I

Mi última aparición.

¿Dónde está mi espejo?… No, ya no me obedece. Mi imagen permanece rígida.

Fue una obra interminable. El tiempo dirá si fue tragedia o comedia. Yo hago mutis por el foro.

Aplaudid, si la obra fue buena.


Yo, Polibio, liberto del divino Augusto y experto en el arte de la escritura, lloro a mi señor. Tal como lo predijeron los agoreros, Augusto dejó de existir a los cien días del extraño prodigio, al día siguiente de entregarme el último pergamino de su diario. Fue el día decimonoveno del mes que lleva su nombre. Su vida duró setenta y seis años menos treinta y cinco días. Si en tiempos venideros los datos sobre el día de su muerte difieren, ello se deberá a que Livia ocultó en un primer momento el fallecimiento de su esposo. Tiberio se encontraba aún en Dalmacia y Livia temía que se produjeran disturbios en tanto estuviera ausente su hijo y sucesor designado.

La agonía de Augusto fue tan apacible como el curso de su vida. El divino ya no tuvo conciencia que moriría en el mismo aposento donde expiró su padre carnal Octavio, a quien negó durante toda su vida. Funcionarios del Estado transportaron su cadáver desde Nola a Roma en tres noches, para evitar la canícula diurna. En el ínterin también llegó Tiberio y junto con su hijo Druso pronunciaron la oración fúnebre para el Divino, el padre frente al templo de Julio deificado, y Druso desde la tribuna de los oradores en el Foro. Acto seguido, doce senadores cargaron al difunto César sobre sus hombros y lo llevaron a la pira levantada en el Campo de Marte. Yo, Polibio, lloré como un niño cuando las llamas lo envolvieron, y cien mil romanos lloraron conmigo. Al día siguiente, cuando las cenizas se hubieron enfriado, los más notables pisaron descalzos la escoria y recogieron los restos del César para guardarlos en su mausoleo, situado entre la vía Flaminia y la ribera del Tíber.

Las vestales llevaron a la Curia el testamento que el Divino había escrito con su propia mano y con mi ayuda, bajo el consulado de Lucio Planco y Cayo Silio. Aun cuando conocía gran parte de su contenido, me aguardaba una gran sorpresa. Tiberio recibió la mitad de la herencia y la otra mitad se la repartieron Livia y Druso, a razón de un tercio para cada uno. Entre el pueblo romano habrían de distribuirse cuarenta millones de sestercios, cada pretoriano recibiría mil y los legionarios trescientos. A mi también me legó mil sestercios (secretamente contaba con ellos) pero la verdadera sorpresa se encontraba en un codicilo.

El testamento contenía diversas disposiciones: Ni su hija Julia ni su nieta del mismo nombre descansarían jamás en su mausoleo. El destierro de Ovidio se mantendría vigente hasta su muerte. Su Res gestae habría de ser sepultada en bronce y expuesta frente al mausoleo. Su segunda obra con un panorama sobre la magnitud y las conquistas del imperio habría de ser revisada por Tiberio y puesta ad acta. Fuera de estas no dejaba ninguna otra obra escrita de puño y letra, ni Memorias que de nada servían más que para satisfacer la propia vanidad, ni Diario, que, con miras a su publicación debía ser falaz y desleal o bien escrito con el propósito de lograr el autorreconocimiento; se sustraía a la información pública. Siempre que surgieran testigos que augurasen estar en posesión de anotaciones debidas a la pluma del emperador César Augusto, estos habrían de ser castigados con todo rigor de la ley, y -condenados sin miramientos hacia su persona.

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