LXXXIX

Quiero comenzar por el principio, allí donde el hombre encuentra al eidolon, al decir de los griegos, la ciega veneración de la imagen. Nosotros los romanos, tomamos prestado este vocablo como tantas otras cosas de que carecemos, y la mayoría de las veces buscamos también nuestros ídolos en el lugar de donde proviene la palabra. No hago excepción alguna y mentiría si afirmara que mi divino padre Cayo Julio César, a quien amo, se me presentó como ídolo en mis años mozos.

Los modelos no se aman, los modelos se respetan y admiran. Así, el gran macedonio Alejandro me merece profunda admiración. Me siento más emparentado con él que con Cayo, no por la sangre, sino en alma y carácter y por las circunstancias que encauzaron su vida. Hoy todavía me estremezco al pensar en mi quinto consulado, cuando avancé hacia el gran modelo, hacia su cadáver, entiéndase, embalsamado con sustancias aromáticas a la manera de los ptolomeos. Parecía vencido por el sueño, cansado de conquistar el mundo.

A él y sólo a él debe el pueblo de los alejandrinos que lo respetara después de la victoria de Accio, que no arrasara la ciudad como se lo merecía, que no demoliera el elevado palacio a orillas del mar que brindó asilo a Antonio y Cleopatra contra mí. No lo hice. Aunque la venganza hubiera significado justicia, mostré verdadera nobleza en honor a Alejandro, quien fundó esa ciudad sobre la margen occidental de la desembocadura del Nilo, de improviso pero con certeza, cuando arrojó su manto en la arena, trazó el contorno rectangular con la espada y marcó calles y edificios (otras nueve ciudades llevaban a la sazón su nombre). En su mausoleo de mármol rojo, hice levantar la pesada lápida y me enfrenté al modelo como a una estatua de Lisipo, lleno de reverencia y emoción. Contaba yo exactamente 33 años, la edad en que murió Alejandro.

Jamás pude olvidar lo que vi. El Magno *, desprovisto de barba mostraba una especie de sonrisa que nunca encontré en la vida, una sonrisa de satisfacción, consciente de sus hazañas, de orgullo y conciencia de su propio valer, más aún, de presunción y superioridad. Así sólo sonríe al agonizar un hombre que secciona con un decidido golpe de espada un nudo inextricable sin ponerse a buscar el comienzo o el final de la cuerda, un hombre que marcha al desierto hacia Júpiter Ammon para hacerse confirmar la divinidad y el dominio del mundo, un hombre que no conoció serios adversarios como no fuera él mismo. Nada deseé con mayor ardor en aquel entonces que morir como el gran macedonio, con una sonrisa. Cara a cara, así permanecí por espacio de horas, y mis impacientes acompañantes insistían en que contemplar a los demás ptolomeos muertos que yacían sepultados desde hacía tres centurias, convertidos en momias. Deseo ver a un rey, dije en tono imperioso a mis necios acompañantes, a un rey, no cadáveres. Por esta razón, evité también visitar a Apis, porque es propio de romanos venerar a los dioses, pero no a los bueyes.

Eché afuera al estúpido pueblo y ningún murmullo de voces perturbó mi recogimiento. Al rojo reflejo de las crepitantes teas observé fijamente el pequeño cuerpo. Como yo, Alejandro era de baja estatura, lo cual da la razón a aquellos que afirman que los pequeños están predestinados sobre todo a lo grande, pues la energía con que viene un individuo se distribuye en menor volumen de cuerpo. Como yo, Alejandro escribía a su madre cartas a escondidas. Se llamaba Olimpia, la animaba la misma pasión que a Atia, y, según se cuenta, Júpiter Ammon habría cohabitado con ella, adoptando también la forma de serpiente. Como yo, el gran macedonio despreciaba los juegos con atletas rebosantes de vigor, y mostraba más propensión por la filosofía. Solía decir que amaba a Aristóteles como a su padre, y las tragedias de Esquilo, Eurípides y Sófocles. Cuando dormía, La Ilíada de Homero siempre estaba bajo su almohada, junto a su espada. Y así como yo envidio a Horacio por su dicha de desdeñar bienes, dinero y fama a cambio de forjar versos, Alejandro también veía a su otro yo en un sabio. Cuando en Corinto, invitó a Diógenes a formular un deseo, el cínico le dijo que se apartara un poco del sol, nada mas. Al general le agradaron en igual medida la arrogancia y la grandeza que entrañaban las palabras del filósofo y que le hicieron pronunciar aquella famosa frase – que nadie entiende mejor que yo -: "Si no fuera Alejandro, sería Diógenes." Alejandro decía que el lujo era mayor esclavitud que el trabajo de esclavo (y en esto también coincido con él), sólo es real la actividad esforzada. Así, censuraba a los hombres entregados a la opulencia y al lujo ostentoso como Hagnon de Teos, las suelas de cuyos zapatos estaban claveteadas con clavos de plata; Leonato, que se hacía traer arena de Egipto para sus ejercicios físicos, o Filotas, que mandaba tejer redes de cien estadios para sus cacerías. En este aspecto se mostró más indulgente que yo. Sibien censuraba la conducta licenciosa, el macedonio no promulgó, como yo, una ley que le pusiera contención.

