VII

¡Capri! Bello mundo, de ricos colores, a mis pies. Fiebre en el sol del que me protege una blanca vela de lino. Me acerco al fin. ¡Siete días, Júpiter, solo me quedan siete días!… Quiero vivirlos, gozarlos. A los rumores del vientre se ha asociado la fiebre en constante aumento. Musa pretende confinarme en el lecho, pero lo hice a un lado de un empellón. Quiero gozar del panorama de esta región que vi por primera vez a mi regreso de la campaña a Egipto. ¿Cuánto tiempo pasó desde entonces? ¿Cuarenta y cuatro años? Cuarenta y cuatro años, ciertamente. Muchos días, numerosos inviernos disfruté desde entonces en esta mansión, a la que puse por nombre Villa Jovis.

Miro hacia el norte y hacia el sur y creo reconocer a Ulises en su balsa bamboleante. Del mar centelleante emergen el cabo de Circe y las islas de las sirenas. Se huele el perfume del acanto, cuyas blancas flores en la alta copa nadie conoce porque los griegos sólo hicieron famosa en sus capiteles la fronda, florece el asfodelo y el hinojo silvestre se seca por la canícula estival como la piel del dorso de mis manos; en medio, arbustos de mirto y alcaparro, de cuyos pimpollos se nutría la bella Friné que sirvió de modelo a Praxiteles para su inmortal Afrodita.

De tiempo en tiempo, me obligo a cerrar los ojos por un instante para retener la belleza del mundo, pero a regulares intervalos me dan vahídos. De pronto, abro los ojos y lo veo ante mí, barbudo, con la piel curtida por el agua de mar y el sol.

– ¡Divino! -exclamó asombrado-. ¿Qué haces en esta isla?

– Busco a mis compañeros -me responde-. Todos fueron capturados por Circe, menos Eurioco. Fue el único que por intuir algo malo no traspuso la puerta para ir hacia la sombría casa de piedras labradas de la atroz hechicera. Circe tocó a cada uno de mis hombres con su vara y los convirtió en cerdos. Y ellos se disputaron las bellotas y las rojas cerezas silvestres.

– ¡Por todos los dioses, elude a la hechicera! -grito excitado-. Te trocará en un cerdo como a tus compañeros. Solo hay un recurso eficaz para escapar al hechizo.

– ¿Lo conoces? -me pregunta Ulises.

Asiento, me inclino como por casualidad y arranco del suelo pedregoso una planta de flores blancas como la leche y raíces negras.

– Toma -le digo, y le ofrezco la flor-. Los dioses la llaman moll y es más rara que el oro de los ríos. Mastícala con los dientes y traga esta divina hierba.

Ulises hace lo que le indico y entonces le digo lo que le espera. -Ve a la casa de la mujer de bellos rizos. Se mostrará complacidad por tu visita. Te dará de beber en copa de oro, te tocará con su vara, te ordenará ir a la, pocilga y echarte entre gruñidos junto a tus compañeros. Pero tú, Ulises, no habrás de temer, pues ningún hechizo de Circe obrará en ti. Me percato de la mirada escéptica del paciente que desconfía de mis palabras. -Confía en mi saber -lo tranquilizo- y muéstrate remilgado cuando Circe te ofrezca su amor, también cuando te convide a su mesa a comer y beber en vajilla de plata, y laméntate por la pérdida de tus amigos. De este modo harás que la maga vuelva a tus compañeros a su estado natural. Los peludos verracos de nueve años se convertirán en lo que eran, jóvenes hombres de buena estatura y mejor conformación.

– ¿Por qué haría Circe semejante cosa? – inquiere el paciente.

– ¡Hasta los mismos dioses luchan en vano contra el amor! – le contesto-. Tú también hallarás satisfacción junto a la divina señora, pero cuidate de entregarte a Circe antes de haberle recabado su solemne juramento de que te dejará volver a casa.

– Se hará como tú lo aconsejas. ¿Y cuando la hechicera satisfaga mis deseos?

– Entonces corresponderás a los suyos durante un año y un día. Circe te dejará partir con vientos favorables hacia el norte, hacia los bosquecillos de Perséfone, donde se mezclan el Aqueronte, el Piiflegetón y el Cocito, los ríos silenciosos. En una cueva encontrarás al vidente ciego Tiresias entre hordas de difuntos, formaciones etéreas del reino de Plutón. El te dirá cómo regresar a tu casa, a Itaca.

De pronto, Ulises prorrumpe en sonoras quejas y maldiciones contra mí, porque cree que me burlo de su suerte. Entonces le ofrezco acompañarlo junto con sus camaradas.

El paciente se acerca a mí y me mira a los ojos.

– ¿Quién eres tú, anciano decrépito, y de dónde obtienes tu saber?

– Soy Imperator Caesar Augustus Divi Filius – le respondo-. Conozco tu destino, pues todos los que como yofluctúan entre la vida y la muerte, conocen el destino de los demás, pero no el propio.

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