XXI

Desde ayer rechazo toda alimentación. No quiero seguir viviendo en esta impotencia y despreciado, ni siquiera los veinte días que aún me quedan. De este modo les jugaré una broma a las Parcas y a todos los que esperan mi muerte con avidez. Les daré una prueba de que la voluntad del César se cumplió hasta su último suspiro. Estoy acostumbrado a las privaciones, a menudo me he impuesto el ayuno, tanto en la guerra como en la paz para dar ejemplo a los romanos, aunque sé muy bien que se rieron de mí. El vientre es su dios más amado; le hacen ofrendas hasta provocar el vómito y, apenas sucedido esto, vuelven a hartarse como gladiadores ante su última comida. Los romanos son un pueblo de glotones y hasta el más pobre de la Suburra *, al que el dinero apenas le alcanza para una sardina, pide atún, a despecho del sabio filósofo que predicaba que no vivimos para comer, sino que comemos para vivir.

Sé que los romanos se mofan de mí, me llaman gimnosofista, porque estos vivían en los bosques, desnudos, entregados a una vida ascética; con abstinencia absoluta de la carne, su alimentación era frugal y adoraban a la naturaleza. En verdad, no es así, estoy lejos de esta doctrina, porque pronto descubrí que el supremo goce no reside en el sibaritismo, sino en la razón sobria que persigue las causas de la búsqueda y la evitación de necesidades. La frívola riqueza nos ha hecho pobres, pobres en imaginación y en el arte culinario: solo lo exótico que nos viene de las colonias nos parece adecuado y deseable, aderezado con condimentos extraños que queman como fuego y descomponen los intestinos con pestilente hedor. Donde por siglos la sal y la miel llenaron su cometido, se requieren hoy hierbas y salsas de los más apartados rincónes de la tierra. Y bichos que a los griegos todavía les resultan extraños como alimento, como las ostras y los caracoles, se tienen por preciados manjares condimentados.

Por rápidos senderos traen desde la lejana Germania jabalíes, terribles rayas y tortugas de las costas etíopes, Egipto provee flamencos zancudos y cocodrilos de anchas colas (de los primeros, según he oído decir, son muy apetecidos los sesos hervidos, de los últimos solo la rabadilla). No conozco animal marino que no haya llegado a las mesas romanas, hasta se comen anguilas, pulpos y erizos de mar, que por mucho tiempo causaron terror a los hombres, aderezados con garum. O tempora!, O mores! Observad al romano mediocre que cruza el Foro, cómo lucha con los bordes de su toga porque se le zafan constantemente del cinturón, pues la tela resulta estrecha para cubrir el hinchado abdomen. Hubo épocas, no tan lejanas, en que la esbeltez y la proporción del cuerpo se tenían por un ideal al que todos aspiraban. ¿Y hoy? Hoy se envidia lo opuesto, y el panzudo pater familias anuncia públicamente con su mofletuda cara de luna cuánto le ha costado su aspecto. Nada le proporciona mayor placer que la mesa opípara y las libaciones copiosas.

¡Cuánto ha cambiado el concepto del placer! Según la concepción estoica se ha trocado en lo contrario, puesto que los filósofos llamaban placer a la aprobación de una cosa y aversión a su condenación. Y cuando Epicuro pregonaba que el placer era la meta suprema de sus aspiraciones, no se refería al goce que procuran los excesos, sino a la libertad del cuerpo de dolores y a la del alma de desasosiego. El sabio aconsejó cierto día a su discipulo Solomeneo de Lampsacos, que si quería hacer rico a su amigo Pitocles, no debía colmarlo de regalos materiales, sino liberarlo de sus apetitos. Si Epicuro fuera contemporáneo y romano (los dioses le ahorraron este destino), se reirían de él como de un volatinero en el Campo de Marte.

¡Por Baco! ¿Quién pretendió calificarme enemigo del vino? De acuerdo con las costumbres lo bebí bien mezclado, aunque no pocas veces puro y sin preocuparme por si me excedía de mi límite. Me pregunto, pues, ¿por qué se impone hoy deleitarse con avidez y sorber diversos vinos en gran número, hacer el vino circular por la boca para luego fruncir los labios y escupirlo sobre el mármol de Laconia? Esto se tiene por distinguido. ¿Dónde ha quedado el respeto por la savia de la vida que prospera solo por voluntad de un dios? El deja llover sobre la tierra el agua de las nubes, y, gracias al sol, esta se convierte en noble vmo. ¿Dónde ha quedado el respeto por la creación que el vino me insufla con cada trago, como si reflejara la propia vida? ¿Dónde han quedado los ingeniosos discursos preparados, con los que nuestros antepasados, fieles a las antiguas costumbres, abrían cada orgía para convencerse unos a otros en estimulante embriaguez? ¿Dónde han quedado las amistades para toda la vida iniciadas con el tintineo de las copas. ¿En esta ciudad nos hemos olvidado ya que bastaba una sola copa de rojo falernés para regalar al mundo un poema de Horacio?

El torpe menosprecio de la cotidianidad me repugna, equivale a un menosprecio de la propia vida. ¡Solo cuenta y se observa lo extraordinario, lo inaudito, lo inconcebible! La aurea mediocritas está expuesta a la compasión, más aún al ridículo. ¿Qué fue Epicuro, el que disfrutaba de las hortalizas de su diminuta huerta? Un incorregible enmendador del mundo; ¿y Horacio, que podaba en el Sabinum sus propias vides? Un soñador. La virtud de la modestia ha degenerado en la exorbitancia.

