LIX

En noches solitarias invito a hombres sabios a participar de mis orgías: no sólo a aquellos con los que comparto mis pensamientos y cuya palabra entiendo, sino también adversarios y oponentes, cuando se trata de experiencias de la vida y asuntos del Estado. Platón es uno de esos intrigantes que se cree nueve veces la calva más inteligente de Atenas, pues todo lo sabe mejor y ninguna otra opinión es válida a su alrededor, menosprecia hasta el rojo vino setinés en favor del aguado vino de Cos, que se vende a mitad de precio, y para todo encuentra un fundamento. No me agrada.

Anteayer se trabé en ruda disputa, pues el calvo de Atenas se encontró con Epicuro proveniente de la isla de Samos y Cicerón de Tusculum. Fue una larga velada y todavía me zumba la cabeza, en parte por el vino y en parte por las recias discusiones. Ya el brindis horaciano con que inicié la comissatio nos dividió violentamente, pues cuando alcé la copa de rojo setinés en honor de los dioses y pronuncié las palabras: Nunc est bibendum, nunc pede libero pulsanda tellas!, cuando ofrecí more graeco, es decir, beber vino puro, Platón arrojó a un lado al magister bibendi como el cíclope de un solo ojo a los compañeros de Ulises, echó pestes contra la esclavitud romana que no se detenía siquiera frente a la copa, y dijo que prefería el zumo de uvas de la isla de Cos, mezclado con agua de mar, según la antigua costumbre, pero luego bebió bastante y no del griego.

Epicuro rió. Rió mucho y a sonoras carcajadas, aun de cosas aparentemente serias. Rió con alegría, con entusiasmo, desdén, indignación y timidez. Sólo él rió, si recuerdo bien, a pesar de su intenso dolor de vejiga, y aun cuando sólo mojó los labios en su ciato.

– Es un loco -dijo Epicuro- quien te aconseja llevar una bella vida en la juventud y buscar un bello final en la vejez, no sólo porque la vida es igualmente digna de vivirse para el joven y el viejo. La preocupación por una bella vida es la misma que por una bella muerte. Pero los más desdichados son aquellos que proclaman que no quisieran haber nacido o, puesto que ya están en este mundo, ansían la muerte. Nada les impide tomar en serio su discurso, pero son palabras huecas que nadie quiere escuchar. Convenceos -prosiguió-, que la muerte no puede haceros nada, pues el bien y el mal, lo bello y lo espantoso son cosa de la sensibilidad Pero en la muerte no se siente nada. Este es el motivo por el cual el verdadero descubrimiento de que la muerte no puede hacemos nada, también nos convierte en placer lo efímero de la vida, no porque añade a la vida un tiempo eterno, sino más bien porque nos hace añorar la inmortalidad.

Yo escuchaba.

Entonces empezó a hablar Cicerón, con grandes aspavientos, como era su costumbre: – Quien ha traspuesto una vez los límites de la modestia, debe ser verdaderamente inmodesto. En mi alienta siempre la esperanza de un poco de inmortalidad, que la posteridad me recuerde más allá de mi muerte. Por esta razón recurrí a Lucio Luceo, el hijo de Quinto, con quien espero ver glorificado mi nombre en una obra suya (creo que no es un deseo censurable). Luceo me la propuso varias veces. Cuando tenía prácticamente concluida su historia de la guerra de los confederados y la guerra civil, recordé que, a modo de continuación de los acontecimientos, quería referirse a mis hazañas, pero no entrelazándolas con la otra exposición histórica, sino en una obra aparte. ¿Acaso Calistenes no trató por sí solo la guerra de Focea, Polibio la de Numancia y Timeo la de Pirro, sin relacionarlas con la historia corriente? Objetivamente no tiene gran importancia, pero sí la tiene en el aspecto personal: libra de la larga espera hasta que Luceo llegue por orden cronológico a mis hazañas, en lugar de comenzar con la salvación del Estado gracias a mi intervención. Mentalmente, ya veo ante mí cuánto más rico y bello parecerá todo, pues he pedido al talentoso escritor que describa mis méritos con más calor de lo que le merezcan a su convicción, y a este respecto dejar un poco de lado las reglas de la historiografía. Luceo opina que la amistad puede apartarlo tan poco del camino correcto como a Hércules la voluptuosidad, lo cual alude a que, en la encrucijada entre la vida regalada y el camino arduo, Hércules eligió la fatiga que conduce a la inmortalidad. Pero yo le encarecí que tuviera en cuenta nuestra amistad y le supliqué que dejara prevalecer aquí y allá un poco más mi amor y no la verdad.

