XLVI

Desde hace días me atormenta el pensamiento de si hice bastante por la inmortalidad. En verdad, la Pax Augusta fertiliza los campos, adorna las ciudades, y los mercados están abarrotados de mercancías. Jamás fue mayor la riqueza y más bajos los intereses que en estos tiempos. El hartazgo hace lanzar al pueblo sonoros eructos y nunca se lo ha visto tan rechoncho. Como las vacas en las dehesas de Campania regurgitan en su saciedad, no dejan de masticar con deleite y una y otra vez empiezan a manducar de nuevo. Cuando no hay guerra, imperan los instintos: la gula, la fornicación, la dulce vida y, ocasionalmente, las artes se desperezan.

Pero una ojeada a los anales me delata algo amenazador: en ellos jamás se registró la paz, sólo las guerras parecen dignas de mención. En mis cuarenta y cinco años de gobierno, la guerra jugó un papel secundario, como el coro en la tragedia que, si bien dirige la acción, nada tiene que ver con los personajes que actúan. Hoy nadie habla ya de la prudencia y la bondad de mi divino padre, pero hasta un niño es capaz de enumerar sus batallas y decir el número de enemigos muertos. Debo admitirlo, traté de imitarlo en mi Res gestae, pero apenas hube concluido me alarmé: lo digno de mención cabía en una sola tablilla, aun cuando mencioné cada uno de mis actos entre los diecinueve y los setenta y seis años.

Clemencia y justicia, amor a la patria y paz ocupan bastante menos lugar que el imperio de la violencia y la corrupción, el afán de lucro y las guerras. Pues la historiografía no es cuestión de lógica e inteligencia, la historiografía nace del ideal de una posteridad exagerada. La paz, dicen los filósofos, no es sino la ausencia de la guerra y esta es un estado natural, o como lo expresa Homero: el hierro seduce y se lleva al hombre consigo por si solo. Desde la fundación de la ciudad la espada segó más que la hoz y temo que a mi muerte no será distinto. Un pueblo que se da el lujo de tener veinte fetiales, que durante toda una vida no hace sino declarar la guerra a sus enemigos, no se merece la paz.

Días atrás informé sobre las razones de mi amor por la paz. Las resumiré en una frase para la posteridad: aborrecía la guerra. La aborrecía porque la temía, todo lo demás ya ha sido dicho. La guerra es un maestro brutal, no sólo deroga leyes, sino trueca las acciones de los hombres en lo contrario: la arremetida impremeditada se vuelve valentía, a la reflexión se la llama de pronto cobardía, las buenas costumbres se consideran el embozo de un carácter timorato; los fanáticos y los agitadores pasan por personas merecedoras de crédito y por sospechosas quienes los contradicen. La bajeza y la perfidia se equiparan a la prudencia y de quien las ve al través, se dice que tiembla ante el adversario. Cosecha loas quien se anticipa a los planes perversos con acciones perversas, y, en general, el hombre prefiere ser tenido por un malvado, pero sagaz, y no por un tonto, aunque decente. Lo uno lo avergüenza, de lo otro se ufana.

El autor de estas sabias palabras es Tucídides, uno de los más grandes hombres de la antigua Hélade antes de su decadencia, quien encontró en Salustio un aplicado imitador que dijo lo siguiente sobre su arte de historiador: "Quien busca conocer el pasado como también el futuro, que de acuerdo con la naturaleza humana seguramente volverá a ser lo mismo o parecido, puede tener por útil mi descripción y esto me satisfará." Leí repetidas veces su prosa de rigurosa composición, en la que describe la guerra civil, y si me llevo por lo que afirma, tiemblo por el futuro de Roma, porque la venganza, la brutalidad y la ley del más fuerte siempre prevalecerán por encima del derecho y de la virtud. ¡Ah, si Tucídides pudiera componerme un monumento con palabras como a Pausanias, el espartano, o a Temístocles, el ateniense (ambos sufrieron una muerte indigna, pero sus nombres gozarán de elevado prestigio por toda la eternidad, porque el ateniense ensalzó sus hazañas).

La esencia del Estado es el poder, decía Tucídides y cosechó silencio de Platón, porque este consideraba la esencia del Estado a la justicia. Se produjo así el desacuerdo entre dos hombres amantes por igual de la paz, pero cada cual a su manera. Me pregunto, por qué justificamos nuestro cruento oficio por espacio de centurias mediante nuestra humana civilización que a los extranjeros les es tan remota como a un romano la religión de los egipcios. No me convence lo que afirman los filósofos en la provincia de Aquea donde Heráclito, "el plañidero", quiso hacernos creer que la guerra es la madre de todas las cosas. Según estos filósofos la guerra y la paz serían una ley natural como la simpatía y la antipatía y hasta se encontrarían en la naturaleza inanimada, donde cada cosa encuentra a su dominador.

El agua, opinan, extingue al fuego que todo lo devora, el sol absorbe el agua, y todo cuerpo celeste, incluido el sol, es oscurecido por la violencia de otro. La piedra imán, dicen, atrae al hierro, pero rechaza a su igual y ningún poder terreno consigue juntarlas. El diamante, dicen, raro gozo de un rico propietario, tampoco puede fracturarse mediante la fuerza bruta, pero en sangre de chivo salta en pedazos como el vidrio expuesto a la llama. Todo esto podrá ser exacto y no contrariar a la naturaleza, pero es prueba suficiente de que debe existir la guerra entre seres humanos. Me espanta examinar los anales del imperio que registran los nombres de los magistrados, los eclipses de sol y de luna y otros prodigios, los encarecimientos y los donativos de cereales; que citan a los más arrojados, en la batalla, pero jamás a los más amantes de la paz. Se considera el más valiente al tribuno del pueblo Lucio Sicio Dentato que combatió en ciento veinte batallas después de la expulsión de los reyes. Su orgullo eran las cuarenta y cinco cicatrices de la parte anterior de su cuerpo, pero su fama el hecho de que no presentaba ninguna en el dorso. Dentato marchó en triunfo frente a nueve generales. Marco Sergio, el bisabuelo de Catilina, perdió la mano derecha en su segunda campaña y fue herido veintitrés veces. Aníbal lo tomó prisionero dos veces y escapó otras tantas, la última después de pasar veinte meses encadenado. Siguió luchando valientemente con una mano de hierro aun cuando le mataron dos corceles, tomó Cremona, Placencia y doce campamentos galos enemigos. Si la valentía es una virtud, entonces estos dos hombres fueron los más virtuosos del imperio, pero si la valentía es sólo una manifestación de egoísmo y codicia, sus acciones serían reprochables. ¿Por cuál criterio debo decidirme?

Yo no fui un valiente, más bien un cunctator como Quinto Fabio, el dictador, pero así como a este se le otorgó más tarde el epíteto Maximus, para mí también llegó la hora en que mi vacilación fue interpretada como grandeza.

Y sí en un principio el titubeo de Quinto fue una ignominia en la guerra contra los cartagineses se trocó de improviso en virtud y Ennio elogió al irresoluto con las palabras: unus homo nobis cunctando restituit rem. Así de relativas son la valentía y la virtud.

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