LVIII

Si me detengo de tiempo en tiempo y miro atrás para seguir las huellas de mi vida, como Narciso su imagen reflejada, obro con la misma preocupación que el orador Marco Tulio, a quien al final sólo movió el temor a que la posteridad lo ignorase o lo calificase de loco en lugar de héroe. Esto por un lado, por otro, el placer de revolver entre las propias hazañas se vuelve embeleso, y hurgo entre ellas como entre guisantes en venta, que desecados y ponderados en sacos abiertos, no despiertan un verdadero deseo de compra sino cuando la rústica que los ofrece mete las manos en los sacos con los dedos separados. Tomadme pues, por una vendedora del mercado, pero tributad a mi mercancía el debido respeto.

Gané mi primera batalla sin derramamiento de sangre, gracias a la propaganda lanzada por mí contra el amante de la egipcia. Los mismos dioses vinieron en mi auxilio y enviaron a Antonio amargos presagios: Pisauro, una de las colonias fundadas por el rival, desapareció bajo el mar durante un seísmo; todos pudieron ver con sus propios ojos cómo brotaba el sudor de una estatua de mármol de Antonio, y no dejaba de manar por mucho que se lo enjugara; en Atenas un huracán derribó una estatua de Dioniso, deidad a la que trataba de imitar como un niño.

Deliberadamente, evité promover una nueva guerra civil, por lo tanto marché en solemne procesión al Campo de Marte, la lanza recién sumergida en sangre en la diestra, y prometí venganza a Belona, la diosa de la guerra. Mi ira no iba dirigida contra Marco Antonio, sino contra Cleopatra, que con sus artimañas había seducido a un valiente romano, obnubilando sus sentidos con drogas e indisponiéndolo contra su propio pueblo. El pueblo entero me respaldó y prestó por libre decisión el juramento de lealtad. A él se sumaron setecientos senadores. Las provincias de Galia, Hispania, Cerdeña, Sicilia y África se pusieron de mi lado. No obstante, la superioridad de Antonio, mi verdadero adversario, se me antojaba enorme. Sólo pensar en la grosera desproporción de nuestras fuerzas, me revuelve las entrañas aún hoy: yo contaba con doscientos cincuenta naves de guerra, Antonio con quinientas; tenía a mi disposición una infantería de ochenta mil soldados, el enemigo de cien mil. La caballería integrada por doce mil hombres era igual en ambos bandos.

Toda mi esperanza residía en un terreno que hiciera menos evidente la desproporción, así pues, desafié a Antonio y le propuse que viniera a mi encuentro y al de mi ejército a una distancia de la costa equivalente a la que un caballo pudiera cubrir al galope en un día. El enemigo y su amante exigieron en cambio un combate naval. Nos enfrentaríamos en Farsalia, donde ya habían medido sus fuerzas el Divus Julius y Pompeyo. No reaccioné.

Mi buen Agripa, caro amigo, a ti, sólo a ti debo la dicha de la victoria, pues mientras yo titubeaba aún, mientras mi cuerpo se retorcía como el de una víbora asustada, tomaste la decisión y con una parte de la flota pusiste proa a la provincia griega donde acechaban Antonio y Cleopatra. Sin embargo, no fuiste a tomar el toro por los cuernos ni atacaste su campamento frente a Accio, sino un punto de apoyo en el sudoeste, lo cual puso de cabeza su estrategia, y el agresor se convirtió en defensor, pues, en la lejana Aquea, Antonio y Cleopatra necesitaron poderosos refuerzos para mantener a un ejército y una flota de tal magnitud. Por consiguiente, apartaron la vista del oeste, donde yo tenía a mi disposición la mayor parte de la flota y del ejército, y trataron de echar a Agripa del sur. Según lo habíamos convenido, esa sería la señal para que yo levara anclas. Rápido como viento favorable, crucé con mis naves el mar Jónico, pero todavía no habíamos desembarcado en Epiro cuando fui presa del miedo al divisar en el horizonte la flota del enemigo. No pude contener mis necesidades como en los días previos y pensé en emprender la retirada. Súbitamente, el viento rápido se tomó en tempestad y por varios días ya no se pudo pensar en una batalla. Por fin, en las calendas de setiembre, amainó el temporal. Agripa me alentó y me informó acerca de circunstancias inauditas en el campamento del enemigo: numerosos desertores y una fiebre galopante que habría diezmado las tripulaciones de las naves. Sin embargo, desconfié de él, creí que pretendía engañarme con sus discursos, hasta que comprobé con mis propios ojos que en la otra orilla eran incendiadas las embarcaciones por falta de tripulación. Entonces cobré renovado coraje.

