LXXI

El legajo parece interminable y cada escrito excita mis sentidos más que el precedente. Por esta razón, en la búsqueda de apuntes sobre mi final puse arriba de todo los últimos folios y entre estas páginas ennegrecidas y ajadas de las que emana el mórbido olor de pellejos secos me he encontrado en un mundo lleno de misterio, situado más allá de los límites del Imperio, y así está bien. Me cuesta trabajo descifrar los textos cortados, y la arcaica lengua griega hace lo suyo para que esta empresa sea aun más ardua y tediosa.

Si leo durante el día, por la noche me persiguen sombríos espectros y la oscuridad se me hace insoportable; si leo de noche, al día siguiente las personas que se mueven a mi alrededor adquieren formas extravagantes: los pretorianos se truecan en cíclopes de un solo ojo; en lugar de mis esclavos me rodea una bandada de aves y me niego a comer, porque en los trozos de carne recién cocidos que me ofrecen en fuentes de plata creo reconocer carne humana: la pantorrilla de la bailarina Medea o la garganta de Lolio, el gladiador tracio. Cuento los dedos de los pies de mis visitantes para cerciorarme que sean cinco y no ocho y observo si apuntan hacia la misma dirección que sus rostros y si la parte posterior de sus túnicas no esconde un rabo peludo. Estoy al borde de la locura.

Lo que me atormenta no son los engendros de mi fantasía o la señal de una muerte cercana, las aterradoras imágenes se desprenden del picante moho de los escritos del alejandrino. Parecen ser más viejos que él mismo y no servir para otro fin que el de encerrar todos los secretos con los que los dioses dominan al mundo y dan a los sacerdotes el poder de regir a los hombres. El misterio es el origen de toda religión, y, así, los sacerdotes de los egipcios guardaron durante centurias conocimientos secretos para servirse de lo inexplicable y sembrar el miedo, el asombro y la admiración en su propio beneficio.

Si fuera un hombre de la plebe, capaz de leer y que hubiera llegado involuntariamente a la posesión de estos pellejos, el miedo me hubiera paralizado y me hubiese hecho caer de rodillas, pues no es otro el sentido de estos apuntes secretos.

Como pude enterarme la víspera a través de los sucios folios, existen antropófagos entre los populosos escitas que habitan en enjambres junto al Ponto Euxino. Aman el oro más que a la sangre y a los animales más que a la gente, razón por la cual forjan sus animales en oro y devoran a los seres humanos según la jerarquía del gusto de sus miembros. Más al norte, en los confines del mundo, viven los arimásperos, que tienen oro en abundancia, pero sólo pueden verla con media visión, pues poseen un solo ojo en medio de la frente y su nombre deriva del número uno que en su lengua se dice arma. El oro que atesoran es custodiado por enormes grifos y todo aquel que osa acercarse a los tesoros de los arimásperos es destrozado y devorado. Según los escritos, sus vecinos, los que corren con la velocidad de un caballo y saltan con la agilidad de un venado, no tienen nombre. Sus pies apuntan hacia atrás como si corrieran en reversa y beben de calaveras humanas. A modo de vestiduras, sólo penden de sus caderas pieles de animales.

Los portentos, según el capricho de los dioses, parecen infinitos y variados como el ser humano. A trece jornadas del río Boristenes, cuyas fuentes son desconocidas como las del Nilo, y que rodea las tierras escitas como el océano a Britania, se extiende el erial poblado de sauromatas, que apenas necesitan alimentarse y no hacen trabajar la boca sino a intervalos de tres días. Tal vez en esta alimentación aberrante resida la causa de que ciertos pueblos sean inmunes al veneno de las víboras, más aún, sean capaces de curar heridas con su saliva, o, como los psilios de la región del gran Sirto, aletarguen a las serpientes con el olor de su saliva. La facultad de la gente de Libia de hacer estos milagros llega al extremo de arrojar a sus recién nacidos a los ofidios más grandes y temibles para probar la castidad de sus mujeres: si las serpientes huyen de los recién nacidos, se considera a estos hijos legítimos, pero si los reptiles se acercan a ellos queda probado que son fruto de una relación adúltera y nadie impide que los inocentes sean mordidos y muertos. ¡Roma Dea, cuántos niños morirían en Roma de acuerdo con esta costumbre!

Si alcanzo a comprender lo del veneno, otros prodigios me dejan perplejo, pues, así lo escriben los alejandrinos, entre los tribalos y los ilirios, mezclados entre sí más allá del mar, habría hombres capaces de matar a sus enemigos con la furibunda mirada de sus ojos, y cada uno de ellos tendría dos pupilas. Supe algo similar de la tribu de los tibios del Ponto de los cuales se dice que en un ojo tendrían dos pupilas y en el otro la imagen de un caballo.

Lo insondable, lo inconcebible más allá del reino de los partos, lleva al extravío y a la locura. Allá los seres humanos tienen cabeza de perro, sus manos rematan en garras y emiten sonidos que no se pueden comparar con ningún lenguaje propio de los humanos. En cada pie presentan ocho dedos (así consta en los escritos) y una tribu en particular, la de los monópados vienen al mundo con un solo pie, pero su única pierna está dotada de tan grande elasticidad que ningún bípedo puede darles alcance. En otro lugar están los escíapodos, que en nuestra lengua significa pies para echar sombra, un pueblo que utiliza sus pies descomunales para procurarse sombra en un territorio desprovisto de árboles. Acalorados por el sol abrasador, se acuestan de espaldas sobre la tierra y para protegerse levantan los pies hacia el sol, como abanicos, a la manera de los egipcios.

