XCIV

Yo quiero ocultarlo: esta mañana cerré las puertas de mi cubiculum, me asomé ávido a la plata del espejo, y cuando aparté la vista de mi imagen, el sol iluminaba el mediodía. Casi no me doy lujos aparte del espejo, cuyo dorso está guarnecido en oro y su mango de marfil reproduce a la ninfa Eco que sostiene en alto un arco. El arco sirve de marco al espejo. El oro y la plata son de la máxima pureza y fueron probados con piedra de Lidia.

Hasta mi muerte, debe quedar en secreto que nada amo tanto como contemplarme al espejo. Ni las flores en primavera, ni los frutos otoñales, ni el regazo de una virgen, ni siquiera los senos fluctuantes de una perfumada meretriz excitan mis sentidos como el espejo con mi imagen reflejada. Ciertas personas aborrecen su propia imagen, yo amo la mía desde hace ya sesenta años.

Al igual que Narciso, a los dieciséis años descubrí por primera vez mi otro yo, por un lado fascinado y por otro perplejo, pues (así contestaron a mis torturantes preguntas) nadie sino yo mismo me miraba desde el espejo, efectos del aire rebotado que vuelve a llegar a los ojos. Desde entonces los espejos ejercen en mí el efecto de un dulce veneno, y gozo la plata centelleante como un consuelo en el dolor, como placer en la alegría, maravilloso en su propiedad de obedecer a aquel que se mira en él. Los espejos combados como una copa amplían el ojo, la nariz y todo cuanto se les acerca. Los espejos de varias curvaturas como las tetas de una loba preñada te muestran un pueblo entero, aun cuando sólo se mire en ellos una sola persona. Los espejos distorsionantes como los del templo de Esmima tuercen y alargan tus miembros, y la imagen grotesca que ves te infunde horror o te mueve a risa y todo sucede por la variedad de forma de múltiple aplicación que le dan a la plata: ahuecada caliciforme, hundida en el centro como un escudo tracio, realzada, al través o torcida, inclinada hacia adelante o hacia atrás.

Cuando me acosaba el miedo ante el enemigo (un sentimiento nada raro) mostraba a la superficie argentina mi rostro furibundo, si (joven aún) languidecía por el amor de Atia, movía ávido los labios, y cuando la pena o la impotencia daban rienda suelta a mis lágrimas, la vista de los torrentes que manaban de los ojos de mi imagen me consolaba. ¿Qué hay de vergonzoso en esta conducta? ¿Qué de reprochable en mi secreto? Marco Antonio se jactaba públicamente de orinar de noche en una bacinilla de oro y lo consideraba placentero. Yo, Imperator Caesar Augustus Divi Filius, quise guardar para mí el secreto del espejo, aunque no sé por qué habría de avergonzarme y estoy seguro que ni Mecenas, con quien compartí largos momentos de mi vida, ni mi esposa Livia, quien no ignora uno solo de mis pasos, supieron de mis goces. Quien me sorprendió varias veces, se llama Publio Ovidio Nasón. Aquí se pronuncia su nombre por primera vez.

¿No cuidé de mis poetas como un pastor de sus corderos en las dehesas de Campania? Virgilio, Horacio, Propercio, Tibulo y ese desdichado Ovidio ¿no llevaron una vida contemplativa, según era la meta de sus anhelos? Todos creían que Mecenas era su amigo y patrocinador y por eso le cantaron loas sin sospechar que era yo quien financiaba su inclinación. ¡Por Apolo, no me quejo! ¿Qué cuestan estos poetas? Ni siquiera se necesita ser rico para comprar uno de ellos. Sólo quien está en condiciones de mantener una legión (en opinión de Craso y también mía) puede llamarse rico. El debía saberlo, pues era el más opulento de los quirites, después de Sila, y aun cuando sólo sus tierras se estimaban en doscientos millones de sestercios, no se dio por satisfecho y se adueñó de todo el oro de los partos.

