Capítulo 45

Ethan Saunders


Cuando Lavien y yo presentamos la carta de Hamilton en el establo del gobierno, la ronda acababa de dar las tres de la madrugada. Los mozos nos ofrecieron dos corceles robustos y bien alimentados y, un poco antes de lo que habíamos acordado, nos pusimos en camino. Cabalgamos en silencio; el frío, la oscuridad y las prisas hacían que la conversación pareciese trivial. Cuando la aurora tiñó de anaranjado el horizonte oriental, apresuramos la marcha. Los caballos avanzaban seguros en la nieve fundente, por lo que viajamos a buen ritmo.

Cambiamos de caballo en Princeton y llegamos al transbordador de Nueva Jersey a las dos de la tarde. Una vez llegamos al lado del río donde estaba Nueva York, tomamos la carretera de Greenwich hasta la mansión de Duer. Allí no había nevado, las carreteras estaban secas y llegamos antes de lo que habíamos previsto. Delante de la finca palaciega de Duer se había reunido un grupo de gente; eran un centenar y estaban enfadados. Algunos parecían colegas de negocio de Duer, especuladores que lucían trajes buenos y sombreros elegantes, y cuyos lujosos carruajes estaban estacionados en las cercanías. Junto a ellos había mujeres pobres vestidas con harapos y la cabeza cubierta con trapos. Un niño con la cara sucia se agarraba de la mano a un padre enojado. Un negro vestido con ropa tejida en casa parecía un tanto aturdido, como si hubiera recibido un golpe en la cabeza. Algunos miraban la casa, otros gritaban y un individuo entrado en años y armado, con aspecto de viejo soldado, sostenía una piedra que, evidentemente, quería lanzar.

Lavien y yo cruzamos una mirada pero no hablamos. No teníamos necesidad de hacerlo. Habíamos acudido dispuestos a hacer lo que fuera preciso para que Duer entrara en razón y cambiara el rumbo de sus negocios. Llegábamos dispuestos a obligarlo, por las buenas o por las malas, a escribir cartas a los acreedores, comerciantes e inversores. No esperábamos encontrarnos aquello. Lo que esperábamos era impedir su ruina, no ser meramente testigos de ella. Parecía que habíamos llegado tarde.

Cabalgamos hasta los establos y un criado con librea nos dejó entrar después de que le mostráramos la carta de Hamilton. Ignoro si sabía leer, pero nuestra vehemencia lo impresionó. Una vez dentro, exigimos ver a Duer y, si al sirviente con el que hablamos no le gustó nuestro aspecto cansado o el polvo del camino en la ropa, no comentó nada. Parecía tener suficiente con sus propios problemas y nos condujo al salón con aire ausente.

Me serví un poco de vino de un aparador mientras Lavien bebía de una jarra de agua aromatizada con naranjas. Sin embargo, Duer no nos hizo esperar mucho y entró en la estancia cuando no llevábamos allí ni diez minutos. Vestía un traje arrugado, como si hubiese dormido vestido, e iba absolutamente despeinado. Tenía los ojos inyectados en sangre.

– Este es el resultado de su intromisión -dijo-. Hamilton, usted y los demás. No tienen ni idea de lo que han hecho.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Lavien-. Tal vez podamos invertir el curso de los acontecimientos.

Era imposible que nos creyera, pero algo había que decir. Sentí que me recorría la espalda un escalofrío, pues capté en la voz de Lavien algo que me pareció inimaginable. Noté miedo.

– ¿No sabe lo que ocurre? -se burló Duer-. Ha corrido la voz de ese estúpido litigio y lo que se dice es que estoy arruinado. Ahora, mis acreedores se han reunido aquí como pájaros de presa hambrientos, dispuestos a picotearme hasta que no quede nada.

Lavien empezó a deambular de un lado a otro de la sala. Se llevó una mano a la sien y preguntó:

– ¿Hasta qué punto es usted vulnerable? ¿Cuánto necesita para solucionar esto? ¿No podría aplacar a algunos de sus acreedores y que los otros lo dejen en paz?