Me sorprendí.

– Mi destino -prosiguió Cicerón- cautivará al lector, pues nada despierta mayor interés que las vicisitudes y la volubilidad de la suerte. Ciertamente, no puedo asegurar que toda mi vida haya sido una experiencia agradable, sin embargo, creedme, leer sobre ella será gratificante. Cuando gozas de seguridad, nada te hace tanto bien como el recuerdo de pasados sufrimientos. Y a aquellos que escaparon al infortunio y contemplan sin pena los destinos ajenos, les causa placer compartirlos. ¡Nombradme a uno a quien la muerte de Epaminondas frente a Mantinea no le haya provocado sentimientos encontrados de dolor y placer! ¡Por Júpiter, no sacó la lanza de su herida hasta que no le aseguraron que su escudo estaba a buen recaudo, sólo entonces expiró libre de ignominia. La suya fue una bella muerte. ¿Y la de Temístocles? ¿Quién no se compadeció de los helenos fugitivos? En cambio, los anales, las tablas de los magistrados interesan a una escasa minoría en comparación con el destino de un hombre importante lleno de amenazas y vicisitudes. El lector pide suspenso y admiración, placer y dolor, temor y esperanza. Aguarda ansioso el final desolador y de este modo encuentra profunda gratificación y rico goce.

– ¿No provocan meneos de cabeza los hombres importantes cuando se convierten en sus propios biógrafos? – preguntó Cicerón-. Jamás se puede hacer sin embarazo, pues, si te colmas de méritos, dirán que eres un fanfarrón si, por el contrario, los callas, tu imagen resultará extraña, la subestimarán y nadie se declarará dispuesto a poner en su verdadero lugar tus logros. A esto se agrega que todo el que habla de sí mismo merece poca fe y provoca a los críticos, quienes dirán que los heraldos de los juegos gímnicos son más modestos que tú, entregan las coronas a los vencedores, los nombran con voz estentórea, pero al finalizar los juegos cada cual se vuelve a otro heraldo para recibir su propia corona, a fin de no tener que proclamarse a sí mismo campeón.

Comprendía muy bien sus palabras, sin lugar a dudas dirigidas contra mi, pues Cicerón se cuenta entre aquellos para quienes mi Res gestae, escrita a temprana edad, es como un dardo en el ojo, puesto que nadie, ni siquiera mi divino padre Julio osó escribir nada parecido en primera persona. ¿Debo empequeñecer mis hazañas por ese motivo? ¿Debo hablar de mi persona, de mi vida, como si fuera de un extraño? ¿Debo callar los innumerables honores e impensae? ¿Qué debo hacer?

Alegué pues: – Yo he dado al orbe una era de paz. ¿Quién lo negará? A la cabeza del Estado creé las condiciones para que el templo de Jano Quirino fuera cerrado tres veces, lo que sólo sucedió dos, antes de mi ab urbe condita, a saber, bajo Numa Pompilio y después de la Primera Guerra Púnica, cuando también reinó la paz en todo el imperio. Yo he antepuesto el bienestar del pueblo al propio y satisfice con mis recursos el testamento de mi divino padre, del que fui despojado contra todo derecho. A cada romano le tocaron entonces 300 sestercios, lo cual me llevó al borde de la ruina. Sin parar mientes en ello, durante mi quinto consulado, asigné a cada uno 400 sestercios del botín de guerra, y la misma suma en mi décimo consulado. Cuando asumí el undécimo mandé distribuir doce donativos de cereales entre 300.000 individuos para que no pasaran hambre.

– Los veteranos de mi ejército -continué-, se beneficiaron con mil sestercios por cabeza del botín de guerra y tierras de labranza suficientes para vivir. Solamente por las tierras para mis veteranos pagué a las comunidades itálicas 600 millones de sestercios y otros 260 millones por predios en las provincias. Como si no bastara, bajo el consulado de Tiberio Nerón y Cneo Pisón, y en los años subsiguientes, destiné otros 400 millones de sestercios para los mercenarios que regresaran a su tierra natal después de cumplido su servicio militar. ¡Por Mercurio, hasta saneé el tesoro del Estado! Lo hice cuatro veces de mi propio peculio, lo cual me costó 150 millones, y para la caja militar, creada a sugerencia mía para indemnizar a los veteranos fuera de servicio, entregué 170 millones de mi propia fortuna.

– ¿Debo callar al respecto o referirme a ello como si otro hubiera obrado de tal modo? -inquirí-. ¿Quién lo consideraría justo? Seguramente, nadie. Sería injusto para un justo.

