notas, sino también muchas cartas que, obviamente, le habían prestado o había robado. Eran cartas escritas por Duer o cuyo destinatario era él y relataban muchos detalles tediosos, algunos demasiado intrincados y elípticos para ser descifrados, pero otros muy claros. Duer, indicaban las cartas, tenía la intención de hacerse con el control del Banco del Millón y de utilizar su momento de predominio para absorber el Banco de Estados Unidos.

Los documentos de Freneau dejaban claro que Duer había organizado a un grupo de inversores en lo que denominaba el Club del Seis por Ciento. Aquellos hombres conspiraban para que bajara el precio de los bonos al seis por ciento a fin de que Duer, entonces, comprara y obtuviera casi un monopolio. Con los bonos fuera de circulación, su valor subiría y la riqueza de Duer aumentaría. Además, los poseedores de cupones del Banco de Estados Unidos necesitaban esos bonos para desembolsar sus acciones. Si no podían obtener los bonos al seis por ciento, tendrían que vender los cupones, posiblemente a precio rebajado. De ese modo, Duer conseguiría un monopolio de los cupones del Banco de Estados Unidos. William Duer calculaba que, a finales de año, él sería el único poseedor importante de ambos valores. Sería, a efectos prácticos, el dueño de la economía americana.

– ¿No basta con ser rico? -me preguntó Leónidas-. ¿Qué impulsa a un hombre a hacerse con una riqueza que aplastará a todas las demás?

– Es el lado oscuro de la libertad -respondí-. Cuando no hay nada que impida a alguien hacer lo que quiera, los hombres retorcidos como Duer apelan a esa libertad para su codicia.

– Pero ¿puede quedarse con el control del banco? -inquirió Leónidas.

– No -respondí-, no creo. Hay demasiadas variables, tiene que hacer malabarismos con demasiadas cosas. Pero puede dañar seriamente la economía, a Hamilton y, a fin de cuentas, al país.

– Y entonces, ¿qué hacemos?

– Impedírselo.

– Lavien dijo que no lo hiciéramos.

– Lavien se equivoca. Tal vez sea demasiado cauteloso. No sabe lo que hacemos.

– ¿Y por qué no se lo decimos?

– Porque esta es mi lucha, Leónidas. Nuestra lucha. La trama de Duer conlleva el sacrificio de Pearson y yo he prometido proteger a su esposa. Aunque odie a ese hombre, si tengo que salvar a su mujer de la penuria, deberé sacarlo a él del fuego de Duer. No confío en que Lavien vea las cosas del mismo modo que yo; por eso, primero detendremos a Duer y luego le contaremos a Lavien lo que sabemos.

Leónidas asintió.

Había tantas cosas que hacer, que se me agolparon miles de pensamientos en la cabeza.

– ¿Volverás a la mansión de Duer? -le pregunté-. A través de los sirvientes podrás averiguar qué planes tiene para el miércoles.


Cuando Leónidas se hubo marchado camino de Greenwich, almorcé en la taberna y, en vez de sentarme a beber el vino gratis de Duer, decidí dar un paseo por la ciudad y pensar cuál sería mi siguiente movimiento. No había visitado Nueva York desde hacía varios años y observé que seguía mejorando del lamentable estado en que la había sumido la guerra. Por doquier había edificios nuevos, o edificios en construcción, incluso en invierno. Calles que durante la contienda no habían sido más que callejones enfangados estaban ahora pobladas de casas majestuosas. Aquí y allá había viejas ruinas: casas y establos abandonados, muelles junto al río, restos de las batallas que se habían librado allí en el pasado, pero que pronto desaparecerían también, dejando paso a las nuevas construcciones y al comercio.

No me había alejado más de un par de manzanas de la taberna cuando noté que la misma sombra llevaba mucho tiempo siguiéndome furtivamente. Durante la guerra, había estado muchas veces en Filadelfia, Nueva York u otros lugares y siempre vigilaba si me seguían. Es una habilidad que no se olvida nunca, así que apreté el paso y, al notar que mi acosador también lo había hecho, me volví y emprendí el camino de regreso.