En la India viven los gimnosofistas, como llaman a sus sabios, y estos se distinguen por su comportamiento análogo al de los dioses. Se mantienen en equilibrio sobre un pie, apoyado sobre la arena candente, y perseveran con la vista fija en el sol desde su salida hasta el ocaso. Los indios dicen que son santos y sabios y nadie debe conocer sus pensamientos. En las regiones australes de esta extraña tierra, los hombres presentan pies enormes en tanto los de las mujeres son tan pequeños que les ha valido el nombre de estrutópodos, es decir, pies de gorrión. Algunos escitas carecen de nariz y respiran a través de dos agujeros que presentan en la cabeza. Y el pueblo de los astómeros, en las nacientes del Ganges, es por cierto el más curioso de todos. Estos hombres (si en realidad se trata de tales) están cubiertos de pelos como los lobos, pero les falta la abertura de la boca. Se nutren a través de enormes ollares, pero no de alimentos y bebidas, sino del aroma de las flores, las hierbas, las raíces y los frutos. Su órgano es tan sensible que un olor acre es capaz de matarlos. Esclavos de sus instintos, algunos indos tienen trato carnal con los animales y el resultado son dioses u hombres monstruosos con rabos peludos como de toros u orejas como las de los elefantes, con las cuales cubren sus desnudeces.

Son diversos los signos portentosos de los dioses cuando las doncellas dan a luz serpientes o hipocentauros, de manera que no extraña que una criatura recién nacida vuelva al seno materno por propio impulso, como aconteció en Sagunto, el mismo año en que Aníbal destruyó la ciudad. A menudo me atormentaron en mi juventud pensamientos de este tipo. Cuando Atia me acariciaba y cuando ocultaba mi cabeza en su regazo, mis pensamientos buscaban refugio en su útero. Me sentía entonces rodeado de calor y blandura, protegido, y se desvanecía todo temor frente al mundo. No pude dejar de recordarlo al explorar entre los escritos secretos del alejandrino.

Hay otro fenómeno que me provoca un delirio febril: la enumeración de aquellos seres que nosotros llamamos hermafroditas, mitad Hermes y mitad Afrodita, o para expresarnos en nuestra lengua Mercurio y Venus en un solo cuerpo, o esos otros que en un principio fueron mujer y luego hombre o viceversa. Esto no es cuento, aun cuando se tejen muchas fábulas en derredor de ellos, pues bajo el consulado de Publio Licinio Craso y de Cayo Casio Longino, en el año 582 ab urbe condita, una muchacha se trocó en varón a la vista de sus progenitores, quienes llevaron a la niña-varón a una isla solitaria. En Argos, según los escritos, habría vivido un argivo de nombre Arescón, que originalmente se llamaba Arescusa y había sido mujer con todos los atributos que exige el lecho de un hombre, pero de pronto le empezó a brotar la barba y los rasgos viriles desplazaron a los de la mujer.

Si el deseo impetuoso se interrumpe a mitad de camino y permanecen dos sexos en una persona, no es raro que hombre y mujer luchen en solitario combate como Hermafrodito, el hijo de Hermes y Afrodita, con Salmaquis, la bella náyade. A la edad de apenas tres veces cinco años, el vástago de los dioses partió de las laderas del monte Ida hacia Licia, y sus vecinos los canos, y allí descansó a las orillas de un verde estanque, rodeado de bosques rumorosos. Despojado de sus vestiduras polvorientas, se reflejó en las refrescantes aguas sin percatarse de la proximidad de Salmaquis, la más hermosa de las hurañas acompañantes de Diana y más dedicada al ocio que a tender el arco. Ella le habló y lo hizo enrojecer y se le ofreció sobre la susurrante hojarasca.

Este fue el sueño que alimenté en mi adolescencia antes de vestir la toga virilis: que una virgen se me acercara solícita a orillas de un fresco estanque y rodeara con sus brazos mi cabeza acalorada, que me reclamara en lugar de soportarme y me tomara por la fuerza. Pero a mí me fuenegado ese ardiente deseo y una y otra vez fui a refugiarme en brazos de Atia, deshecho en lágrimas, sin revelarle la razón de ellas. Si me hubiera encontrado con Salmaquis hubiera satisfecho su deseo gustosamente, junto con la ropa me hubiera despojado de mi pudor y preparado un lecho bajo los árboles.

El pudoroso hijo de los dioses, en cambio, mostró un comportamiento extraño y trató de liberarse de su abrazo. El deseo se trocó en lucha, en la cual no salió triunfante ni el apremio ni la resistencia. En la estéril puja la ninfa suplicó la ayuda de los dioses para que jamás fuera separada del ser amado. Antes de que pudiera darse cuenta, Salmaquis y el doncel fueron uno, como la hiedra prolífera y el tronco del árbol al cual se envuelve sin que se la pueda desprender. Ambos fueron uno, no varón y mujer, sino ambos y ninguno. Pero como ningún mortal conoce la ubicación del verde estanque y porque los dioses no quisieron que Hermafrodito se quedara solo en su transformación, cada uno sale como andrógino de las aguas verdes, a las que una vez entraron como hombre o mujer.

Esto lo leí en los amarillentos escritos del alejandrino, cuyo olor me aturde mientras leo o ¿será el contenido? Sigo explorando, pues estoy seguro que tropezaré con ¡alguna referencia a mi deceso. Maldigo el día en que, ignorante, eché de mi casa al sabio y lo maldigo dos veces, y cada día extiendo ante milos mórbidos pellejos como una rústica del mercado sus verduras marchitas, y mi vista salta ¡de nuestra escritura a la del griego y trato de ordenar las páginas y solucionar el secreto embrollo que parece no conocer ni principio ni fin.

Загрузка...