¡Ay, jamás debiera haber tomado la palabra! Pues seguidamente habló Platón con ademán imperativo, como si hubiera de convencer a críticos académicos, y, por cierto, todavía estaría discurriendo si todos los demás no nos hubiéramos retirado sin saludar cuando ya despuntaba el nuevo día, pues el filósofo explicó cada palabra ex ovo usque ad malum y ni un rayo de Júpiter hubiera sido capaz de interrumpir su perorata. No di crédito a mis oídos cuando el sabio de Atenas se explayó sobre el derecho y la injusticia, y animado por el vino censuró el bien y alabé el mal, de tal suerte que yo, Caesar Divi Filius, el más justo de entre todos los romanos, empecé a dudar de mi probidad. Pero, por Baco, a medida que desarrollaba su discurso, me percaté que Platón estaba ebrio como un sátiro de Dioniso.

Decía: -Todos aquellos que se esfuerzan por la justicia, practican la virtud con sumo desagrado, la consideran algo necesario, no algo bueno, y hacen bien en proceder de tal modo, pues es preferible por mucho la vida del injusto que la del justo. Por naturaleza, el hacer injusticia es bueno, pero malo padecer injusticia y el padecer injusticia se distingue por un mal mayor que el bien por el hacer injusticia. No fue sino cuando los hombres se hicieron unos a otros bastantes injusticias y las padecieron de otros, que les pareció ventajoso comportarse de alguna manera y no causar ni sufrir injusticias, crearon leyes y pactos, y a lo impuesto por la ley lo llamaron legal y derecho. Esta es la esencia de la justicia que está en el medio, entre lo óptimo cuando uno puede cometer injusticias sin padecer castigo, y lo peor, cuando uno debe sufrir injusticias sin poder vengarse. Entre estos dos polos se encuentra lo justo, no amado por bueno, sino encomiado por la incapacidad de cometer injusticia.

– Si reconocéis – prosiguió Platón – que aquellos que bregan por la justicia, la practican sólo por incapacidad para cometer injusticias y con repugnancia, seguid mis pensamientos: permitid a cada cual hacer lo que quiera: al justo y al injusto, y observad adónde conduce la ambición del uno y del otro. Estoy seguro que sorprenderéis en flagrante al justo aspirando a lo mismo que el injusto. Pongo por testigo a Giges, el antepasado de los lidios. Este hombre parece haber sido un pastor, un buen pastor que servía al soberano del país, pero cierto día la tierra lidia tembló, el suelo se hendió, quedó abierta una brecha y en el fondo de esa brecha, Giges descubrió un caballo de bronce provisto de ventanas. En su interior halló un cadáver de descomunales proporciones, totalmente desnudo, sin nada en su cuerpo más que un anillo. Se apoderó de él y desapareció. En ocasión del siguiente encuentro con el rey, durante el cual los pastores le informaban sobre los cuidados prodigados a sus rebaños, Giges hizo girar el anillo de modo que la piedra del mismo quedó en el interior de su mano y al punto se tomó invisible. Los presentes confirmaron el fenómeno al hablar de él como de un ausente. Contento con el hechizo, el pastor se presentó ante la esposa del rey y la indujo a cometer adulterio. Por último, acechó al monarca, le dio muerte y se apropió del poder.

– Si hubiera dos de esos anillos – arguyó Platón – y el justo se pusiera uno y el injusto el otro, sin duda, cada uno aprovecharía su posibilidad de servirse furtivamente en la plaza del mercado, visitar el lecho de la mujer más altiva, matar a sus rivales y liberar a los amigos de sus ligaduras. Cada cual obraría del mismo modo, tanto el injusto como el justo, y esto es la prueba de que nadie es abnegadamente justo, sino sólo por obligación.

Por supuesto, entendí la censura dirigida contra mí, pero antes de que pudiera ordenar mis ideas en mi embriaguez (por Baco, había bebido por cuatro), se me adelantó Cicerón, el elocuente, y le respondió.