El gran Alejandro me enseñó la tolerancia, pero el suelo donde germinó la semilla fue poco fecundo en este sentido, pues una mirada retrospectiva a mis 76 años de vida, no me permite descubrir vestigios de tolerancia, y donde esta asoma inesperadamente, más que llamarse así, debiera dársele el nombre de desidia, a la que lamentablemente tenía propensión. Jamás practiqué, como Alejandro, el arte de disparar con el arco, ni el salto desde el carro cuando los indómitos caballos cruzan los bosques en veloz carrera, tampoco perseguí a los zorros para cogerlos de la cola. Sin duda, fue consecuencia de mi precaria salud, que se evidenció a temprana edad y me obligó a ahorrar mis energías, pero gracias a la ayuda de las Musas logré llegar a esta avanzada edad, ¡por Júpiter!

A mí, Imperator Caesar Augustus Dlvi Filius y a él, el gran Alejandro, nada nos causaba mayor temor que las premoniciones de los malos sueños, presagios y sentencias de los oráculos. ¿No es paradójico? Un movimiento de nuestra mano, un plumazo, podrían significar la muerte de pueblos, el incendio de ciudades, la alteración del curso de los ríos, pero si un relámpago zigzaguea inesperadamente en el cielo, me cubro enseguida con la piel del becerro de mar, en tanto Alejandro echaba mano de la copa. Al gran macedonio siempre lo rodeaba una horda de babilonios, yo prefería a los egipcios, porque creo en los astros y desconozco las leyes que rigen sus trayectorias. Si a él le prometió dicha un manantial que surgió del suelo cuando iban a levantar su tienda, camino de la India, a mí un blanco rocío matutino me profetizó un regreso con salud. Ambas señales anunciaron la verdad, no se puede negar, pues jamás se hizo mayor abuso del vaticinio de los dioses que en aquellos tiempos.

En aquel entonces, cuando murió Lépido y yo asumí el cargo de pontífice, hice recolectar todos los libros de agorerías que circulaban en Roma para quemarlos públicamente. ¡Por Apolo, superaban dos millares! Solamente respeté los libros de las Sibilas en el templo de Apolo, en el Palatino, pues sólo ellos conocen el futuro a través de sediciones, inundaciones, nacimiento de monstruos y otras señales del cielo. Los quindecimviri custodian su secreto. A diferencia de Alejandro, yo visitaba los oráculos con escepticismo, jamás consulté a la Pitia de Delfos, al menos no en persona, y si me dais una respuesta de Claro, un oráculo donde los romanos se apiñan, me muestro escéptico.

En cambio, el macedonio aseguraba que los sacerdotes de los oráculos le habían proporcionado vaticinios secretos y el profeta del oráculo del desierto lo llamó hijo de Júpiter, lo cual unos califican de leyenda y otros lo atribuyen a desconocimiento del idioma, pues si el sacerdote alzó la mano y saludó al macedonio con la palabra “paidion" lo llamó simplemente "hijo mío", pero si pronunció equivocadamente "paidios", por no conocer el griego, llamó al macedonio "hijo de Júpiter". Como se ve, a menudo basta una sola letra para decidir sobre la divinidad.

Así pensé frente al difunto Alejandro, y quise separarme como un amigo de un amigo que acaba de exhalar su último suspiro, y le besé la frente, pero tropecé. Por torpeza o por la excitación, estuve a punto de precipitarme dentro del sarcófago y para evitarlo alargué mi mano izquierda con la mala fortuna de tocar la nariz de Alejandro, que se rompió en muchos pedazos cual si hubiera sido de cristal, y en un abrir y cerrar de ojos que visible un agujero donde antes había estado la nariz. La sangre se me heló en las venas al ver eso, quise huir, pero un oscuro poder no me dejó levantar los pies del suelo. No sé cuánto duró mi entumecimiento, pero dos guardianes debieron llevarme afuera. Ningún sacerdote fue capaz de interpretar si el accidente era un mal presagio, pues una señal de esa clase les era desconocida a todos y parecía no tener sentido.

Creedme, lo que escribo es la verdad y me esfuerzo en vano por apartar de mi la imagen, por más que cierro los ojos no lo logro.

La aparición me sigue como mi propia sombra, y, como mi sombra, siempre está presente: un agujero negro en la cabeza de Alejandro, ninguna herida que prometía curación mediante la atención de un especialista, no, ya entonces como hoy tuve la impresión de haber destruido para siempre a ese individuo parecido a los dioses… mi propio ídolo.

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