XLIII

La experiencia más terrible de la vejez es sobrevivir a los amigos. He vivido más que Virgilio, Agripa, Mecenas y Horacio.

Me figuro ser el último árbol de un bosque condenado a la tala antes de sucumbir a la gangrena, un fósil objeto de la curiosidad y el asombro de quienes lo miran, un obstáculo en el camino de la generación venidera, un raro espécimen como los gigantes Pusio y Secundila de los jardines de Salustio o la enana Andrómeda.

Con cada amigo que te deja, muere una parte de ti: Virgilio me dio la confianza en mí mismo; Mecenas, un poco de inmortalidad, y Horacio, la alegría de vivir, pero Agripa fue mi segundo yo. Es a quien más extraño. Convivimos en el Palatino bajo un mismo techo, le entregué mi anillo de sello cuando enfermé de gravedad y no pude concluir los negocios del Estado. Sin embargo, fue él quien me precedió en abandonar este mundo. Aconteció hace veintiséis años, durante el consulado de Marco Valerio y Publio Sulpicio. Durante la retirada de Panonia le atacó una enfermedad galopante difundida entre los bárbaros de las provincias del norte y falleció. Lloré ocho días seguidos, luego le dediqué una oración fúnebre en el Foro y deposité sus cenizas en mi mausoleo.

En realidad, lo que el pueblo tanto ama en mí, Caesar Augustus Divi Filius, es la obra de Agripa. Mis victorias, mis conquistas en las provincias fueron sus triunfos; mi generosidad y mi dignidad, las suyas. Nos conocimos en los días de la pubertad, cuando en la escuela de retores practicábamos el arte de la libre plática según el modelo de los helenos, y fuimos como dos hermanos a partir de entonces. Su dureza compensaba mi blandura en los saltos, su temeridad daba alas a mi vacilación. Enumerar todas sus acciones sería como llevar leña al monte. En Filipo estuvo de mi lado y comandó la flota en Accio, en Nauloco venció a Sexto Pompeyo. Sin embargo, no sólo era hombre de librar batallas. Como praetor urbanus brindó al pueblo acueductos y baños, hizo mensurar el imperio desde Gades hasta las fronteras del reino de Partia y desde Briania a la provincia de Egipto, confeccionó itinerarios y lo registró todo en tablas accesibles a los romanos en los pórticos del Campo de Marte. En honor de los dioses erigió un templo tan alto y hermoso como el cielo, y como muestra de reconocimiento no pidió sino la siguiente inscripción en el epistio del atrio: Marcus Agripa Consul Tertium Fecit. Los romanos lo llaman Panteón porque alberga las estatuas de muchos dioses y su bóveda da la impresión de elevarse hasta el cielo. Quieren a este edificio, porque a poco de concluir su construccion fue alcanzado por un rayo, señal de contento de los dioses, pues, así lo dicen los escritos etruscos, nueve dioses del cielo arrojan sus rayos, pero es un msterio cuál de los nueve se anunció en el edificio de Agripa.

Aunque tenía mi misma edad, no pocas veces Agripa sofrenó mi temperamento; el águila venció al halcón, el discernimiento a la impetuosidad. En una ocasión me tocó juzgar a unos ladronzuelos y dominado por la ira iba a condenarlos a muerte cuando Agripa me arrojó de entre la muchedumbre, una tablilla en la cual había garrapateado las palabras: "¡Levántate, verdugo!" De este modo apaciguó mi desmedida cólera y salvó la vida de los acusados. Siempre hacía lo correcto a su debido tiempo, trocaba loas e invectivas según lo exigiera la situación y sabía dar la impresión de estar en condiciones de dominar cualquier situación. Agradezco a los dioses que no debiera marchar yo contra las tribus de los cántabros en la lejana España, cuyo salvajismo e incultura son temidos desde tiempos remotos. Después de largos años de luchas estériles los propios soldados se amotinaban y confesaban mutuamente su miedo frente a un enemigo cuyas reacciones eran impredecibles. En aquella situación, Agripa mostró puño de hierro, degradó a la Legio Augusta en pleno y de este modo obligó a los soldados a un combate victorioso. En virtud de este logro, prometí al amigo su propio triunfo, pero Agripa, con su habitual modestia, renunció.

A menudo le pregunté si era feliz, pero jamás obtuve respuesta, salvo un encogimiento de hombros, pues mi amigo había sido un "parto difícil", uno de esos que viene al mundo con los pies hacia adelante, en lugar de hacerlo de cabeza, lo cual es contra natura y por otro lado un presagio inequívoco de gran infortunio. Cuando su vida fue segada a los cincuenta y un años, los agoreros vieron en su prematura muerte la prueba de la desgracia, pero yo dudé y aún hoy ignoro si me puedo llamar dichoso por estos veintiséis años más de vida que me fueron concedidos o si la mejor suerte le correspondió a Agripa a quien mandé llevar a la pira, con los pies hacia adelante, tal como había nacido.

¿Pero qué es la suerte en realidad? ¡Qué insensatos son los tracios, esos bárbaros dados a la bebida, que al final de cada día colocan en una urna guijarritos de distintos colores: uno blanco por la felicidad, uno negro por la desgracia. Cuando deja de existir un tracio se cuentan sus piedras y se da a conocer el color al que le correspondió la mayoría. Entonces sus deudos consideran su vida feliz o desdichada. ¡Como si una hora de dicha no pudiera hacer olvidar las cuitas de toda una vida! ¡Tracios necios! Si quisiera daros un consejo, sería este: pesar en lugar de contar. Una roca pesa más que un sinnúmero de cascajos.

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