Al hacerlo, casi choqué con una ruina de hombre, alto y desarrapado.

– ¡Vaya! -dije-. Pero si es Isaac Whippo. Me alegro de verlo aquí. No sabía que esta fuese la mejor zona de la ciudad para buscar bardajas jóvenes.

No me explicaba por qué odiaba tanto a aquel hombre, pero así era y con eso me bastaba, por el momento. Tal vez fuese por su aspecto absurdo y siniestro o quizá porque sabía que podía tratarlo con crueldad impunemente.

El extraño agente de Duer me miró enojado pero no dijo nada.

– Dígale a Duer que si desea saber lo que me levo entre manos, lo único que tiene que hacer es preguntar. No es necesario que mande a un cadáver a espiarme. Es algo que detesto.

– Yo lo detesto a usted -replicó.

– No diga eso, mi buen tocacojones. En Filadelfia es un apelativo cariñoso. Un lugar extraño, este, pero vaya… Como usted me cae bien, lo divulgaré a los cuatro vientos. -Levanté las manos y a voz en cuello, exclamé-: ¡Este hombre es mi buen tocacojones!

Hombres grandes, hombres pequeños, hombres importantes y hombres exhumados, no existen diferencias notables. Muchos se meten en situaciones pensando que tendrán que afrontar tal conflicto o tal otro. Según mi experiencia, cuando uno presenta una alternativa completamente distinta a las expectativas de los demás, la confrontación termina de inmediato. Y eso fue lo que ocurrió con mi amigo, el señor Whippo. Se escabulló tambaleándose como el ser momificado que era.


Después de que el señor Whippo me siguiera, consideré que era mejor desaparecer de la calle durante un corto período de tiempo. Por lo tanto, decidí distraerme con la elogiada exposición del doctor King en Wall Street, a fin de ver su pequeño zoológico de seres vivos. Resultó ser una casa angosta que despedía un olor indescriptible, llena de pequeñas jaulas en las que rabiaban toda suerte de criaturas infelices, como una pareja de perezosos, una pareja de jabalíes, monos de todas clases e incluso un macho y una hembra de una especie llamada orangután. Eran animales de gran talla y abundante pelaje calabaza, con unos brazos extrañamente largos y la cara lúgubre. El propio doctor King, que paseaba por la exposición, me dijo que aquellas criaturas eran tan inteligentes como los negros, pero todos mis intentos de comunicación con ellas fracasaron, por lo que decidí que sus conclusiones eran en exceso optimistas.

Cuando anocheció, regresé a la taberna de Fraunces y mandé a uno de los camareros del piso de arriba a buscar a Leónidas. Me dijo que llevaba allí muchas horas pero que, como no sabía dónde encontrarme, se había limitado a esperar. Su visita a la mansión de Duer había resultado poco fructífera. Había hablado con el servicio y, aunque todos los criados tenían ganas de cotillear sobre su amo, al final poco contaron que no supiéramos. Los seis agentes que trabajaban para Duer iban a reunirse en su casa el miércoles a las ocho de la mañana y de allí se dirigirían al Hotel Corre's, donde se venderían las acciones iniciales del Banco del Millón.

Mientras Leónidas hablaba, noté una presencia cercana: había alguien que escuchaba nuestra conversación. Cuando alcé la mirada, vi que se acercaba a nuestra mesa Philip Freneau. Con aire muy pagado de sí mismo, se sentó y estiró las piernas para ponerse cómodo.

– Me preguntó si podría encontrar a Jacob Pearson -dijo-. Pues resulta que sí. Veo que lo he impresionado. Por supuesto, no tengo intención de decirle dónde está, pero pensé que le interesaría saber que él sí sabe dónde está usted.

No dije nada. Leónidas se inclinó hacia delante y acercó la cara a tres dedos de la de Freneau.

