XXV

En lo que respecta a un dios de los judíos al que llaman Jahvé, me resulta difícil reconocerlo. Medito si el politeísmo es un síntoma de degeneración o si la fe en un solo dios representa una evolución tardía del politeísmo. Mi modesto intelecto no ha encontrado una respuesta y, en consecuencia, para mí, Júpiter sigue siendo tan sagrado como Apolo, por quien tengo especial inclinación. Pregunté a Areo, el sabio, y este me explicó (haciendo alusión a Aristóteles, Platón y Jenófanes) que los más sabios de los griegos se hablan burlado del cielo de los dioses, como lo calificaron Homero y Hesíodo, porque ni el nacimiento y la muerte, ni el adulterio y el engaño son propios de un dios. Y Jenófanes de Colofón que negó toda certeza de saber humano, llegó a la conclusión de que sólo había un dios, distinto a todo aspecto humano, carente de miembros, pero capaz de ver, pensar y oírlo todo sin tener necesidad de moverse de un lado a otro. Nuestros dioses, dice Jenófanes, no son sino exageradas ideas de nosotros mismos. Si las vacas, los caballos o los leones tuvieran aptitudes plásticas, sus dioses se verían como vacas, caballos o leones.

¡Qué terrible fascinación emana de esta idea! Si Jenófanes estuviera en lo cierto, nuestros dioses no nos hubieran enseñado la moral, sino que la habrían aprendido de los hombres. ¡Júpiter, qué idea sacrílega! Por momentos pienso como un griego y esto es útil para la filosofía, pero para la religión es una profanación, pues la filosofía es la enemiga de los dioses.

Los griegos, que deben ser llamados padres de la filosofía, carecen de palabras para denominar a la religión, hablan de eusebeia, de piedad, lo que según las palabras del estoico, significa justicia para con los dioses. ¿Pero qué es la justicia para con los dioses? ¿No es esa justicia que el hombre exige para sus congéneres? ¿No son los dioses de Homero un retrato de la sociedad humana? Lo único que les es ajeno son la senectud y la muerte, pero por lo demás sufren como nosotros, se tornan somnolientos y ceden a la fatiga y el hambre y la lujuria no les son menos extrañas que al hombre, de modo que, de acuerdo con la teoría griega, se podrían extraer dos conclusiones: o bien los hombres son dioses o los dioses no son sino seres humanos.

En su búsqueda de lo divino Aristóteles se valió de la geometría. Dijo que una recta de origen A y extremo final B es imperfecta en todo sentido, en tanto la misma línea curvada en una circunferencia es la suprema perfección, es la divinidad por ser infinita, o sea no tiene principio ni fin. Una bella parábola, pero no me satisface. Quiero decir, investigar la naturaleza de los dioses no es asunto de la geometría, porque en su calidad de absoluto los dioses, si es que existen, se sustraen al recurso de los números y las líneas. Además, con la ayuda de la circunferencia se puede probar todo y nada, como nos lo mostró Platón, quien la empleó para ejemplificar las cosas más diversas. Si les tomo a mal algo a los helenos es esto, que sólo admitan motivos razonables, como si fuese posible acceder a los dioses de esta manera. Creo que con lo divino sucede como con el amor: lo sientes y no puedes sustraerte a él, pero se mantiene invisible y por encima de toda comprobación. No quiero divagar.

En la búsqueda de un solo dios, leí los escritos del estoico Zenón, quien afirma que solo hay una única divinidad, el logos universal. Sin embargo, dice el filósofo de Citión, este logos se muestra por todas partes, en el cosmos como en el hombre que no representa sino una imagen del cosmos. Más aún, Zenón considera a los rutilantes astros del cielo puro fuego del logos, de modo que yo me pregunto ¿qué no es divino, por Júpiter, en este mundo? En cambio, a través de maestros samios, aprendí de Pitágoras, (posible creador de la palabra philosophos, lo cual es difícil probar porque rehusó dejar asentada su doctrina por escrito para evitar que su saber fuera transmitido a profanos) que el hombre de ninguna manera es semejante al dios y dios es el modelo del hombre. Sócrates, de humilde origen y, no obstante, una de las mentes más inteligentes de la humanidad, fue condenado por envilecer a los dioses, sin embargo, es erróneo creerlo ateo. Grávido de su propio conocimiento, Sócrates desdeñó al Olimpo de los griegos con blasfemo escarnio, en favor de una única divinidad, cuyo nombre jamás mencionó y su teoría ganó numerosos adeptos. Hasta sus propios jueces disintieron: doscientos ochenta lo declararon culpable, doscientos veintiuno lo exoneraron de toda culpa, y yo pienso ¿cuál habría sido mi sentencia?