– ¿Hasta qué punto soy vulnerable? Estoy totalmente expuesto, hasta ese punto soy vulnerable. Y sabe que ningún acreedor me dejará en paz hasta que le pague.

– ¿Y no puede cubrir siquiera sus deudas más inmediatas? -inquirí.

– No contraje esas deudas con la idea de devolverlas -respondió-. Yo me dedico a los negocios, pero ahora que al gobierno le ha parecido oportuno intervenir, todo se viene abajo. Los bancos quieren cobrar los créditos concedidos y ahora, con ese absurdo juicio por el dinero que supuestamente robé, Hamilton me ha dejado en la cuerda floja.

– ¿Cuál es la diferencia entre lo que tiene y lo que debe? -pregunté.

– No lo sé. Alrededor de ochocientos mil, tal vez un poco más.

Me acerqué a Duer, le di un empujón y cayó sentado en la silla.

– Escuche, hez codiciosa. Será mejor que piense en una manera de escapar de la bancarrota. Hay personas muy importantes que quieren verlo destruido y no podemos permitir que se salgan con la suya.

Supongo que, al ver que se le abría una oportunidad, pasó por alto mi insulto.

– Solo evitaré la bancarrota si alguien está dispuesto a darme el dinero. El banco, quizá. Sí, eso es. El banco puede prestarme el dinero. Y tal vez de una forma inmediata. Sé que es mucho dinero, pero seguro que vale la pena si nos ahorra toda esta confusión.

– Eso es imposible -replicó Lavien-. Prestarle ese dinero sería tanto como arruinar al gobierno. Una vez se supiera, Washington y su administración quedarían a la misma altura que los corruptos ministros británicos que saqueaban el Tesoro para sus amigos.

– Será mejor que pensemos algo -intervine-. Esa gente está cada vez más enojada.

Desde la sala se oían las voces airadas de los congregados fuera. «¡Queremos a Duer! ¡Tiene nuestro dinero!», gritaban una y otra vez. Un grupo había empezado a corear un lema: «¡Duer a la alcantarilla», que no era precisamente rimado, pero sí conciso en su significado. Miré por la ventana y vi a una vieja que, doblada por la cintura y apoyada en un bastón, miraba hacia la casa y chillaba: «¡Quiero mis cinco dólares!».

– ¡Dios mío, hombre! -exclamé, mirando a Duer-. ¿Le pidió prestados cinco dólares a esa vieja jorobada? ¿No tiene vergüenza?

– Si le hubiera pagado lo que le debo, no se quejaría. -Usted no iba a pagarle -le dije-. No habría podido hacerlo.

– ¿Y cómo quiere que el plan salga bien si el propio gobierno está en mi contra? -preguntó-. Hamilton fingió ser amigo mío, pero ha sido él quien me ha ocasionado todo esto. Hamilton ha restringido el crédito, Hamilton me lleva ajuicio por una antigua deuda. Si mi caída conlleva la ruina de la nación, la culpa será de Hamilton.

– Es usted un asesino que culpa a su víctima diciendo que esta lo ha provocado -le espeté-. Hamilton restringió el crédito porque había exceso, lo cual propiciaba que codiciosos como usted se aprovecharan de la aberración. Y le ha acusado de los delitos que ha cometido porque hacer cualquier otra cosa sería deshonesto. Si hay que culpar a Hamilton de algo es de no haberlo aplastado antes y con más fuerza. Así, quizá no habría tenido la oportunidad de poner en marcha un plan estúpido e insensato.

– Pero tenía sentido -dijo-. Y ella me convenció de que funcionaría.

– ¿Ella? Joan Maycott? -pregunté, aunque creo que en aquel momento ya sabía que la traición era cosa de aquella mujer.

– Sí. Sé lo que va a decirme, que no debería haber seguido los consejos de una mujer, pero parecía saber de lo que hablaba. Tan lista y encantadora… ¿Cómo iba a saber yo que me odiaba, que me culpaba de la muerte de su marido? Whippo también me empujó a ello, ¿y dónde está ahora? Me ha abandonado. Me ha robado toda la plata que podía cargar encima y ha desaparecido en plena noche antes de que llegase el gentío.