Agripa había fijado la ofensiva para la mañana siguiente y si yo dudaba todavía acerca de si la postergación del plazo no significaría una ventaja para nosotros, quedé convencido cuando al rayar el alba encontré a un desconocido mientras me dirigía del campamento a las naves. El hombre tiraba de un burro. ¡Belona debía haberlo enviado!

– ¿Quién eres tú? – le pregunté.

Sin detenerse, me sonrió y dijo: – Me llaman Eutico, señor, y mi burro se llama Nicón. -Apenas hubo pronunciado esta frase, desapareció junto con su asno. En griego, Eutico significa feliz y se le dice Nicón al vencedor. Ponderé el extraño suceso, reprimí mis miedos, y a la hora sexta, cuando empezó a soplar un viento tibio, nuestros barcos se hicieron a la mar.

Se ha informado mucho sobre la batalla de Accio. Por cierto, en los anales me citan como vencedor, aunque el verdadero héroe de Accio fue Marco Vipsanio Agripa. Con su genialidad innata, el comandante de la flota supo transformar la superioridad del enemigo en desventaja para él. La flota de Antonio no sólo superaba a la nuestra en número de unidades, sino también las naves eran mucho más grandes. Jamás hubiéramos logrado vencer a sus decarremes en mar abierto, pero Agripa recordó la batalla de Salamina, en la cual los helenos en notoria inferioridad de condiciones respecto de los persas, forzaron a estos a luchar en un lugar donde no pudieran desplegar sus efectivos, y se valió del ejemplo. Buscó, pues, que la contienda se desarrollara en el angosto estrecho que forma el golfo de Ambracia frente a la península de Accio. Por así decir, Marco Artitonio y la prostituta egipcia lucharon con la espalda contra el muro, y el estrecho les impidió poner en juego la superioridad de su flota.

Cuando las naves de Cleopatra desplegaron sus velas inesperadamente y se abrieron paso entre los dos bandos de combatientes para poner proa a pleno viento rumbo al Peloponeso, Antonio saltó de la nave insignia que navegaba a toda vela (así me informaron) a un pentarreme, y ofuscado, olvidándose de la victoria, dio orden de seguir a la egipcia en lugar de luchar. ¿Ese era Antonio, el romano, para quien la proximidad de la mujer que lo humillaba y castigaba con su desdén significaba más que la posible victoria? ¿Ese era Antonio, el romano que me odiaba como un enemigo al enemigo, aun cuando teníamos trato de amigos, que era superior a mí en la guerra y no obstante huía como si yo lo hubiera forzado a emprender la fuga?

Alrededor de la hora décima concluyó la batalla y mi botín constaba de trescientas naves. ¡Por Júpiter, no exagero! En acción de gracias, mandé adornar Accio, el lugar de la victoria, con espolones de proa y erigir una estatua al burro y a su conductor, que de tan extraña manera me profetizaron ese triunfo.

Horacio, el amado venusiano, tejió doradas palabras en una de sus más hermosas odas para exaltar la gesta. La guardo en mi memoria, y comienza con loca alegría y alborozo: Nunc est bibendum, nunc pede libero

Ahora debemos beber, amigos,

danzar alegres, cubrir las mesas

de nuestros dioses, al modo Salio

con ricas viandas. Ya tiempo era.

