XIX

El cansancio domina los miembros de mi cuerpo y el cerebro. Hoy he pasado el día entero en cama, sin tocar comida ni bebida alguna. Aburrido, he recorrido con la vista infinidad de veces la vida azarosa de Mercurio. Indiferencia sin respeto ni sentimientos. Mantengo la vista fija al frente, como si estuviera aletargado, pero por momentos capto por el rabillo del ojo caras que se asoman curiosas a la puerta, como si exploraran en busca de signos de vida en el anciano. Creo haber reconocido a Livia, pero puedo estar equivocado.

Por enésima vez me he refugiado en la lectura de Epicuro, mi supremo consuelo. Semejante suerte sólo podría describirla un eterno doliente, pues él también sufrió penosa y larga agonía. Sin embargo, escribió sus memorias en su lecho de muerte. Quiero imitarlo en tanto el cerebro y la mano me lo permitan, pero dudo que venga acompañado de esa alegría y la paz habituales en el samio. La vejez, opinaba el sabio, no debiera cansarse cultivando la filosofía, así como la juventud no debiera evitarla, pues nadie es maduro en exceso o inmaduro cuando se trata de la salud del alma. Y quien afirme que ya ha pasado el tiempo de filosofar o todavía no ha llegado, se asemeja a uno que dice que ya no está dispuesto o no lo está todavía para la dicha. La filosofía le hace bien tanto al viejo como al joven, al primero porque a pesar de sus años lo rejuvenece con el gratificante recuerdo del pasado, y al segundo porque a pesar de su poca edad lo madura en la impavidez frente a lo que vendrá. Es bueno practicar lo que crea felicidad, pues todo lo poseemos cuando ella está presente, pero cuando nos falta hacemos cualquier cosa por lograrla.

Así escribe Epicuro y continúa: cada individuo debe familiarizarse con la idea de que la muerte no le importa. Todo lo bueno y lo malo reside en la sensibilidad y la muerte es la pérdida de la sensibilidad. Por lo tanto, hay que hacer el correcto descubrimiento de que la muerte no nos afecta, esta vida efímera solo es placentera porque borra el ansia de inmortalidad. Pues en la vida ningún conocimiento es más horroroso para aquel que ha comprendido que en la ausencia de vida no hay nada terrible. Por lo tanto, es un orate aquel que dice que tiene miedo a la muerte, no porque su presencia provoque dolor, sino porque su sola proximidad provoca dolor. Pues lo que en presencia no preocupa, acusa, no obstante, infundado dolor en la mera expectativa.

En Roma, nadie comprendía al griego como Lucrecio. Murió cuando yo contaba ocho años y lamento no haberlo conocido, pues lo consideraba el póstumo portavoz del samio, aun cuando lo separan de él dos centurias. Cuando leo su poema didáctico De rerum natura, reconozco en nuestra lengua las palabras del griego mezcladas con la melancolia propia de los romanos cuando analizamos el significado de la vida. Lucrecio necesita siete mil hexámetros para liberar al hombre del temor a la muerte y a los dioses, y para ello, recurre como Epicuro a la teoría de los átomos y de la mortalidad del alma.

Todo esto no es consuelo para mí, y me parece que Lucrecio tampoco vislumbró en ellas ningún rayo de esperanza, pues abandonó inesperadamente el escenario de la vida, al darse muerte con su propia mano. Nadie podrá afirmar si su suicidio estuvo ligado a gozo o torturas interiores, pues nada se conoce acerca de las circunstancias que lo rodearon. Solo se sabe que Lucrecio contaba a la sazón cuarenta años. En esto se distingue del gran modelo, pues si Epicuro desdeñó la tradicional creencia en los dioses (aseguraba friamente que los dioses no eran sino seres dichosos constituidos por átomos particularmente sutiles que habitaban en intermundos, ajenos al curso de los mundos), su vida transcurrió en armonía con su teoría y en sus más de setenta años de vida halló esa calma espiritual por la que lo envidio sobre todas las demás cosas.

Ya no puedo más…

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