– Lo han manipulado, Duer -afirmé-, y a nosotros con usted. Ahora quiero que me traiga sus libros de contabilidad. -Me volví hacia Lavien-. Tendrá que determinar cuánto debe y a quién. Tal vez podamos explicar que tiene medios para saldar las deudas. Si podemos calmar a la multitud, quizá también podamos calmar los mercados antes de que cunda el pánico.

– Yo no soy un hombre de dinero -replicó Lavien-. Entiendo un poco cómo funcionan esos mecanismos, pero no creo que pueda interpretar a toda prisa esas cosas.

– Yo le ayudaré -se ofreció Duer- a cambio de la promesa de la ayuda del gobierno para zanjar ese absurdo pleito, por supuesto. Sí, eso debemos olvidarlo.

– No -se negó Lavien-. No hay tratos que valgan para evitar ese juicio. Tendremos que traer a unos cuantos funcionarios del Tesoro para que revisen sus libros de contabilidad y lo mejor que podemos hacer es asegurarnos de que paga primero a los que más lo necesitan. No sé qué lograremos con eso, pero debemos intentarlo.

Como contrapunto a las palabras de Lavien, se oyó ruido de cristales rotos. Alguien lanzó una piedra a la ventana de una habitación que estaba encima de la nuestra y luego otra al lado izquierdo, y otra al salón que ocupábamos. La multitud gritaba: «¡Traednos a Duer! ¡Nuestro dinero o su cabeza!».

Algunos hombres empuñaban mosquetes. Otro sostenía una antorcha encendida.

– ¡Dios! -exclamé-. ¡Prenderán fuego al edificio!

– Tenemos que llevarlo a sitio seguro -susurró Lavien.

– ¿Dónde?

– Solo hay un lugar -intervino Duer-. Lo he sabido toda la mañana, pero no he querido pensar en ello hasta que ha llegado esta amenaza de violencia. No soportaría ver a lady Kitty huyendo de su casa porque le han pegado fuego. Tendrán que llevarme a la cárcel. La prisión de los morosos es ahora mi sitio. Que la gente vea que me encierran y, de ese modo, dejarán en paz a mi familia.

Y eso fue lo que hicimos. Lo sacamos de la casa y lo llevamos a la cárcel municipal de Murray Street, que también hacía las veces de prisión de morosos de la ciudad. El gentío nos siguió todo el camino y nos lanzó insultos de todo tipo. Duer permaneció callado y con los ojos casi cerrados; tras sus párpados, supongo, discurrían las imágenes de sus aspiraciones fracasadas. Éramos una especie de flautistas de Hamelin porque, a medida que el coche avanzaba, la multitud que nos seguía era cada vez más numerosa y, cuando llegamos a la cárcel, temí que nos arrestaran por organizar un motín.

La entrada de Duer en la prisión de la ciudad pareció obrar como una señal: su ruina era tan completa que no fue necesario ningún tipo de coerción. Los hombres corrieron a la taberna de Los Dos Hermanos Cordiales, que estaba al otro lado de la calle, a intensificar su indignación con bebidas fuertes. Al momento, empezó a caer comida en nuestra dirección: huevos, manzanas y naranjas, conchas de ostras y panecillos duros y viejos. Lavien y yo entramos en la prisión sin recibir muchos impactos, pero a Duer le lanzaron un huevo que se le estampó en la frente. La yema, de color azufre, podrida y hedionda, le goteó por la cara, pero, mientras lo llevábamos al interior del edificio de piedra, no se molestó en limpiarse.


Los muros exteriores de la prisión seguían recibiendo piedras, animales muertos y frutas en una andanada de rabia impotente. Duer estaba arruinado, pero no se había quedado sin valores o dinero en efectivo, por lo que no tuvo demasiada dificultad para conseguir las mejores estancias del edificio, un conjunto de habitaciones situado en el tercer piso. Los centinelas se comportaron como cantineros obsequiosos y Duer les recompensó la cortesía. Se sentó en una silla de su salita, con la cabeza entre las manos y la cara ya limpia de la yema de huevo.