Los hijos de las Musas son seres sensitivos, al menos aparentan resistirse a recibir recompensa alguna por su arte (sin embargo, detrás de esta actitud no se esconde la modestia, al contrario, creen que sus obras son impagables) y sólo están dispuestos a recibir en nombre de la amistad. Existen sutiles diferencias: los hijos de Talia, los que se entregan a la comedia, son los más comparables a lo normal, si bien son caracteres sombríos por su aspecto y forma de vida; los tragedas, bajo el velo de Melpómene, han abandonado la tierra hace mucho y se elevan siempre sobre prominentes coturnos. ¡Ay de aquel que tira de los hilos de su destino! Pero si te encuentras con uno de la rara especie que es sagrada a Erato (¡Musageto, el tañidor de la lira quiere evitarlo!), entonces pon pies en polvorosa, huye hacia la tierra de los partos o hacia Lusitania en occidente, pues éstos son en extremo sensuales, como bien lo permiten suponer la lírica y la erótica.

Ovidio era uno de ellos. Traía en sí la timidez del venado, el miedo de la liebre, venteaba el calor del ser humano como un sabueso, pero quien se acercaba a él reconocía su falsedad de reptil. Pues hasta que las generaciones decidan quién era el más grande de mis poetas y quién mereció la múltiple corona de laurel, el hombre de Tomi es de todos el más inteligente. Pero los hombres sagaces son peligrosos. ¡Ah, si sólo hubiera seguido siendo funcionario en la Sulmo, rica en agua! Pero no, tuvo que venir a Roma con el dinero del padre, ansioso de aprender retórica, viajar a Grecia y a la provincia de Asia. Allí aprendió arte y filosofía y regresó como si hubiera aprendido la epopeya con Homero, la mítica con Hesíodo, el himno con Píndaro, la bucólica con Teócrito. Y sobre todo descolló en el arte de la elegía, ensamblada en dísticos (pentámetro a continuación del hexámetro, ya se sabe) para ser recitados en los festines. ¿Quién podría haberle llegado a los zancajos a este niño prodigio, capaz de avasallar las palabras con música? Escribió poemas a Corma, la amada, a la que dio forma su cerebro como Fidias al mármol – le envidio esta facultad-. Este poema me hace verter ardientes lágrimas todavía y coger el espejo.

De regreso de las provincias se encontró con Valerio Mesala Corvino, mi verdadero amigo, a quien debo el título de Pater patriae. En aquel entonces, cuando el pueblo me aclamó con ese nombre a la entrada del teatro y me cubrió de laureles, mi primera reacción fue la de apartarme. Pero al día siguiente, en la curia, Valerio Mesala se levantó (fue durante mi consulado decimotercero) y habló (jamás olvidaré sus palabras): “¡Salud y fortuna, César Augusto, para ti y tu casa! Pues con este deseo estamos convencidos de suplicar a los dioses al mismo tiempo eterna fortuna para el estado y alegría para esta ciudad. El Senado y el pueblo de Roma te saludan como padre de la patria!” Enseguida estalló una ovación desde las galerías, pues en Roma no había otro que hablara como él. Yo no encontré mejores palabras de agradecimiento que desear que los inmortales me preservaran el unánime amor del Senado y del pueblo hasta el fin de mis días.

Por consiguiente, le debo mucho, pero Ovidio le debe todo, por cuanto lo acogió en su círculo de poetas, donde Tibulo, Ligolamo, Cayo Valgio Rufo, Emilio Macer y Sulpicia lidiaban entre sí con palabras. También fue Mesala quien acercó a mí al advenedizo.

Al igual que Horacio, reconocí a Ovidio digno de preparar el terreno para las leyes reformistas. Los lictores podrán anteceder al pretor con su centenar de haces, los ediles ser severos e inflexibles, hasta el propio cuestor puede comportarse con grosería, pero es en vano. Una nueva era no es el resultado de leyes y disposiciones, una nueva era quiere ser comprendida por sus hombres. Así pensaba yo y reconocía que, con sus palabras, los poetas nos guían con mayor libertad que las leyes. Fidus, pax, honor, pudor y virtus son virtudes deseables, pero no las crea ninguna ley del mundo. Viene Horacio y nos canta su Carmen saeculare y ¡ved, la virtud está en boca de todos!

