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Desde hace dos días no abandono el lecho y aun para evacuar los humores de mi cuerpo Antonio Musa me acerca un recipiente de vidrio en el cual introduzco mi dolorido pene. ¡Por el portentoso hijo de Apolo, la vejiga me va a matar! A intervalos irregulares el dolor me lacera las entrañas como un puñal. Hasta ayer ya no deseaba vivir, estaba dispuesto a renunciar a los días que me quedan y prefería la muerte a la vida.

Musa me trató como a una gallina muerta. En medio de atroces tormentos me metió en el ano sus dos dedos más largos, semejantes a patas de araña, lo cual me hizo vomitar por allí, como por el gaznate cuando el estómago está repleto. Simultáneamente, me oprimió el abdomen con la otra mano como si fuera el vientre de una parturienta, para poder palpar mi vejiga con los dedos de la otra. Lograda la operación que me llevó al borde del desvanecimiento, Musa movió la cabeza satisfecho como si se hubiera confirmado su sospecha y en respuesta a mis apremios me reveló su descubrimiento: en mi vejiga se habían acumulado piedras más grandes que las pepitas de oro que lavaban del río lucanés los habitantes de Tunos. Musa propuso extirparías según el más novedoso procedimiento conocido para evitar el envenenamiento de la orina o la rotura de la vejiga.

El dolor en mis entrañas me nubló los sentidos al extremo que autoricé a Musa a realizar los preparativos para la intervención, pero cuando sus ayudantes me separaron las piernas como en el potro de tortura y ataron cada una al borde de la cama con correas de cuero, les ordené detenerse y pedí explicaciones. Musa me hizo notar lo apremiante del caso, pero no le permití proceder hasta que me aclarara los pasos a seguir. Me dijo entonces que haría con la mano entera lo que momentos antes con dos dedos, y en la mano llevaría un bisturí para abrir la vejiga. Mediante unas pinzas de pico largo extraería piedra por piedra y luego dejaría que la herida se curase por sí sola de manera natural.

Solamente volcar en el papel este procedimiento hipocrático me priva de los sentidos. Injurié a Musa llamándolo inhumano por pretender realizar esta clase de operaciones en un cuerpo vivo. ¿Qué lo diferenciaba ya de los temibles alejandrinos que maltrataban a los muertos, los envolvían en hierbas, corteza y cáñamo para impedir la descomposición y luego los cortaban pedazo a pedazo, por amor a la ciencia, según anunciaban? Yo, Caesar Divi Filius pregunto qué extraño amor es ese que presta más atención a los 300 huesos, 500 músculos, 210 articulaciones y 70 canales sanguíneos que al individuo entero, al hombre.

Eché a Musa de mi presencia junto con sus siervos pálidos como cadáveres y le grité todo mi dolor. Sentí entonces un alivio momentáneo, como si hubiera sido una señal de los dioses. Fue una de esas oleadas de bienestar que se apoderan de mi cuerpo, consistente en la transición del dolor a la sensación de librarme de él. El galeno se marchó, pero a poco regresó con un menjunje de semillas de hiedra y vino añejo, que bebí ávido a pesar de su sabor amargo. ¡Por Esculapio, no hubiera vacilado en beber ojos de rana en sangre de buey si me hubiese prometido alivio!

Antonio Musa me advirtió que la hiedra separaba a los médicos como el Rubicón a la madre patria de las provincias. Unos consideraban que obraba milagros, otros la tenían por mortal, pero él había descubierto el secreto de la hiedra y la distinguía por su sexo. La hiedra hembra tiene hojas duras y crespas, un tallo grueso y un gusto ardiente. Es perniciosa para la vista y esteriliza a hombres y mujeres. La planta masculina, en cambio, quita los calambres, ablanda los pechos de las mujeres, favorece la menstruación y la expulsión de la placenta, pero sobre todo tiene propiedades diuréticas.

En el templo de Esculapio haré colocar una estatua de oro del tamaño del trigo cartaginés, en honor a la hiedra, a la hiedra macho, se entiende, para conmemorar el alivio de los tormentos del Divus Augustus, y a Musa le erigiré una estatua junto a la de Esculapio.

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