XXVII

Esta noche, el sueño estuvo ausente. Apenas hube terminado de escribir mis pensamientos, me retiré a mi cubiculum para entregarme al descanso y confié la luz de mis ojos a Hipnos, el amigo de Apolo y de las musas. De pronto, me sobresaltó un fragor que hizo trepidar los muros del palacio. La tierra pareció temblar. Llamé a la guardia para averiguar acerca de lo sucedido, pero los pretorianos que se presentaron en ese mismo momento en las puertas, no me contestaron y me interceptaron el paso con sus lanzas cruzadas.

– ¿Quién os dio la orden de tratarme de este modo, a mí, el César – increpé a los yelmos rojos. Tampoco obtuve respuesta-. ¿No fui yo quién os recompensó con tierras al finalizar vuestro servicio? ¿Yo, Imperator Caesar Augustus Divi Filius? -tuve la impresión de hablar con un muro. Los pretorianos, la cabeza en alto, miraban sin yerme, a través de mí, ignorando mi presencia. Empecé de nuevo-. ¿Quién, hijos de perra, está detrás de esta conspiración? ¿Livia? ¿O es Tiberio quien ha metido sus dedos en el juego? ¡Por Marte! ¿Quién?

Silencio.

– ¡No osaréis levantar la mano contra el Padre de la Patria! -grité a los insubordinados-. ¡No, contra un anciano escogido por los dioses! – hice el intento de abrirme paso entre los guardias, inútilmente-. Con suave presión, como si tuvieran órdenes de no causarme daño, me empujaron de nuevo dentro del aposento. Desesperado, presa de ira impotente, me dejé caer sobre el lecho y lloré. Así pasé la noche.

Por la mañana se presentó Livia y le expuse mis quejas por el trato recibido de los pretorianos. Pregunté quién les había dado esas directivas.

Nadie había encomendado a los pretorianos impedirme la salida de mis aposentos, ni ella, Livia, ni Tiberio, su hijo y mi hijastro. Si los guardias hablan asumido esa actitud debía ser consecuencia de su preocupación por mi seguridad. Reinaba en Roma gran intranquilidad, y el deber de los pretorianos era proteger la vida del César.

Después de estas explicaciones, Livia me notificó que la víspera se había desplomado el águila dorada que ostentaba la entrada al palacio, símbolo sagrado del Imperio Romano y de su emperador, y se habla hecho añicos sobre las piedras del pavimento. ¡Qué los dioses nos protejan!

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