– Les pagaré lo que les debo -dijo-. Cobrará hasta el último.

– ¿Con qué dinero? -quiso saber Lavien.

– Pagaré -repitió Duer.

Me froté la cara, áspera de la barba de dos días.

– Sí, sí, cuando las hadas del dinero vengan a verlo por la noche y espolvoreen su cama con billetes de banco, entonces saldará las deudas. Lo comprendo, pero ¿qué ocurrirá con los mercados, ahora que usted se precipita a la ruina?

Me miró como si lo hubiese abofeteado. Aunque le hubieran lanzado un huevo podrido a la cara y aunque en aquel momento estuviera sentado en la cárcel, prometiendo pagar a sus acreedores, creo que no había aceptado por completo la verdad. Hasta que dije aquellas palabras no comprendió del todo que aquello no era una mera desviación imprevista, en el camino hacia el éxito. Era, muy al contrario, el fin del camino.

– Le dije que si me arruinaba, se arruinaría el país -masculló Duer, mirándome-. ¿No se lo dije? Vaya ahora al Café de los Mercaderes. ¿Qué verá allí? Verá a inversores que se apresuran a vender sus cupones bancarios y los bonos del gobierno. Los precios se desplomarán y, como me veo obligado a vender mis valores, los bonos al seis por ciento también caerán. Ustedes me han arruinado, pero no solo a mí. Nos han arruinado a todos.

– Ahí está -dijo Lavien-. Eso es lo que querían desde el principio y se lo hemos dado. Ahora debemos regresar. Nuestra única esperanza es llegar a Filadelfia y asegurarnos de que Hamilton recibe la información antes de que la noticia alcance los mercados. El asunto ha llegado mucho más lejos de lo que imaginábamos y aquí no podemos hacer nada más. Hay que ponerlo en manos de Hamilton. Él puede situar a sus hombres para que compren y lo hagan a un precio decente. Puede utilizar el poder del Tesoro para evitar un desastre completo. Lo que ocurra en Nueva York será perjudicial, pero el centro financiero del país es Filadelfia. Si esta noticia llega a los mercados de Filadelfia antes que nosotros, tal vez sea demasiado tarde para que Hamilton pueda impedirlo.

– Impedir, ¿qué?

– El desplome de nuestro sistema económico -respondió Lavien.

– Todo, excepto los bonos al cuatro por ciento -intervino Duer. Por un momento, parecía aliviado en su desgracia porque podía aleccionarnos sobre asuntos de dinero-. Han estado subvalorados y creo que el desplome de los seis por ciento los resucitará.

– ¿Y eso bastará para evitar que caigan los mercados? -inquirí.

– No, y ahí está la ironía del caso. Mi idea era arruinar a hombres como Pearson porque tendrían que comerse sus cuatro por ciento pero, si ahora los vende en el momento oportuno, él será rico y yo me quedaré sin un céntimo.

Por el bien de Cynthia, deseé que Pearson supiera cuál era el momento oportuno, pero no podíamos quedarnos a escuchar nada más. Salimos y nos abrimos paso entre la multitud airada. Nadie sabía quiénes éramos ni qué relación teníamos con Duer, pero todo el mundo estaba muy enojado y, si conseguimos llegar sanos y salvos a nuestro coche, solo fue manteniéndonos muy erguidos y dando empujones a los que nos acosaban.

No había tiempo para regresar a Greenwich a recoger los caballos, así que fuimos a los establos públicos y, con la carta de crédito de Hamilton, nos procuramos las mejores monturas que encontramos. Desde allí nos dirigimos al transbordador y esperamos para realizar la interminable travesía hasta el lado de Nueva Jersey.

Viajamos en la barcaza plana montados a lomo de los caballos y escuchamos los chapoteos del río que le lamían los costados. Soplaba un viento helado.

– A usted no le ha resultado nunca cómodo hacer lo que yo digo, al menos sin debatirlo -dijo Lavien, mirándome.

– Y, sin embargo, me tiene cierto respeto.

