XXLV

La nuestra es una época de misterios y requiere tolerancia, pues lo que para unos es una vaca que suministra manteca, para otros es una deidad celestial. Todas las religiones son buenas en tanto hacen de nosotros hombres buenos… Esto se aplica también a los misterios. El origen de los misterios es el deseo. Si el hombre no tuviera deseos secretos no habría misterios.

Todo esto se enmascara con lo inexplorado y las enseñanzas secretas, y no entraré en más detalles sobre el particular, puesto que yo mismo me cuento entre los iniciados a dichos misterios, a quienes está vedado, so pena de muerte, hablar de lo que se desarrolla en el santuario.

Cuando a edad temprana viajé a Grecia para estudiar a los grandes filósofos, conocí al hierofante del Templo de Eleusis, que es así como se le dice al supremo sacerdote del santuario, y le confesé que en mi búsqueda de la verdad y de la claridad había elegido el camino de la Hélade. Entonces, el hierofante, cuyo nombre debo mantener en secreto, me explicó que no encontraría la verdad en el Agora, ni en la Academia, pues la verdad de los filósofos no era sino una lucha por la verdad. La verdad no requiere de muchas palabras, necesita silencio. Sólo éste conduce al conocimiento. ¡Júpiter, sus palabras me fascinaron! Pedí, pues, al anciano que me informara sobre su doctrina. El hierofante puso un dedo sobre sus labios. Lo miré desconcertado. Finalmente, me contestó: – ¡Ven el día catorce del mes de Boedromion y observa!

Los griegos dan el nombre Boedromion al mes de setiembre, y, aunque en Roma me aguardaban asuntos apremiantes, esperé con paciencia el día indicado por el sacerdote. En noches áticas, que sumergen al firmamento en una tenue claridad, busqué el consejo de filósofos y sacerdotes para saber cuál era el misterio que envolvía al santuario de Eleusis. Me dijeron que Deméter, la diosa de los cereales, visitó el lugar en tiempos en que Eleusis era todavía n reino de feraces llanuras en las que prosperaban los granos. Deméter había llevado consigo a su hija Perséfone, na doncella de rizos blancos y aspecto amoroso. En la ribera del río eleusino se abrió de pronto la tierra, Hades, el ios del mundo subterráneo, salió bramante de la brecha, raptó a la niña y desapareció. Desesperada, Deméter recorrió el país en busca de Perséfone, y, para no ser reconocida, adoptó la figura de una mujer jibosa. El rey Celeo que mperaba sobre Eleusis tomó a Deméter como preceptora de sus hijos. De todos ellos, Demofón, el joven sucesor al trono, fue quien se granjeó más la simpatía de la diosa, y esta decidió hacerlo inmortal, para lo cual lo exponía al fuego de noche, pero la reina la descubrió, y, pensando que la jorobada quería matar a su hijo, gritó angustiada y golpeó a la mujer. Encolerizada, la diosa interrumpió su obra, luego reveló su identidad a la pareja real y no valieron promesas ni piadosas preces para apaciguar a Deméter. En su ira exigió al rey la erección de un templo, deseo que el rey Celso satisfizo. La diosa se encerró en él, prohibió a la tierra dar frutos y los hombres tuvieron que pasar hambre.

Entonces, Zeus comprendió que era un error dejar a Perséfone en poder de Hades. Ordenó, pues, que la niña de rizos blancos volviera con su madre y que de allí en adelante pasara dos tercios del año sobre la tierra y el tercio restante en el mundo subterráneo. Con esto la ira de Deméter se aplacó, la diosa dio a la tierra nueva fecundidad y decidió abandonar el templo. Al despedirse reunió a los sacerdotes del santuario y les enseñó lo que debía hacerse para obtener una vida mejor sobre la tierra. Los sacerdotes guardaron el secreto en sus corazones, y antes de morir lo confiaron a su sucesor, pero jamás se asentó por escrito la palabra de la diosa, pues, volcada al pergamino, su significado era de difícil comprensión.

Esto es lo que aprendí de los sacerdotes y sabios hasta el comienzo de los misterios. El día señalado del mes de Boedromion, los sacerdotes del santuario fueron a Atenas para anunciar el comienzo de las celebraciones al pie de la Acrópolis. De este acontecimiento podía participar cualquier persona, siempre y cuando dominara la lengua griega y estuviera libre de sospecha de asesinato.

La gente avanzaba entre cantos y danzas por la calle sagrada rumbo a Eleusis, y yo marchaba con ellos junto al hierofante, presa de febril expectativa ante el inminente suceso que comenzarla cuando el sol se hubiera ocultado detrás de las colinas. En ese momento, portadores de antorchas llameantes separaron a los iniciados del pueblo profano, me dieron de beber, me cubrieron la cabeza con un saco, llegaron a mis oídos los gritos mortales de los animales que eran sacrificados, la noche me envolvió y me invadió un dulce arrobamiento.

Aquí quiero cumplir con el santo precepto y guardar silencio sobre todo lo demás, pues el camino para ser uno con la divinidad es agobiante y tortuoso como el regreso de Ulises, y lo que se retiene en el pensamiento es solo una parte volátil de lo visto, por así decir, lo superficial, comparable a la cáscara leñosa de la nuez. Quien no haya gustado jamás la dulzura del meollo, no puede saber que el goce se esconde detrás de la cáscara visible. Pero, calla ya César, pues el conocimiento no se debe divulgar.

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