Publio Ovidio Nasón me pareció el hombre adecuado para imponer a la era que lleva mi nombre un monumento melodioso. El, que no tenía siquiera un recuerdo de la República, anunció que otros se alegraran del pasado, él era feliz por haber nacido en la época presente. Ovidio era el poeta de la conformidad y sus versos difundían conformidad. Si no fuera una verdad de Perogrullo, la guerra civil se hubiera enseñado que los ciudadanos insatisfechos son peligrosos, pero los satisfechos son buenos ciudadanos. Por lo tanto, exigí hexámetros dactílicos sobre la conformidad. A dos de mis leyes perentorias (Lex Julia de maritandis ordinibus y Lex Julia de adulteriis coercendis) debió prepararles el terreno el hijo de Sulnio y, en efecto, Ovidio adornó con la astucia del zorro el serio tema en un tratado al que puso por título Ars amatoria.

El arte de amar, dice, es un arte que se puede aprender como la capacidad de escribir, narrar o declamar, pues se basa en reglas determinadas. Aunque a oídos de la mayoría esto suena inmoral y frívolo, de manera que los escribas tuvieron que esforzarse para acelerar el flujo de las plumas por la cuantiosa demanda de esta obra, el poema didáctico formado por dísticos puros se movía absolutamente dentro del marco de las leyes. Hasta un filemón, viejo como yo, dejó escapar una risita y aprendió (es sabido que aprendemos mejor sonrientes) cómo Publio Ovidio Nasón supo olvidar a una joven que no había prestado atención a ningún cortejante.

Decía: recalca cuanto te sea posible lo malo. Llama regordeta a la muchacha de piel lisa por su excesiva gordura; negra, cuando sea castaña, y tíldala de enjuta si su figura es esbelta, y si no es torpe, puedes llamarla insensata. Desafía a una mujer a cantar cuando carezca de voz. Si se expresa incorrectamente hazla hablar mucho. Si no domina las cuerdas, invítala a pulsar la lira. Si sus dientes son defectuosos provoca su risa con tus cuentos. Si a veces sus ojos lagrimean, háblale de cosas que la hagan llorar. Así habla Ovidio y nadie lo hace mejor.

En el cenit de mi existencia llamé a Ovidio para encomendarle la composición de un monumento semejante al de Virgilio en aquella epopeya de la Eneida. El poeta me preguntó en tono provocador, cómo habría de adornar mi imagen con palabras, si no me conocía en absoluto. Parecía razonable. Lo invité, pues, a vivir conmigo en la casa hortensia en el Palatino, que, como sabe todo romano, no se distingue por la amplitud de sus aposentos, ni por la suntuosidad arquitectónica: dos pequeños pórticos de toba de los Montes Albanos, en tanto los recintos no conocen ni la decoración del mármol ni el codiciado arte del mosaico.

Al principio, admiré su cultura y su intelecto, ocultos detrás de cada una de sus palabras, pero pronto me harté de su mirada escudriñadora que seguía todos mis actos. Me sorprendí a mí mismo tratando de hacer esto o aquello subrepticiamente, aunque no había oportunidad. Participaba hasta en mi vida amorosa, ya me dedicara a Livia o a las pequeñas que me enviaba Mecenas, mi buen amigo.

Tuve un violento sobresalto cuando me descubrió por primera vez frente al espejo, sentí verguenza, pero el pudor desaparecía a medida que con más frecuencia me atrapaba en ese juego. Ovidio era en extremo prudente como para dejar que sus ojos, las comisuras de sus labios o las arrugas de su frente delataran lo que pensaba en lo más íntimo de su ser. En esto, se distinguía de Horacio Flaco, quien llevaba siempre el corazón sobre la lengua y sus pensamientos en los pliegues de su rostro. Muy pronto, el hombre de Sulmo se hizo de mí un juicio mucho mejor del que yo tenía de mí mismo. No gastó palabras en censuras y economizó el incienso que poetas como Horacio, Virgilio y el mismo Tibulo me ofrendaban con largueza.