– Espero que se lo haya merecido. Nos han vigilado y seguido durante todo el día: a casa de Duer, a los establos, al transbordador… Son tres, como mínimo, y por su aspecto duro diría que se trata de rebeldes del whisky. No han embarcado con nosotros, lo cual es una lástima porque los habría tirado el río y nos habríamos librado de ellos. De todos modos, seguro que cruzan en otra barca. ¿Está dispuesto a recurrir a la violencia? -Solo si no soy yo quien la recibe.

– Tendrá que hacer lo que yo diga -asintió con aire sombrío-. Ya no es una cuestión de estrategia sino que se trata de nuestra supervivencia, la nuestra y la de la nación. Debe tenerlo presente por encima de todo lo demás. Esto es tan importante como las misiones de espionaje que llevó a cabo durante la guerra. Si no hablamos con Hamilton antes de que llegue la noticia, esta unión quedará devastada.

Desembarcamos y galopamos a buen ritmo bajo un cielo gris que no presagiaba nieve ni lluvia, solo una suerte de lobreguez. La carretera estaba libre de hielo, por lo que pensé que habíamos empezado bien, pero me equivocaba, pues no habíamos recorrido más de cinco o seis millas cuando oímos que nos seguían. Eran tres hombres, inclinados sobre los caballos, espoleándolos para que nos alcanzaran.

– Son los hombres del whisky -grité, aunque no era necesario. Lavien debía de conocerlos porque ya había sacado una pistola cargada del bolsillo. Se volvió y disparó una vez, todo ello sin el menor esfuerzo aparente. Era imposible, pensé, que el disparo diera en su objetivo, pero uno de los hombres levantó las manos, no sé si de dolor o del impacto, y cayó del caballo.

Saqué la pistola cargada y también disparé. No se me daba nada bien disparar desde un caballo al galope, y apuntar hacia atrás en vez de hacia delante aún complicaba más las cosas, pero estaba decidido a hacerlo. Me volví para echar un vistazo a los perseguidores y decidir cuál de los dos sería un objetivo más fácil. Uno era mucho más alto que el otro y entonces lo reconocí. El alto era Isaac Whippo, el hombre de Duer. Lo apunté a él y no al otro, meramente por irritación, pero el tiro salió muy desviado. Pese a la distancia, vi que en su rostro demacrado había furia.

Lavien guardó la pistola en el bolsillo y desenfundó un cuchillo que llevaba al cinto. Con el caballo al galope, cogió la hoja entre los dedos y lanzó el cuchillo con un fuerte movimiento del brazo. El arma giró como un remolino, describiendo espirales en el aire, hasta alcanzar al más bajo de nuestros perseguidores en el pecho. Oí su gemido por encima del atronador ruido de los cascos y no fue tanto un grito de dolor como una exhalación de desespero, el sonido que emite un hombre que sabe que está a punto de morir.

Yo me había quedado algo rezagado y azucé el caballo. Hice caso omiso del humo que despedía la pistola usada en la silla y me atreví a mirar atrás otra vez. Isaac Whippo había reducido el paso, quizá porque estaba desanimado y no veía sus posibilidades tan claras como antes.

– Quizá desista -dije-. Hemos logrado escapar.

Sin embargo, no fue así pues, aunque mantuvo la distancia, no abandonó nuestra persecución. Imaginé que Lavien no tenía más pistolas o cuchillos porque no intentó deshacerse del último hombre. Entonces comprendí por qué seguía detrás de nosotros, aun cuando hubiéramos liquidado a sus compañeros. Más adelante, a un cuarto de milla de distancia, había otros dos rebeldes del whisky que bloqueaban el paso con sus caballos. Estábamos atrapados.


– Alto -gritó Lavien y tiró de las riendas. Los hombres que teníamos delante y Whippo, detrás, se hallaban a distancia suficiente como para que pudiéramos mantener un breve diálogo antes de que se nos echaran encima. Detuvimos los caballos en el margen de la carretera, Lavien ató el suyo a un árbol y yo hice lo propio. Luego, se adentró en el bosque a toda prisa y lo seguí.

– Ese era un agente de Duer -expliqué-. Iba con los rebeldes del whisky.