Sé que la sola idea es sacrilega para un Pontifex Maximus y jamás la he traducido en palabras, ni siquiera ante mis pocos amigos, pero frente a mi cercano fin ¿he de mentirme y callar que el politeísmo me repugna en muchos sentidos? En el Foro, tropezamos por doquier con ídolos de oro, cuyos nombres han caldo en el olvido hace mucho. Nombradme el significado de Vacuna, Rumina y Lara, a las que Roma ha consagrado fastuosos templos e imágenes de bronce, aun cuando, en su tiempo, Numa Pompilio prohibió la erección de estatuas a los dioses. Se me ocurre que es solo cuestión de tiempo y todos se extinguirán para dejar lugar a un único dios. Solo un único dios es todopoderoso, solo uno es el origen de todo ser. Los romanos lo llamamos Júpiter, los griegos le pusieron por nombre Zeus, y otros le adjudicarán otra denominación. Sólo me pregunto por qué los griegos, de quienes proviene todo lo ordenado, claro, explicito con la constancia de una fuente borboteante, no nos han dado a los que vivimos hoy una respuesta a esta apremiante cuestión: ¿por qué ninguno de los grandes filósofos fue más allá de los bellos principios del espíritu y del alma, para explicamos el de dios, en tanto trataron de probar con Acribia que la flecha disparada descansa, o sea, que no se mueve como cabría suponer (¡sabéis, en qué pienso!). No es el error en silo que me mueve (la vida es error, el saber es muerte) sino la idea de haber adorado ídolos toda una vida y haber sido negligente en la veneración del verdadero dios.

¿Júpiter, que otra cosa podía hacer más que estudiar a los viejos filósofos? Si la fe descansa en un compromiso que tomamos con nosotros mismos, he obrado correctamente ante mi conciencia, porque serví a los dioses de mis antepasados como al país que me fue legado por mi divino padre, pero si la fe es un bien al cual se requiere conquistar y formar según la propia inventiva, entonces me equivoqué, porque di más crédito a los primeros que a mi conciencia. Quizá la fe sea siempre una empresa arriesgada, es ciega y no puede demostrar buenos motivos, pues la seguridad objetiva y la fe auténtica se excluyen. El que sabe, no necesita creer.

En este sentido soy un vir vere Romanus y no me distingo de un romano común, que, en su incertidumbre acerca de lo divino, está dispuesto a servir a todos los dioses, con la esperanza de que entre ellos estará el correcto, más aún, erige santuarios al dios desconocido por temor a haberse olvidado de alguno. Pero el espíritu de la época que personifica el romano culto, anda a la búsqueda de ese solo dios y estoy seguro que muchas deidades a quienes se ofrecieron sacrificios para saciar su sed de sangre, perderán prestigio y con los años caerán en el olvido, y está bien que así sea, pues un dios que cae en el olvido no es tal: no es sino la deificación de los atributos de un dios omnipotente que hoy es estimado y mañana será desdeñado. Dicho con franqueza, creo que nuestro panteón, apretada colección de dioses romanos, consiste en esta deificación de atributos divinos y se remonta al único omnipotente Zeus-Júpiter.

¿Pero qué hicimos nosotros de este dios? Le conferimos facciones humanas, el aspecto, los sentimientos y pensamientos de un hombre, ni siquiera inteligente. Y si temo algo de los judíos antes quienes ningún romano debe temer, es su fe que desarma, que de acuerdo con la ley prohíbe la representación de su todopoderoso y la concepción de toda leyenda que no esté inscrita en el libro de sus libros. No, no es a los judíos a quienes debemos temer, sino a su dios, porque ejerce poder no compartido.