– ¿Quiere decir que está tratando de asegurarse de que el capitán Saunders sufre algún daño?

Su interlocutor se encogió de hombros, como si Leónidas no le diera miedo. No sé si yo me hubiese quedado tan tranquilo de habérseme acercado a mí de aquel modo, pero Freneau se limitó a sonreír.

– Oh, no. No soy un hombre dado a la violencia y no incitaría nunca a los demás a practicarla. Solo he pensado que le gustaría saber que Jacob Pearson se ha mostrado muy agitado, por lo menos a mis ojos, al enterarse de la presencia de usted en la ciudad.

– ¿Qué quiere, Freneau? -inquirí-. Creía que nuestros tratos habían terminado.

– Y así sería, si usted se hubiese comportado conmigo de una manera honesta. Pero ese no es su estilo, ¿verdad, capitán Saunders? Tal vez, simplemente, no sea el estilo de Hamilton. Me habría contentado con lamerme las heridas si usted solo me hubiese tratado tan deshonestamente como creí al principio, pero, al volver a casa, descubrí que era un hombre mucho más traidor de lo que pensaba. Me robó documentos de la bolsa y me gustaría que me los devolviera.

– ¿Que se los robé de la bolsa? -pregunté-. Dios mío, ¿y ahora ladrón?

– Usted los robó y quiero que me los devuelva. Si no lo hace, lo lamentará de veras, caballero. Solo le he ofrecido una muestra del daño que puedo causarle.

Leónidas se sirvió un vaso de vino. Era, por supuesto, de hábitos abstemios, pero sabía perfectamente bien cuándo tenía que adoptar una pose de indiferencia ante una amenaza.

– Acepte mi consejo, señor Freneau, por favor -dijo. La calma que exhibía me puso nervioso incluso a mí-. Levántese y márchese. No tenemos nada suyo. Si el capitán Saunders se siente amenazado, recurrirá a mí para que lo proteja. Y no es eso lo que quiere, ¿verdad?

Freneau palideció un poco, pero debo reconocer que mantuvo el aplomo de una manera admirable.

– Capitán Saunders, puedo hacerle daño de verdad y no me refiero a revelar su paradero a un hombre que ya lo odia. Puedo hacerle daño en asuntos en los que ni se atreve a pensar y que tienen que ver con su amigo y esclavo aquí presente. Ya sabe de lo que le hablo. Ahora, devuélvame los documentos que me ha robado y olvidaremos que esta conversación ha tenido lugar.

¿Podía saber que había dado la libertad a Leónidas? Yo no se lo había dicho a nadie, pero no era un ingenuo y sabía que aquella clase de información, como todas, podía venderse y comprarse si alguien reconocía su valor. De repente, me sentí muy asustado. Mi acción había sido un acto de generosidad, pero comprendía perfectamente que si Leónidas se enteraba de la noticia de una forma sesgada, malinterpretaría mis acciones.

– Es sorprendente que un hombre consulte con un abogado y no se moleste en averiguar que es un jeffersoniano -dijo Freneau, sonriendo. Era como si me leyese el pensamiento.

Intenté aparentar confianza en mí mismo pero no pude ocultar la sensación de que estaba a punto de caer a un precipicio.

– Diga lo que diga -le comenté a Leónidas-, será confuso en el mejor de los casos. No puede tener todos los datos, así que dejemos hablar a ese bellaco y, cuando se marche, ya aclararemos las cosas.

– Nada de lo que usted diga me interesa -Leónidas miró a Freneau y se puso en pie.

– Oh, seguro que quiere oír esto -insistió el periodista.

– No, no quiero. Váyase -le instó Leónidas.

Sonreí a Freneau, viendo que lo había derrotado. La lealtad de Leónidas era más fuerte que cualquier detalle trivial.

