XXX

En relación con lo que escribí hace dos días olvidé mencionar que, como todo romance, el mío con Terencia tuvo un desenlace indigno. Los hombres viven del olvido, las mujeres del recuerdo. De este modo, la pasión degeneró en hábito y ambos regresamos a Roma decepcionados. Mecenas no perdonó jamás a Terencia nuestra aventura en las Galias. El matrimonio se disolvió poco después bajo el consulado de Marco Valerio Mesala y Publio Sulpicio Químo. Jamás me hizo un reproche, pero todos mis intentos de consolar a Terencia sobre la extinción de mi pasión, fracasaron en su amargura. Los mensajes que le hice llegar quedaron sin respuesta, y un buen día Terencia desapareció y nunca pude averiguar su paradero.

Entonces me despreciaba y no hubo mujer alguna, ni siquiera Livia a quien no se le pasó inadvertido mi desliz, capaz de apartarme de la repugnancia que sentía por mí mismo. Asqueado, despedía sin tocarlas a las empolvadas criaturas, apenas púberes, con las que en situaciones análogas, buscaba complacerme. El lecho en el que me revolcaba como un verraco, se me antojaba podrido y húmedo aunque las sábanas eran las mismas de siempre, me levantaba, entonces me vestía aprisa, pasaba a hurtadillas frente a los guardias dormidos y me escapaba del palacio.

La noche transforma a una ciudad y la oscuridad convierte a unas en ninfas y a otras en rameras. De noche, Roma es una prostituta, un ser que repele por su agitación, un ser maloliente, venal y chillón. Esa noche comprendí mejor que nunca por qué Horacio, Virgilio, Propercio y Tibulo le volvieron la espalda. Desaliñada como una ramera después de realizado su cometido, yacía allí despojada del brillo de los templos y pórticos. Se me antojó que negras bestias dotadas de muchas patas intentaban apoderarse de ella para devorarla. ¡Por la divinidad de Venus y Roma, qué ciudad! ¿Dónde estaba la sonrisa que acompaña a una mujer de noche, su deseo de agradar? En lugar de sonrisa esta ciudad esgrime una risa cínica, cinismo hasta debajo de los altos tejados. Despreocupada, como si no existieran leyes, exhibía su impudicia en lugar de encantos físicos y gracia. Más aún, creí reconocer que aquellos encargados de velar por la ciudad se alineaban entre los ilegales que practican la usura y especulaciones clandestinas, se entregan a juegos de azar junto a las alcantarillas y comercian con esclavos por caminos prohibidos. A la luz de las teas los rostros mostraban la máscara solapada de rufianes, encubridores y ladrones, o las facciones extrañas de los individuos a los que está vedada su permanencia en Roma. Salían de sus agujeros como voraces alimañas, acuclillados en torno a los fuegos intercambiaban mercancías prohibidas, oro e ideas… seguramente no para bien del Estado.

Como si hubiera querido aspirar dentro de milo más posible de esa Roma que no conocía, de esa ciudad a la que no quería, empecé a correr sin tener en cuenta el peligro de caer dentro de un hoyo o extraviarme. Profetas de religiones extrañas danzaban a porfía con sus adeptos, en los baños que por ley debían estar clausurados de noche, había una tumultuosa concurrencia y no fui acuchillado por los bandoleros en los pantanos Pontinos o en los Montes Albanos, porque tuve la presencia de ánimo de abrir mi túnica y mostrar a los criminales que no traía conmigo más que mi desnudez. Al parecer, mi actitud divirtió al cabecilla de barba negra, pues me arrojó una moneda, que me cuidé de recoger.

En los alrededores del circo la gente danzaba embriagada por la dicha que se compra, y en cada nicho de los muros ofrecían estupefacientes que se sorbían a través de mangueras, milagreros marcados con signos mágicos, astrólogos y rameras por millares. Se levantaban las faldas, mostraban sus senos al pasar y hacían movimientos obscenos con la pelvis. Algunas lanzaban estridentes alaridos o voceaban una cifra, el precio de sus favores. Colmadas de Baco, el agitador del tirso, bailaban como frenéticas tiadas, cachondas mujeres bárbaras y nobles matronas en apariencia, cuyo cuerpo jamás dejaba de ostentar joyas. Antes de que pudiera darme cuenta se formó a mi alrededor un corro de individuos danzantes que me arrastraron consigo en medio de gran algarabía por las oscuras callejas, de paso por tabernas ruidosas de las que emanaban nauseabundos olores como de grasa rancia, vino derramado y el sudor de gente excitada. Me dio un acceso de asco e intenté liberarme, pero dos robustas mujeres desgreñadas me rodearon en poderoso abrazo con sus miembros superiores y no me soltaron. Por lo tanto, sobrio en cuerpo y mente, seguí pateando con la vociferante horda de ebrios, sin atreverme a levantar la voz por temor a ser reconocido.