– Si recuerdo bien, ateniense -dijo-, tú eres el autor de la consigna: los estados no podrían ser dichosos sino cuando fueran gobernados por filósofos o si todos los soberanos fueran filósofos. Yo la interpreto en el sentido de que tú, ateniense, ves la salvación del Estado en la combinación del poder y la sabiduría. ¡Qué idea atinada! Pero, según lo veo yo, tanto el poder como la sabiduría están indisolublemente ligadas a la justicia, de modo que la una parece inconcebible sin la otra. ¿Por qué hablas de repente como Sócrates, más aún, como los sofistas que emiten dos juicios contrapuestos sobre cada cosa según la dirección de la cual viene el tintineo de la bolsa? Su intelecto es de naturaleza rabulística, no verdadera filosofía, pero tú eres un hombre del intelecto y de la ciencia. ¿Por qué hablas entonces con su lengua? Nosotros, los romanos, somos renombrados por nuestro trato intransigente con el derecho, tenemos merecida fama de haber transmitido este derecho a otros pueblos, pero no me avergüenza admitir que este derecho tuvo su origen en la Hélade…

Una palabra trajo la otra, vociferante y agresivo el vino de Cos se mezcló con el setinés de mucho cuerpo y cada cual habló sin tener en cuenta al interlocutor, como si no escuchara lo que el otro decía (la algazara en el Foro, a mediodía, no podía ser más confusa).

– ¿Los dioses, los inmortales, no son un ejemplo de mi argumento? ¿Y el propio Zeus que se trocó en un toro blanco para raptar a la bella y seductora Europa que jugaba en la orilla y llevarla a la isla de Creta? ¿O Asclepio, el hijo de Apolo, a quien le han consagrado un famoso santuario en Epidauro? ¿Miente Píndaro, el poeta de Beocia, en sus himnos a los dioses cuando anuncia que Asclepio consintió por dinero curar a un rico moribundo y por eso Zeus lo ató con un rayo? Afirmo que si era el hijo de Apolo no bebió importarle la ganancia, pero, si así fue, entonces no era hijo de Apolo. De lo contrario, la injusticia no se detendría siquiera frente al umbral de los dioses – así habló Platón.

– ¿No es eso contrario a la razón, cuando la razón es el principio y el supremo bien, más importante que la filosofía misma, pues ella es origen de todas las demás virtudes? Y la razón enseña que nadie sin entendimiento, sin equilibrio del alma y sin justicia puede llevar una vida placentera y sin contrariedades, una vida razonable, equilibrada y justa. En consecuencia, la virtud y la justicia crecen junto con la vida placentera y esta no se deja separar de ellas. Me parece mejor dar crédito a la mitología y no a las ciencias naturales, pues la fe siempre te deja albergar un rayo de esperanza en cuanto a ablandar a los dioses mediante la adoración, en tanto las ciencias naturales son inexorables. Si llevas una desgracia con entendimiento, el provecho es mayor que si eres feliz sin entendimiento. Es preferible que una cosa bien preparada fracase a que una mal preparada se logre por pura casualidad – así habló Epicuro.

– La razón nos obliga a admitir que todo sucede por obra del destino. Pero yo llamo fatum, a lo que los griegos heimarmene, el orden y la sucesión de causas, en que cada causa está concatenada con otra y una cosa se origina de sí misma. De ahí que no sucede nada que no debía suceder y del mismo modo no sucederá nada que no esté contenido en la naturaleza con su causa. Por consiguiente, el destino no es lo que dan a luz miles de supersticiones, sino lo que los físicos llaman la causa de las cosas, por la cual aconteció lo pasado y también acontecerá lo por venir – así habló Cicerón.

– "¿No debemos elogiar a Foinix, el preceptor de Aquiles que le recomendó ayudar a los aqueos si le daban regalos, pero dejarlos librados a su ira si no había presentes?"

– "No os maravilléis que los vaticinadores pronostiquen el futuro, pues todo está aquí, sólo está ausente según la época, como en la simiente la fuerza de la futura cosecha". – El placer es el primer bien que nos es congénito, es el principio y el fin de una vida bienaventurada. No el placer de la lujuria y la sensualidad, sino la libertad del cuerpo de dolores y del alma de desasosiego. No son las bacanales ni las fantasías nocturnas, los placeres con efebos y mujeres, los pescados caros ni los manjares exóticos de una mesa opípara los que hacen agradable la vida, sino la razón sobria.

Ciertos signos de nuestro futuro se encuentran en la naturaleza. El habitante de Cos observa con atención la salida de Sirio y luego deduce si el año será saludable o insalubre.

Así hablaron confusamente, cada cual como le vino en ganas. No sé qué dijo cada uno en un momento dado. Sólo sé que Platón seguía hablando cuando todos se habían marchado. Todavía escuchaba su voz estentórea que resonaba por los corredores cuando hacía ya un buen rato que me había marchado con los demás y buscaba en el lecho el placentero sueño que sólo promete el rojo setinés. ¡Por Baco, qué ebrio estaba!

(Esto lo escribí el noveno día previo a las calendas de Quintilis, tal como me quedó grabado en la memoria.)

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