– Muy bien. Veo que usted gana. -Freneau se levantó y se puso el sombrero. Empezó a alejarse, pero se detuvo de repente y dijo-: Has de saber, Leónidas, que eres un ciudadano libre. Lo eres desde hace varias semanas. ¿Saunders se tomó la molestia de liberarte y no se tomó la de decírtelo?

Acto seguido, el hombre dio media vuelta y se marchó a toda prisa, como si temiera que fuera a caerle encima alguna suerte de castigo.

Leónidas y yo contemplamos cómo se alejaba, evitando mirarnos el uno al otro. Se me antojaba imposible que, dada la trascendencia de lo que se había dicho, los otros parroquianos del bar no nos prestasen atención, pero nadie nos miraba y nuestra crisis pasó inadvertida. Los hombres seguían hablando, bebiendo y riendo en corrillos, la vida continuaba a nuestro alrededor y, sin embargo, parecía que estábamos en un escenario, iluminados por una intensa luz.

Al cabo de un rato, me volví hacia Leónidas, cuyos ojos oscuros, entrecerrados e inyectados en sangre, me miraban con intensidad.

– No diga nada -me advirtió.

– Tranquilízate, Leónidas -dije, retrepándome en el asiento-. Yo quería que esto fuera una sorpresa para cuando termináramos el trabajo, pero veo que, a fin de evitar resentimientos, debo decírtelo ahora. Habría preferido hacerlo con un mayor sentido de la ceremonia, pero tendremos que conformarnos con lo que hay. Sí, arreglé los papeles con un abogado. Felicidades, señor, es usted un hombre libre -proclamé y levanté el vaso a modo de brindis.

Fue un momento agridulce, porque detestaba tener que dejarlo marchar, pero su libertad ya llegaba con retraso. Esperaba que, a cambio, me expresase su amistad y gratitud. Aquel no era, me dije, el final de mi relación con Leónidas.

Sin embargo, la expresión de su rostro seguía siendo sombría, implacable y dura. Su respiración se había acelerado y me miraba enfurecido. Comprendí que había ocurrido algo, algo terrible e inevitable.

– ¿Soy libre desde hace semanas y no me lo ha dicho?

– Bueno, iba a decírtelo, pero entonces surgió este asunto de Cynthia y no podía prescindir de ti. Pensé que era mejor posponerlo.

Respiró hondo como si lo hubieran abofeteado.

– ¿No confiaba en que quisiera seguir ayudándolo por voluntad propia?

– Pues claro que confiaba en ti -balbuceé como un marido al que su mujer lo ha sorprendido con una furcia-, pero no me pareció adecuado anunciarlo de una manera solemne cuando teníamos tanto de que ocuparnos. Un mes o dos no iban a cambiar las cosas.

– No tiene derecho a retener como esclavo a un hombre libre.

– Me parece que lo estás sacando de contexto -repliqué-. Eres libre solo porque yo te concedí la libertad. No se trata de que te haya capturado en la selva africana.

– No importa cómo conseguí la libertad. Yo era libre y usted me retuvo -dijo, poniéndose en pie-. Eso es imperdonable.

– No, no, no, te estás fijando en los detalles incorrectos. Me he reformado, Leónidas. Te he liberado. Comprendo que este es un momento confuso, pero ya lo aclararás. Siéntate. Bebe algo. Hablemos de nuestros planes.

Se quedó callado con aire pensativo. Su rostro recuperó su tono habitual y sus ojos retomaron la forma ovalada de siempre. Me miró parpadeando unas cuantas veces y dijo:

– Voy arriba a recoger mis cosas y luego me marcho.

– ¿Qué? -Me puse en pie-. No puedes dejarme ahora, cuando estoy en el momento más difícil del asunto. Has dicho que debería haber confiado en que seguirías a mi lado y ahora amenazas con marcharte.

– No es una amenaza, sino una declaración. No puedo seguir con un hombre que me ha utilizado de esta manera. Si me lo hubiera dicho antes, me habría quedado. Adiós, Ethan.

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