Para no dar origen a una opinión equivocada: estoy orgulloso de ser romano desde que tengo uso de razón, pero precisamente porque amo a Roma, al Imperio Romano, me está permitido volcar en palabras críticas y reparos en relación con los dioses. Según parece, somos incapaces de formar nuestros propios dioses, deidades más afines a nuestra idiosincrasia que los fantásticos, poéticos y mitológicos dioses de Grecia. Pero tal vez haya sido la admiración de nuestros antepasados hacia los escultores griegos que crearon obras de arte de sorprendente fidelidad con el ser vivo, ante quienes vale la pena doblar la rodilla, mientras los romanos adoraban a Júpiter en un guijarro y a Marte en una jabalina, ningún viviente representó a Zeus tan poderoso y vital como lo hizo Fidias de Atenas, si bien en lugar de piel y huesos, empleó oro y marfil. Jamás la diosa del amor fue esculpida con formas tan graciosas y dignas de veneración como las que talló el cincel de Praxiteles sobre mármol de Paros. Sin embargo, ¿fue ese un motivo para adoptar como nuestros a los dioses de los griegos?

Dado que estos dioses nos han sido destinados y detrás de uno seguramente se esconde el caudal primordial de la conciencia humana, la afluencia de deidades extranjeras me colma de preocupación. La ingenua devoción de los romanos acoge a cualquier deidad ajena, siempre que sea bastante exótica y extravagante. Desde que mi divino padre se trajo a rastras a Roma a la prostituta egipcia, desde que fue permitido a los rapados sacerdotes de Cleopatra mostrar en Roma las inmorales imágenes de sus dioses, ya no se pudo desterrar de las cabezas de los romanos la diosa Isis. Las paredes de las casas están embadurnadas con su símbolo, un trono. Sé de reuniones secretas de sus discípulos en oscuros lugares, donde los hombres farfullan en su honor oraciones incomprensible y antes de ser iniciados en sus misterios meten las manos desnudas en cestas repletas de serpientes y escorpiones ponzoñosos. Solo quien sobrevive a este procedimiento es bienvenido a la diosa, según la ley secreta de sus adeptos.

Del este ha venido Mitra, cuyos discípulos ostentan un gallo como símbolo de su adicción. Propagan la lucha por el bien y antes de ser invitados al santo banquete con el dios de la luz (se sirve en él agua, pan y vino) deben recorrer siete peldaños de servidumbre, como corax, nymphus, miles, leo, persa, heliodromus y pater, lo cual simbolizaría la ascensión del hombre a través de las esferas planetarias. Estas extrañas torturas que no entiendo y me repugnan como la carne que los britanos ablandan bajo sus monturas, prometen la resurrección después de la muerte. Esto me resulta tan difícil de entender como el tribunal de los muertos que decide sobre la vida eterna. Los discípulos de Mitra no tienen sus santuarios en templos, sino preferentemente en cavernas rocosas, porque el dios de los misterios, según afirman, surgió de una roca. Para conmemorar este nacimiento los discípulos de Mitra celebran una fiesta orgiástica hacia fin de año y, según he oído decir, colocan en la cueva a un recién nacido y lo adoran. ¿Qué es lo mejor de esta fe?


Yo, Polibio, liberto del divino Augusto y experto en el arte de la escritura, empiezo a dudar si este diario secreto del divino César está destinado a la posteridad, si Augusto quiere verdaderamente que alguien llegue a leer una sola de sus líneas, si el Divino no escribe sus pensamientos solo porque nada proporciona más claridad que el proceso de escribir. Pues lo que el Pontifex Maximus ha confiado al pergamino en los últimos días, no solo pone en duda a los dioses romanos, sino que da preferencia a otros dioses extranjeros, en particular a un dios único de nombre desconocido. El sacrilegio no es la expresión adecuada para este proceso, pues el César no es un romano cualquiera, tampoco “sólo” un conductor del Estado, Augusto es Pontifex Maximus y esto supone que es el personaje más importante de la religión oficial de los romanos. Si en su calidad de César dijera que un faraón egipcio gobernaría mejor sobre el Imperio Romano, el escándalo sería el mismo. Mi religiosidad personal consiste en creer que unos dioses dictaron el borrador de este universo, pero hasta ahora su dictado no ha sido suscrito.

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