Esa era, pues, la Roma de la plebe, la Roma de las masas, ávidas de pan y juegos, para las que los patres conscripti y sus decisiones eran tan ajenas como las provincias orientales, y el César un ser extrano parecido a Osiris, el dios de los egipcios, a quien por una antigua costumbre se le erigían templos. Soy yo, quise gritarles, César Augusto, pater patriae, pero me abstuve en la seguridad de que se reirían de mi. ¡Júpiter! ¿Quién me hubiera creído?

Con soeces exclamaciones la cola irrumpió en un lupanar en el que honorables caballeros se divertían con mujeres de variado color de piel, y su impudicia llegó al extremo que ni las prostitutas ni sus amantes interrumpían su lúbrica actividad cuando alguno corría a un lado la cortina que protegía las oscuras cellae, más aún, las incitaciones de los intrusos enardecían a algunos. Y yo, Caesar Divi Filius, me vi en medio de ese faunesco maremágnum de sensualidad y ardor, empujado, zamarreado, oprimido y pisoteado.

El establecimiento se me antojó uno de la peor clase, en esos en los que las lupae se prestan para mucho más que la relación ordinaria con un individuo del otro sexo. Bajo la influencia de hipomanes, un filtro preparado con el flujo de la vagina de yeguas, las lupae se exhibían en posturas artísticas para excitar más de lo acostumbrado los sentidos de los parroquianos, y, aunque no me extrañaban los vicios de las mujeres que se compran, ni me es desconocido su lúbrico juego, jamás fui testigo de semejantes excesos en ocasiones anteriores ni posteriores.

Uno de mis insolentes acompañantes pareció percatarse de mi estupefacción y mi curiosidad mezclada con repugnancia, y de un empellón me hizo caer dentro de una cella. Después de arrancar en mi caída la sucia cortina que la cubría, fui a dar con una montaña de carne sudorosa y jadeante, un hombre dueño de la musculatura de un gladiador empeñado, al parecer, en aniquilar con sus arremetidas a la lupa yacente bajo su cuerpo. Estaba poseido de tan frenético furor que no advirtió mi presencia, al menos no abandonó a su víctima, pero esta volvió la cabeza y lanzó un grito agudo al verme. Me quedé paralizado.

Reconocí a Terencia. Por un instante nuestras miradas quedaron presas la una de la otra. Todo sucedió sin que el gladiador lo advirtiera, lo cual aumentó la embarazosa situación. Tan pronto me repuse de la sorpresa, me lancé hacia el exterior, defendiéndome con violentos golpes de las zarpas de mis acompañantes, corrí despavorido por las callejas oscuras, caí varias veces, me levanté otras tantas y por fin encontré la dirección que conducía al Palatino. Días más tarde envié un tribuno al lupanar para hacer averiguaciones en torno a Terencia, y a su regreso me informó que en el establecimiento señalado no conocían a mujer alguna que respondiera a ese nombre.

Desde ese momento ya no sentí placer en alternar con mujeres. Ni el espíritu maternal de Livia ni los encantos de las tiernas niñas lograron despertar mis instintos. Me sentía sucio, vacío, sólo atraído por los mancebos de muslos depilados y abiertos. Livia condescendió con mis inclinaciones y hasta hizo buscar por la ciudad a los jóvenes más nobles que habrían de someterse a mis caprichos. A todos los amé al estilo griego, a tergo, y los recompensé con real largueza por el placer que me brindaban con sus firmes caderas, sus brazos delgados y cabello rizado. Sin embargo, la diversión no duró mucho: los condilomas hicieron lo suyo. ¿Qué era yo smo un viejo depravado exoletus, un lastimoso espectro expuesto a las burlas de los romanos?

¡Qué asco!

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