Si platicábamos (más de una noche se nos fue así en un vuelo), el tema de conversación giraba en torno al conocimiento, una palabra de la que carece nuestro acervo lingüístico y los griegos llaman "sophia". "Omnia mutantur nihil interit." Así definía Ovidio el conocimiento llevado a una breve oración, lo cual significa: El alma humana (y creo en ello firmemente) es inmortal, no fenece y sólo cambia en su exterior, al aposentarse en otro ser después de la muerte. Forma al hombre aquello que él hace. Si sus acciones son buenas, grandes, nobles, también se ennoblecerá su alma, pero si hace lo contrario, su alma se pervertirá. Ovidio creyó reconocer la voz de un amigo en el aullar de un perro, porque el amigo se abandonó al ethos de un perro. Pero en la misma medida, dice Ovidio, puedes hablar con los caballos, o con las palomas, porque van en camino de hacerse humanos.

Los filósofos griegos, que, como su nombre indica, aspiran a la sabiduría, propagan estas ideas en sus escuelas, y el hombre de Sulmo las conoció allí en sus años mozos. A los discípulos de esa doctrina, que se propagó en Roma como una peste después de la muerte de mi divino padre, se los llama pitagóricos. Pitágoras de Samos afirmaba que en el mundo imperaba la legalidad, la armonía lo cual se expresa en relación numérica, o guarda analogía con dichas relaciones numéricas.

Cuando contemplo el firmamento de noche, debo rendirme a su teoría, pero ¡por Hércules!, ¿por qué el "uno" ha de ser un buen número y el "dos" malo? "El uno", dicen estos discípulos, "está a la cabeza de todos los valores: el dos es el origen de toda multiplicidad y, por ende, el origen de toda adversidad". Más aún, predican que los números impares son de derecha, viriles y buenos, en tanto los pares son de izquierda, femeninos y malos. Ninguno de los alumnos puede decir en rigor de verdad cuánto de todo esto engendró realmente la cabeza de Pitágoras, pues el maestro no dejó constancia escrita de sus ideas. Ovidio está vinculado a esta doctrina, pero sobre todo a aquella cuyo contenido es la migración de las almas. Tan pronto me abandonó, el poeta empezó su obra Metamorfosis con las siguientes palabras:

"¡Quiero comunicar, cómo las formas se trocaron en otros cuerpos, ¡Dioses, sed propicios a mi comienzo (vosotros también los investisteis) y guiad el hilo continuo de la poesía desde los orígenes de la creación hasta nuestro tiempo…!"

Así empezó a narrar con lengua ágil acerca de los dioses y héroes de la Hélade y de Roma, del caos del principio hasta el presente. No puedo negarlo, una obra de arte del más alto rango y merecedora de mi beneplácito. Escribió año tras año, se explayó en interminables monólogos y en artísticos suasorios, hizo discutir consigo mismos a los héroes acerca de si esto era loable y aquello desaconsejable. Desde las primeras muestras de su creación, descubrí en Ovidio el empeño de entretejer el presente con los mitos del pasado.

Los dioses ostentaban rasgos censurables de carácter que se reconocen a diario en las gradas de la curia, cuando los senadores acuden presurosos a las sesiones. Y algún amorío de Júpiter se parece más en figura y postura a la secreta relación de un cónsul que a la idea del mito. Lo confieso, la mofa oculta en su noble arte me procuraba una deliciosa diversión, pero la risa se me atascó en la garganta cuando advertí que el escarnio y la ironía del poeta no se arredraban ante mí, el Divino. ¡Por Baco! ¡Ese infame escritordillo a quien acogí bajo mi techo como a un hijo, me endosó con descaro los rasgos de Narciso, el frágil cazador de Diana (todos los niños conocen la historia) que dio su nombre a la flor.

Ovidio describe a Narciso, a mí pues, como un adolescente de delicada figura e insensible soberbia, cuyo corazón no es capaz de emocionarse con mancebos ni doncellas, en consecuencia inepto para amar. Deja morir así a Eco, la ninfa encendida del bosque que se consume sin ser amada y sólo se perpetúa en el eco de su voz. Pero Narciso pasea por el bosque y se arrodilla junto a la fuente mansa para aplacar su sed. Descubre entonces su imagen reflejada y despierta en él otra sed. Toma por cuerpo lo que es sombra y lo fascina su imagen como esculpida en mármol de Paros. Aunque los versos son blasfemos, están preñados de una serena belleza en la cual me reconozco a mí mismo:


"Yacente contempla siempre los ojos cual dos estrellas, mira con deleite el cabello, digno de Apolo y de Baco.