– Lo sé -dijo en una voz grave y jadeante. Avanzaba casi corriendo, con un paso rápido y furtivo-. En el bosque hay un claro. Lo he visto entre los árboles, media milla atrás. Nos dirigiremos hacia allí sin que se nos vea desde la carretera.

– ¿Y si matan a nuestros caballos?

– Siempre hay caballos -replicó-. Los suyos, por ejemplo. Si los matamos, no los necesitarán.

Yo no sabía por qué necesitábamos un claro, precisamente, y no quería abandonar a los animales, pero reconocí que aquella era una situación en la que Lavien era superior a mí y decidí no llevarle la contraria.

Corrí cuanto pude. Como no estaba acostumbrado al ejercicio físico continuado, noté un pinchazo en el costado y una sensación de ardor que me subía desde la garganta hasta la punta de la lengua. La sangre me latía en los oídos y miré a todos lados en busca de señales de peligro, pero los hombres no nos habían visto todavía, al parecer. Más de una vez estuve a punto de caer de puro cansancio, pero Lavien seguía corriendo a toda velocidad y no sería yo quien hiciese que nos retrasáramos. No sé cómo, encontré fuerzas para mantener su ritmo, o casi, pues solo me rezagué unas veinte yardas, hasta que llegamos al claro que Lavien había divisado desde la carretera.

Se trataba de una circunferencia de unos cincuenta pasos de diámetro de tierra plana tachonada con montones de nieve sucia. Allí había dormido gente hacía poco. Lo delataban las pisadas, así como los huesos de un animal pequeño, un conejo o un pollo, tal vez, y un hedor que indicaba que no se habían alejado mucho para hacer sus necesidades. Casi en el centro había un pequeño círculo de piedras donde habían encendido fuego y en él todavía quedaban pedazos de leña, algunos negros y carbonizados y otros casi intactos.

Me detuve jadeando y me llevé la mano al costado, que ahora me palpitaba, ardía y emitía cañonazos de dolor.

– Bien -dijo Lavien en voz baja, mientras examinaba el círculo de piedras-. Esto bastará. Hay bastante madera y quemará bien.

Me tendió la pistola, sacó un pedernal y empezó a encender la hoguera de nuevo.

– Encontrará pólvora y balas en mi bolsa de viaje. Cargue las armas.

– ¿Está loco? Verán el humo.

– Eso es lo que quiero, capitán. No tenemos tiempo para escapar. Debemos llegar a Filadelfia y eso significa que no nos queda más remedio que enfrentarnos a ellos. Si queremos hacerlo deprisa y sin miedo a los tiradores expertos, tenemos que buscar una situación ventajosa para nosotros. Los atraeremos aquí.

Preparé las armas, aunque lo hice despacio y con torpeza. Las manos me temblaban del cansancio de la persecución y de la carrera, y seguí escudriñando en el bosque en busca de alguna señal de que los rebeldes del whisky nos habían encontrado antes de lo que nosotros queríamos. De todos modos, era absurdo hacerlo. Aquellos individuos eran gente de la frontera, tipos que acechaban osos a cuerpo descubierto y dormían en lo alto de los árboles varios días, a la espera de lanzarse sobre un venado. Si sabían que estábamos allí y deseaban vernos muertos, ya lo estaríamos.

Lavien encendió el fuego a toda prisa, atizándolo para que ardiera vigorosamente. Luego, se acercó al árbol más próximo, le cortó unas cuantas ramas y las echó a la hoguera.

– Están húmedas y harán que el fuego despida más humo. -Miró a su alrededor y sacó de la hoguera uno de los trozos de leña más pequeños, una rama redondeada de no más de un palmo y medio de largo, y lo bastante estrecha como para sostenerla en la mano. La levantó a modo de antorcha y, señalando en dirección contraria a la carretera, añadió-: Por aquí.

– ¿Para qué quiere eso? -le pregunté.

– Ya lo verá -respondió, en un tono sombrío que indicaba confianza, pero no satisfacción-. No podemos permitir que el fuego se apague.