Ningún vicio ha mezclado tanto veneno ni ha desenvainado con tanta frecuencia el puñal como la exorbitancia. No conoce la verguenza ni el respeto por la ley y la moral, y prolifera como la maleza, de manera que lo que hoy se tiene por abuso mañana se relacionará con el nombre de lo cotidiano. Tan solo observad a los marsios, hérnicos o vestinos, pobladores del territorio sabino en nuestra prehistoria, que vivían en la mayor modestia, se alimentaban de bellotas, raíces y bayas y jamás se quejaron de su suerte. Pero cuando los dioses los favorecieron con las benignas espigas, esos pueblos pelearon con puntiagudas armas para obtener mayor bienestar, y de este modo lucharon por su propia ruina. ¿Por qué no aprendemos de la historia? ¿Acaso griegos, persas y egipcios no han demostrado que la historia no es otra cosa que una constante repetición de conocidos sucesos con nombres diferentes?

Salustio, que se hizo historiador decepcionado por la política romana y a quien no le espantaba dar consejos a mi divino padre Julio, aun cuando éste le llevaba algunos años, admitía haberse preguntado con frecuencia dónde los hombres famosos encontraron su grandeza y los pueblos aumentaron su crecimiento, pero por otra lado también reflexionó sobre por qué los ricos se arruinaron, y, así dice el historiador, siempre encontró las mismas ventajas y males: los vencedores dieron poco valor a la riqueza y a la abundancia, los vencidos las codiciaban. Construir una casa o una alquería, decorarla con exceso de estatuas, tapices y costosas obras de arte y dar a todo, menos a si mismos, un toque admirable, no significa tener riquezas como adorno, eso significa más bien ser una ignominia para la riqueza.

Ciertamente, a mi no se me puede reprochar sibaritismo, pero las advertencias de Salustio me hacen tener conciencia de que tampoco yo estoy libre del abuso, de ese afán de poder que me hizo eliminar a todos mis enemigos y cosechar las más excelsas honras. Aun cuando me esforcé por unificar mis conceptos de los valores con los del pueblo (tal vez porque me esforcé, debo decirlo) la brecha entre el César y el ciudadano romano común fue cada vez más profunda, y hoy no puede negar que los ideales del soberano y los de los súbditos son distintos como las estaciones a lo largo del año. El exceso de poder siempre significa el comienzo de una decadencia del poder, ya que la desigualdad (el poder no significa otra cosa) se manifiesta cada vez con más claridad, puesto que al ciudadano ordinario se le hace cada vez más difícil la identificación con el sistema (y esta es la condición para el poder, de lo contrario, este poder debe ser calificado de dictadura). Sé que todo poder necesita justificación y todos los intentos de justificación son una parte esencial de la historia. Por eso me interesó justificar las pretensiones de poder de mi divino padre, y Tiberio está llamado a explicar mi desmesura en relación con el poder. Poder (no puedo menos que reír, reírme de mí, el poderoso, el más poderoso entre los poderosos, Caesar Augusrus Dlvi Filius), a quien, cautivo del propio poder, se le prohíbe poner un pie fuera del Palatino, a quien no le es dado morir allí donde se le antoja más apetecible. Cualquier plebeyo es más poderoso que yo, el César; puede ir adonde le plazca, hablar con quien desee hacerlo, morir donde se le ocurra. Ciertamente, al retiario del circo le ha tocado mejor suerte que a mí, pues se le permite luchar por su vida, lo cual me ha sido negado. Agonizo como un perro decrépito al que se echa de la casa porque ya cumplió sus servicios y no puede brindar más utilidad.

¿Júpiter, así muere un dios?


Yo, Polibio, liberto del divino Augusto y experto en el arte de la escritura, lloro cada vez que dejo a César. No desearía esta muerte al peor de mis enemigos. ¿Debe extrañarnos que el Divino se refugie en sus delirios y se retraiga en sus pensamientos por la senda que se abre ante él? Tal vez las generaciones posteriores se pregunten cómo y por qué fue posible esta solitaria agonía del emperador César Augusto. Quiero dar aquí la respuesta: El propio Augusto colocó los hitos de esa senda. Como él mismo escribe, la brecha entre el romano común y el César se hizo cada vez más profunda, tan profunda que desde hace algún tiempo Augusto existe en las mentes de la gente como un dios misterioso, inaccesible e invisible. Nos inclinamos ante su estatua porque jamás tenemos ocasión de ver su verdadera imagen. Le ofrecen incienso como a un dios para que les sea propicio. Su invisibilidad es expresión de su poder. Miles de veces, miles de soldados obedecieron la palabra de un ser invisible. Y aquellos que lo ven con bastante frecuencia, glorifican cada una de sus palabras o, como yo, estamos obligados a guardar silencio. Si Augusto se presentara hoy en el Foro, flaco y trastornado, estoy seguro que los romanos se reirían de esta criatura miserable, le arrojarían frutas podridas y nadie creería que es el divino Augusto. Intuyo que el César lo sabe. La omnipotencia que lo rodeaba, se ha vuelto impotencia.

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