Fuera antes crimen sacar el Cécubo

del barril viejo, cuando una reina

los funerales de Roma urdía

y sus cimientos minaba pérfida.

Una manada de hombres viciosos

la mantenían en su demencia,

y ella, embriagada por la Fortuna,

creyó, propicia siempre tenerla.

Mas cuando el fuego funde su escuadra

su furia cede; brumas ahuyenta

el vino egipcio, se aleja y siente

claros temores: la sigue el César.

Como a la tierna paloma el águila

o a la liebre huida galgo en la estepa

así él la sigue, forzando el remo

y ardiendo en ansia de hacerla presa.

Al volverse la hoja en mi beneficio, salió a luz lo reprochable en esa mujer, pues mientras evitaba al amante y lo mantenía exiliado en una islita desde la cual la capital le parecía inalcanzable, Cleopatra me envió a mi, al vencedor, sus parlamentarios, que suplicaron clemencia como niños. Hábil como la araña que teje su tela, la prostituta me rodeó de zalamería a través de Eufronio, el preceptor de sus hijos. Aunque no era insensible a la boca de miel de las mujeres, tuve presente el desliz de mi padre y deseché las bellas palabras, las adulaciones y los cumplidos almibarados para exigir la entrega de Antonio: si ya no le interesaba ese hombre debía hacerlo matar. La ramera se negó, y entregó a mi liberto Tirso, a quien había encomendado la misión, al ebrio Antonio. Más tarde se dijo que este obró cegado por los celos, porque Tirso había pasado largo rato en los aposentos de la ptolomea, pero en verdad no fue sino un último intento de venganza, ruin, alevoso e inmoral. Lo flageló como a un criminal extranjero y lo fletó en un barco a Roma con las extremidades desechas. Mandó decir que el emisario lo había irritado con su lengua atrevida y su comportamiento altanero. Su desgracia lo tenía furibundo. Si me servía de reparación, me ofrecía a su liberto para que le infligiera el castigo que él había impuesto al mío.

Más y más sátrapas que en otro tiempo habían jurado lealtad a la ptolomea, le volvieron la espalda porque comprendieron que yo, Caesar Divi Filius, había sido elegido por el destino para conducir el imperio. A Herodes, rey de los judíos le correspondió una posición clave en esto. Uno de los más leales del enemigo sobrellevó la derrota de Accio mejor que Antonio, y mientras este se lamentaba y se quejaba de su suerte, el hebreo reunió todas sus fuerzas y buscó la manera de hacer frente al descalabro. En secreto, aconsejó a Antonio que se separara de Cleopatra, que le diera muerte y de ese modo preservara su última oportunidad, pero el mismo dios que me hizo triunfar en Accio, dejó sordos sus oídos y, en consecuencia, Herodes buscó su salvación a mi lado. Se despojó de su corona y vino a mí como un ciudadano ordinario, pero no sin orgullo. Alegó que Antonio lo había hecho rey y por esa razón lo sirvió y no lo hizo con nadie más. Por lo tanto, consideraba como propia la derrota de Marco Antonio. Acudía a mí, con la esperanza de que su hombría lo salvara. Yo, Caesar Divi Filius, habría de probar qué clase de amigo había sido, y de quién lo había sido.

¿No fueron esas palabras prudentes? Le brindé, pues, mi confianza, para que no extrañara a mi enemigo.

Esperé día tras día que la egipcia me entregara a su quebrantado amante, pero nada sucedió. ¿Qué fue lo que dijo el poeta maldito?: Speremus pariter, pariter metuamus amantes.

Ciertamente, debió amar a ese héroe de las mujeres. ¡Por Júpiter, hubiera salvado su cabeza si hubiese abandonado a Antonio a su suerte! No lo hizo y confieso libremente que me defraudó.

El solo recuerdo de esa mujer me ha provocado un derrame de bilis y he regurgitado un humor acerbo y verdoso que ha manchado el pergamino. Quiero concluir aquí… debo hacerlo. ¡Ramera egipcia!

Загрузка...