Mira el alargado cuello y la tersura de las mejillas imberbes.

Y la gracia del rostro y el rubor destacándose de la nívea blancura;

admira en sí mismo, lo que lo hace digno de admiración;

se añora fascinado; el que elogia es el mismo elogiado, el que allí aspira es codiciado y al mismo tiempo inflamado y se quema.

¡Cuán a menudo se acerca en vano con sus besos a la engañosa fuente!"


Y continúa en estos términos. El poeta me describe como deplorable fenómeno, presa del delirio, imberbe (lo que me distingue de todos), el pecho cubierto de una mancha rojiza (podría rascarme horas enteras). Me hace morir de languidez, pero en lugar de un cuerpo destinado a la hoguera, sólo perdura la flor amarillo azafrán en el centro y corola de níveos pétalos, a la que llaman narciso, la flor del mundo subterráneo.

Cien veces leí el pasaje con enfermizo afán y por mucho que me agradaban las palabras, su contenido me enfureció. Yo, Imperator Caesar Divi Filius, me convertiría en el hazmerreír de los romanos. Por consiguiente, di orden de proscribir a Publio Ovidio Nasón a Tomi y hacer desaparecer sus obras de las bibliotecas públicas. No di razón alguna para justificar esta sanción, pero la medida dio motivo a muchas especulaciones, a las que hice frente en todo momento con silencio. De este modo pude estar seguro de que la obra Las metamorfosis del poeta, que abarcaba a la sazón quince volúmenes, jamás sería publicada.

Desde entonces evité obstinadamente su nombre y no toleré que ni él ni sus versos fueran mencionados en lugares públicos, ni qué decir en mi presencia. Esto sucedió bajo el consulado de M. Furio Camilo y Sexto Nonio Quintiliano, hace ya seis años. Desde entonces el exiliado escribe elegías, bellas en su tristeza (se dice que un poeta jamás puede dejar de escribir y si interrumpe su labor se encuentra con la muerte). Ex Ponto, ha pedido clemencia y sus palabras a su esposa y a su hija, según he oído, están llenas de tristeza y melancolía. Estoy seguro que se ha arrepentido mil veces de su juego y habrá de expiar otras tantas veces, pues morirá en tierra de bárbaros.


Yo, Polibio, liberto del Divino Augusto y experto en el arte de la escritura, estoy recibiendo desde hace ya siete días los manuscritos del Divino. ¿El Divino? Cada día, César pierde un poco de su divinidad. El Augusto no es digno de veneración y respeto. Como una serpiente muda de piel, así Augusto se despoja de su prestigio y reconocimiento. Pero tal como la muda de piel de la serpiente siempre hace brotar otra más bella y lozana, el César muestra también cada día una faceta nueva y más hermosa de su vida. Si el Divino resulta empequeñecido a través de este diario, el hombre se agigantará.

¿El Divino un Narciso? Aunque a menudo estoy cerca del César, no he advertido nada de esta peculiaridad. A decir verdad, jamás presté atención, y esto no habla sino del acentuado don de observación de Ovidio que descubriera su secreto. ¿Qué hay de malo en esa peculiaridad? Lo que para uno es su orinal, lo es para el otro el espejo.

Ovidio debió pagar cara su osadía. Su lugar de exilio en Tomi, situado en la costa norte del Ponto Euxino, es tan ignoto y lejano para un romano como la Munda española o la gala Uxellodunum. Creo que se morirá de nostalgia. Y si Augusto pensó que la veda de Ars amatoria de Ovidio haría caer el libro en el olvido, se equivocó radicalmente: copistas piratas exigen precios usurarios por la obra. No se necesita sino prohibir un libro para asegurar su éxito. Después de mis lecturas clandestinas del diario he comprendido por primera vez en qué medida el Estado y la política se sirven de las artes. Hacen de ellas uso abusivo como precursoras para favorecer sus ambiciosos planes, y esto me hace estremecer. Los griegos trataban a cada especialidad del arte como a una amante, los romanos, como a una esposa legítima.

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