XXXIII

Mi primer encuentro con los germanos quedó muy atrás en el tiempo. ¡Júpiter, casi treinta años! Todo se desarrolló como un milagro, sin presentar combate. Lo recuerdo bien, sucedió durante el consulado de Lucio Domicio y Publio Escipión, y he guardado esta campaña en la memoria porque las circunstancias fueron más que extraordinarias. En aquellos días tuve un ardiente romance con Terencia, la esposa de Mecenas. Mi amigo sabía de nuestra relación y me hizo reproches. Yo no lo contradije. ¿Cómo hacerlo? Cuando la pasión abre las puertas, la razón salta por la ventana. ¡Qué mujer, esta Terencia! Ojos de fuego, cabello rizado como la piel de la oveja, senos como la saliente proa de un trirreme y piernas como dos columnas jónicas de mármol de Paros. ¡Venus no podría ser más agraciada! Su forma de andar se asemejaba al paso acompasado de un noble corcel y me inflamaba de pasión toda vez que venía a mí. En cierta manera se parecía a Atia, mi madre, por su dulzura y sensualidad, y quizás ese fuera el motivo de tan ciega pasión, capaz de hacerme olvidar los privilegios de mi amigo.

– ¿Qué pides por Terencia? – acosé a Mecenas, al amigo, en ocasión de una de nuestras juergas nocturnas de invierno.

Mecenas descargó sobre la mesa la copa de rojo retio que hice servir a propósito more graeco y gritó: – ¡Terencia no es una meretriz que se puede comprar, César, Terencia es mi esposa!

– Sin duda, Mecenas – alegué-, me malinterpretas, yo no hablo de dinero. Jamás osaría ofrecerte dinero sonante por tu mujer, pero tú podrías halagar al amigo y cederme a Terencia hasta que se extinga mi pasión. Quiero decir, Livia es también una bella mujer y seguramente sabrá consolarte durante esta etapa.

– ¡César! – Mecenas no ocultó su indignación (tal vez fuera auténtica) y me recriminó con duras palabras-. No ha transcurrido un año desde que promulgaste leyes matrimoniales terminantes que te valieron fama de mojigato e hipócrita. Siempre te defendí contra todas las invectivas y aseguré que ni lo uno ni lo otro era procedente, pues sólo habías obrado en salvaguardia de la res publica. ¿Cómo enfrentaré a tus críticos si pones las pruebas en sus manos?

– ¡Nadie necesita enterarse! -lo interrumpí-. La cosa será un secreto entre ambos.

– ¡Un secreto! ¡No me hagas reír! -exclamó Mecenas airado-. ¡Cítame un solo secreto que haya perdurado como tal en Roma! Cuanta más reserva se pone en el tratamiento de un asunto, tanto más numerosos son los que saben de él, porque cada cual lo propaga bajo juramento de guardar silencio y el que recibe la información la pasa a otro de la misma manera. Créeme, César, te cedería a Terencia, pero el rumor según el cual el Caesar Divi Filius, el severo legislador, se acuesta con la mujer de su amigo Mecenas, circularía por las calles más aprisa que el viento de las golondrinas en las calendas de Mayo. Si, si no fuera en Roma, sino en la Efeso oriental, la Córduba hispana o la gala Alesia… ¡Pero nada menos que aquí en Roma!

En la actualidad, ya no recuerdo qué me dio más alas, si la idea de poseer a Terencia o el vino de Retia. Me levanté bruscamente, agarré por los brazos al amigo y grité: Te tomo la palabra y mañana mismo partiré hacia la provincia gala. Terencia puede seguirme por otro camino. De este modo, nadie alimentará suspicacias.

No le di tiempo a posibles objeciones, lo besé y le agradecí con lágrimas de emoción. Por la noche llamé a Tiberio y le anuncié que rio toleraría por más tiempo las incursiones de las tribus germánicas en suelo itálico. Además, era necesario saldar la derrota de Marco Lolio contra los usipetos, sicambros y tencteros que habían cruzado el Rin.

Tiberio se sorprendió de mi ambición de gloria, pero más aún de que dejara acéfala la capital del imperio en un momento en que, debido a las severas leyes morales, los desórdenes estaban a la orden del día y conspiradores secretos urdían aviesos planes. Aturdido por los encantos de Terencia, no me dejé convencer por esos argumentos y, para cumplir con mi deber de César, nombré praefectus urbi a Tito Estatilio Tauro, un funcionario de confianza. (Agripa, a quien le hubiera correspondido el nombramiento en primer lugar, se encontraba en Siria en una misión militar).