Lo seguí hasta que salimos del claro. Retrocedimos varios pasos para que no nos vieran, o no fuese tan fácil vernos, en la proximidad del fuego. Lavien se agachó con la antorcha detrás de un árbol, agarrando la bolsa con la otra mano, y esperó con los ojos muy abiertos, sin parpadear.

– Esperemos que tengan tanta prisa como nosotros -susurró-. Estos tipos del Oeste son buenos cazadores, tan furtivos y letales como los cimarrones de Surinam.

– Comprendo -dije.

– Si morimos, no podremos transmitir el mensaje a Hamilton.

– Y estaremos muertos, lo cual es indeseable en sí mismo -apostillé. Sentí tensión, apremio y ansiedad por lo que iba a suceder a continuación. No era exactamente miedo, aunque también lo experimentaba. No soy de esos hombres que va a la batalla sin más que coraje en el corazón. Sentía miedo, sí, pero había tantas otras cosas, que el miedo solo era un ingrediente más del estofado.

– No dudo de que entre ellos hay buenos tiradores -prosiguió- y de que, si quieren, pueden volarnos en pedazos antes de que nos demos cuenta de que se acercan.

– Le he dicho que lo comprendo, maldita sea.

– Solo lo decía para asegurarme de ello -sonrió.

Murmuró algo entre dientes que sonó como una plegaria en un idioma extranjero, aunque no supe si hablaba en hebreo o en la lengua de los cimarrones infieles.

Luego, calló y no se oyó otra cosa que el silencio, el silencio de los bosques en invierno, cuando los hombres han pasado a tender trampas momentos antes. Se oían crujidos de hojas secas y trinos de pájaros, esporádicos pero distantes. Oí el leve sonido de las garras de algún veloz animal en las inmediaciones. Tal vez era una ardilla vivaz que no había hibernado o que había despertado antes de tiempo.

Al cabo de unos instantes, uno de nuestros perseguidores entró en el claro. Era viejo, tuerto, de estatura media pero delgado, con el pelo rubio y la piel blanca, manchada de pecas y marcas de viruela. La ropa le estaba varias tallas grande y se comportaba con la actitud lerda y descuidada de un bebedor habitual.

El rebelde tuerto miró hacia el fuego, desanduvo sus pasos y soltó un silbido de esos que parecen precisamente la imitación del trino de un pájaro. Al cabo de un momento, Whippo y el tercer rebelde del whisky llegaron al claro. El trío empezó a dar vueltas alrededor de la hoguera, hablando en voz baja. Intentaban encontrarle algún sentido, ver algo de lógica en su presencia, alguna indicación de nuestro paradero.

Whippo se volvió, no precisamente hacia nosotros, pero casi, y dirigió la mirada a la espesura del bosque.

– Sé que está ahí, Saunders -voceó con los brazos en jarras-. ¿Por qué no sale y hablamos? Se lo está tomando todo demasiado a pecho. Supongo que es culpa nuestra, que le hacemos pensar que somos crueles. No somos violentos, sino listos. No deberíamos enemistarnos.

Lavien me miró y se llevó un dedo a los labios, como si yo no supiera que debía callar.

– Solo es un juego -gritó Whippo-. Me refiero a que usted y yo seamos enemigos. Yo nunca lo he creído. Si supiera quiénes somos y las injusticias que hemos sufrido por culpa de Hamilton y de Duer, se uniría a nosotros. Sabemos que no es un aristócrata como esos tipos. La violencia que ha ocurrido hoy es culpa nuestra, lo reconozco. Si sale ahora, hablaremos. Depondremos las armas y conversaremos.

Whippo se agachó y dejó la pistola en el suelo. Yo lo miraba con tanta atención que, al principio, no advertí que Lavien sacaba la mano de la bolsa. Hasta que acercó el objeto a la pequeña antorcha, no comprendí de qué se trataba. Era una bola de hierro forjado, brillante como la plata, un poco más grande que una naranja, con un par de cuernos decorativos moldeados en ella, como si fuera un toro o un diablo. Entre los cuernos había una mecha.

Tardé unos instantes en reconocer el objeto porque no había visto ninguno desde la guerra. A Lavien se le había ocurrido llevar consigo una granada.