Visto friamente, en aquella oportunidad obré como en ninguna otra de mi vida con gran ligereza y en contra de mi principio, según el cual es mejor un mariscal reflexivo que uno intrépido. Pero Terencia merece la gloria de haberme hechizado como lo hizo Circe con Ulises y sus compañeros, pues no sólo descuidé los hechos (debido a las conspiraciones se llegaron a dictar sentencias de muerte), sino ignoré los presagios infaustos según la interpretación de los sacerdotes: la víspera de mi partida hacia las Galias, un lobo corrió por la vía Sacra rumbo al Foro y provocó un baño de sangre entre los romanos. Pero en esos momentos estaba dispuesto a dar la vida por poseer a Terencia aunque fuera durante unos breves instantes. A quien los dioses quieren perder, lo privan de la razón. La aventura con Terencia se prolongó por espacio de dos años. Fue una época feliz en todo sentido. Triunfé sin librar combate, Terencia se me entregaba complaciente, las tribus germánicas, cuyo salvajismo es impredecible como el del Océano Atlántico, se retiraron a los bosques de los que habían venido. Los dioses estuvieron de mi lado.

Sicambros, usipetos y tencteros, habitantes todos ellos de la margen derecha del Rin, tuvieron la osadía de atacar a algunos soldados romanos, se los llevaron a la rastra y los crucificaron. A pesar de que avancé hacia ellos a marcha reforzada, no pudimos ver al enemigo cara a cara en nmguna parte. Era demasiado peligroso seguir a los bárbaros hasta sus bosques, pues sólo ellos conocían sus desfiladeros y caminos de cornisa. En aquel terreno intransitable, los espías se encargaron de transmitir cualquier movimiento del enemigo, mientras este perdía toda orientación en los oscuros bosques. Seguramente, debieron ser estos espías los que alertaron a los germanos del avance de dos legiones. En particular, temían a la caballería romana, pues el caballo como animal de montar les es desconocido como lo fue para los romanos el elefante antes de las Guerras Púnicas. Esa fue la razón por la que mandaron emisarios de paz sin que les fuera exigido, más aún, impusieron castigos por propia voluntad, de modo que acordé celebrar la paz, sobre todo para poder dedicar más tiempo a Terencia, a sus henchidos senos y a sus piernas jónicas.

Debo confesar que bajo el influjo de esta mujer sensual dejé pasar una oportunidad de esas que no se presentan dos veces. Si en aquellos días hubiera tenido menos en cuenta el bienestar de mi priapo y más el de la res publica, y si con Tiberio a la cabeza hubiese desafiado a la chusma germana a luchar, creo que no nos hubieran podido quitar la victoria, hubiésemos vivido en paz, libres de las constantes incursiones y se le hubiese ahorrado a los romanos la ulterior humillación en los bosques de la margen derecha del Rin. Iremos paso a paso.

Durante mi permanencia en las Galias encomendé a mis hijastros Tiberio y Druso la conquista de Retia y Vindelicia. Cruzaron los Alpes por caminos separados y no encontraron en los abúlicos pueblos montañeses una resistencia digna de mención, de modo que bastó dejar al mando de la provincia recién ganada un centurión. Mi querido Druso contaba a la sazón 25 años, y era justificado cifrar en él las mayores esperanzas. Por lo tanto, lo nombré gobernador de las tres provincias galas.

Pero como no dejaban de producirse los ataques germanos, mi joven hijastro me pidió permiso para combatir contra las hordas nórdicas. Consentí Druso marchó contra los sicambros, cerca de la isla de Batavia, entró en el territorio de los usipetos y navegó por el Rin, río abajo hasta el Océano. Sometió a los frisones de barbas rojas y cabello rubio e invadió la tierra de los caucos, donde sus barcos quedaron varados por la bajamar hasta que llegó la marea alta.

Bajo su consulado compartido con Tito Crispino, Druso incursionó * por segunda vez contra los germanos para vencer a los catos, suebos y marcomanos y arrasar la tierra de los queruscos hasta el Elba, un río que fluye hasta los montes de los vándalos. El intento de atravesar el Elba fracasó, y mientras emprendía la retirada una mujerona germánica de descomunal altura le salió al encuentro y le dijo: "¿Adónde quieres ir, insaciable Druso? No te ha sido dado contemplar todas estas tierras. Vuelve sobre tus pasos, pues ya está cercano el final de tus hazañas." La mujer desapareció entre los árboles y jamás la volvieron a ver. Druso emprendió el regreso hacia el Rin, que guarneció de sur a norte con fortalezas y castillos, y en el camino sucedió lo inconcebible: Nerón Claudio Druso, el audaz general, se cayó del caballo y murió, mientras los lobos aullaban en derredor de su campamento.

Amé a Druso como a un hijo propio y encomendé a los centuriones, tribunos de guerra y a los más ilustres hombres de las ciudades traer su cadáver a Roma. Junto con Tiberio pronuncié la oración fúnebre, y luego se guardaron sus restos en mi mausoleo. Por sus méritos como general le otorgué post mortem el nombre Germánico.

Lloro y mi dolor no tiene límites porque las parcas son tan despiadadas con los hombres y no reparan en la edad ni en los talentos. Laquesis determina despótica sobre cada destino. Druso contaba veintinueve años e iba hacia el cenit de su existencia cuando Morta cortó el hilo de su vida sin conmiseración. Y aquí espera sentado un septuagenario de ojos lacrimosos que ya no le prestan servicio, casi entumecidos los miembros, un anciano que bizquea temeroso hacia la puerta y tiembla al escuchar cualquier murmullo…

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