Acercó la mecha a la tea, dejó que prendiera y luego la sostuvo en la mano. Mis ojos debieron expresar preocupación, pues dirigió la mirada a la mecha y luego a los hombres para indicarme que no quería lanzarla demasiado pronto.

Aquella mecha se me antojó la más lenta que se había fabricado jamás. Pareció que esperábamos minutos, aunque no debieron de ser más de unos segundos. Temí que los hombres nos vieran y se nos echaran encima a la carrera, que perdieran el interés y se marcharan, o que intuyeran que les tendíamos una trampa y huyesen. Temí que Lavien calculase mal y esperase demasiado. En efecto, la mecha era cada vez más corta y necesité todo el control de mí mismo para no gritarle y pedirle que, por el amor de Dios, lanzara la granada de una vez.

La mecha ardía con un brillo malévolo y emitía un tenue silbido y, cuando a mí ya me parecía que era tarde, que había esperado demasiado, Lavien arrojó la bola de metal de modo que cayó delante del fuego, rebotó en el suelo ligeramente y fue a parar al centro de la pequeña hoguera. No sé qué me impresionó más, si su astucia o su puntería. Si la granada les hubiese caído delante, la habrían visto y habrían escapado. En cambio, los tres hombres miraron el fuego, seguros de que habían visto algo que se movía, pero incapaces de distinguir nada nuevo en la escena. El tuerto se agachó e inspeccionó el fuego, acercando mucho la cara.

Entonces se produjo el destello.

La granada estalló en una terrible deflagración de fuego, calor y sibilante metal que levantó una lluvia de fuego, polvo y ramas secas, y del cielo cayeron hojas y grumos de nieve. Los pájaros alzaron el vuelo y unos animales se escabulleron, invisibles, entre la hojarasca. Yo me volví y me lancé al suelo, mientras que Lavien no se movió ni se volvió. Debía conocer el alcance de la granada a la perfección. Cuando me levanté, seguía sin moverse.

– Déme las pistolas -dijo.

Se las di y echó a andar hacia el claro. Dos de los hombres estaban muertos, de eso no había duda. A uno de los cuerpos le faltaba la cabeza y el otro estaba partido en dos y le faltaba un brazo, que no se veía por ningún lado. El suelo había quedado negro y los montoncitos de nieve estaban salpicados de sangre.

Por asombroso que resultase, Isaac Whippo seguía vivo. La granada debía de haber estallado lejos de donde estaba porque se hallaba sentado en el suelo, sujetándose con una mano el otro brazo, que le colgaba y que, claramente, tenía roto. Tenía la cara bañada en sangre y un ojo herido y cerrado. Tal vez lo había perdido. Yo me había burlado de aquel hombre, había intentado humillarlo y menospreciarlo, y ahora se balanceaba pausadamente, hacia delante y hacia atrás, como un viejo con su pipa.

– Tal vez sobreviva -dije en voz baja.

– No -replicó Lavien-, no lo hará.

Alzó la pistola y le disparó en la cabeza.

Yo aparté la mirada, aunque vi el destello de la pólvora y el humo del cañón. Cuando miré de nuevo, el cuerpo de Whippo yacía en el suelo, doblado e inmóvil. Me invadió una monumental repugnancia, por lo que había visto y hacia Lavien, aquel pequeño manantial de violencia despiadada.

Lavien se acercó y me pasó el brazo por los hombros. Me obligó a volverme hacia él, a mirar aquellos ojos oscuros, ardientes y diminutos.

– Compréndame -dijo en voz baja-. Acabo de matar a un hombre herido. Así de importante es este asunto. No se trata de dinero, orgullo o poder, sino del futuro del experimento más audaz en libertad humana que se haya llevado a cabo jamás. No quiero que este gobierno haga lo que yo acabo de hacer. Yo cargaré con las culpas.

– Ustedes, los judíos -dije tras tragar saliva-, tienen un buen historial en eso de cargar con las culpas.

– Es usted un hombre peculiar -replicó, mirando hacia la carretera-. Vámonos.

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