XLI

El resultado del censo me llena de orgullo.

Yo, Imperator Caesar Augustus Divi Filius, domino el mundo. Mando sobre 54 millones de individuos, de los cuales ni la décima parte posee la ciudadanía romana. Tiberio ha contado 4.233.000 ciudadanos romanos. Los judíos suman cuatro millones, los habitantes de las provincias galas siete millones y sólo en Egipto se han registrado ocho millones.

Mi dominio se extiende de las Columnas de Hércules hasta las puertas de la India. Puede haber pueblos y países en los cuales sean aún desconocidas las águilas romanas, puede haber comarcas en el norte y en el sur, inhóspitas por el frío y la eterna oscuridad, que ignoran el nombre de César, pero no hay ningún pueblo de cultura que no doble la rodilla ante mí, Imperator Caesar Augustus.

En mi imperio jamás se pone el sol, pues cuando se oculta en el extremo oeste para dejar paso a la noche, la desplaza en el este donde al mismo tiempo comienza un nuevo día. La causa de este prodigioso fenómeno es la forma esférica de la tierra, que atrae a ella tierras y mares como el imán al hierro. Según Artemidoro, el geógrafo de la provincia de Asia, la mayor distancia de oeste a este suma ora 8.578.000 pasos ora 8.945.000. El babilonio Isidoro informa de 9.818.000 pasos, pero la diferencia proviene del curso del camino.

Artemidoro determinó la distancia de dos maneras: cuenta 5.215.000 pasos desde la desembocadura del Ganges en el océano oriental, pasando por India y Partia hasta la ciudad siria de Miiandro en la bahía de Iso; 2.113.000 pasos desde allí hasta la isla de Chipre, Patras en Licia, Rodas, Astipalaia en el mar Carpático, Taemarum en Laconia, Lilibaeum en Sicilia y Caralis en Cerdeña; desde allí a Gades hay 1.250.000 pasos o sea un total de 8.578.000 pasos.

Por el otro camino mide 5.169.000 pasos desde el Ganges hasta el Eufrates, desde este río hasta Mazaca en Capadocia 244.000 pasos, de Capadocia por Frigia y Caria hasta Efeso 499.000 pasos, otros 200.000 hasta Delos y 212.500 pasos hasta el istmo de Corinto. Hasta Patras en el Peloponeso 90.000, hasta Leuca 87.500 y hasta Corcira otros 87.500. Otros 82.500 hasta Acroceramia, 87.500 hasta Brundisium y de aquí a Roma 360.000. Más de 519.000 pasos llevan por el camino a los Alpes hasta la aldea Escingomago, a través de la Galia se alcanza Iliberis en los Pirineos después de 468.000 pasos, 831.000 conducen al océano en la costa de Hispania. Restan 7.500 pasos hasta Gades. Esta distancia de este a oeste suma 8.945.000 pasos. Retengo estas cifras en la cabeza, porque yo mando sobre cada uno de estos pasos.

De sur a norte mi mundo parece más pequeño, pero es sólo apariencia, porque el sur y el norte no han sido explorados en su frigidez y oscuridad. Isidoro midió 5.462.000 pasos desde el océano de Etiopía en el extremo austral hasta la desembocadura del río escita Tamais en el norte. Seguramente, la tierra se prolonga más al norte. Isidoro afirma que al cabo de 1.250.000 pasos se alcanza la misteriosa isla Thule, pero esto es sólo una suposición, una temeraria afirmación como la del bibliotecario Eratóstenes que hace dos sigios y medio calculó la circunferencia de la tierra en 252.000 estadios, lo cual equivale en la medida romana a 31.500 pasos.

El imperio sobre el cual reino por voluntad de los dioses desde hace una generación, es tan grande que el color de la piel de la gente varía y el sol cambia su sombra. La piel y el cabello de la gente se aclara hacia el oeste y el norte, pero hacia el este y el sud, en los confines más remotos, oscurecen hasta tomar el color negro de la brea, como calcinados por el sol. A mediodía del equinoccio, al comenzar el verano, la sombra del reloj de sol en Roma es una novena parte más corta que el gnomon, mientras que en Siena, cinco mil estadios al sur de Alejandría, la vara no arroja sombra alguna ese mismo día, y un pozo practicado en la tierra verticalmente, es iluminado por el sol en todos sus lados. Este es el día en que la sombra alcanza en Venecia la longitud del gnomon.

Mi brazo llega hasta las fronteras de la India, donde los oretes pueblan una montaña en la cual las sombras se proyectan hacia el sur en verano y hacia el norte en invierno, y donde hay regiones sin sombra que reciben el nombre de "Askia", los sin sombra. Mi brazo llega hasta Britania, donde las noches son cortas en verano y los días parecen interminables, mientras que en el invierno este fenómeno se invierte. Mi brazo llega tan lejos que los pueblos denominan de distinta manera el comienzo del día, porque la vida y las costumbres del uno son extrañas al otro. Según los sacerdetes romanos, el día empieza después de medianoche y dura hasta la medianoche siguiente, y esta sabiduría responde a las enseñanzas de los egipcios, que, en cuestiones de mediciones, se consideran los más experimentados. En cambio, los atenienses, a quienes por encima de todas las cosas les interesa el arte y la filosofía, miden el día desde una puesta de sol a la siguiente, los umbrios de mediodía a mediodía y los babilonios de la salida del sol hasta la salida del sol.

La posición geográfica dentro del imperio nos legitima a los romanos como pueblo del medio. Roma es el centro del mundo habitado, y, excepción hecha de los dioses, le cabe regir el mundo. En ninguna parte la tierra se muestra más fecunda para toda clase de vegetales que en el suelo itálico. En ninguna parte la talla de los individuos es tan pareja, de distinguida altura mediana y acertada mezcla de color de piel. En ninguna parte las costumbres son tan benignas y el espíritu tan ágil. El romano es el justo medio entre el frío galo, el terco britano por un lado y el egipcio fácilmente irritable y el colérico etíope por el otro, y también por esto escogido mediador y soberano.

Lo que lo distingue de todos los pueblos es su uso apasionado de la espada, que está habituado a desenvainar irreflexivamente. No es hombre de negociar y hacer grandes rodeos. Busca obtener con la espada lo que la naturaleza le ha negado, y en esto no se detiene siquiera ante sus propios compatriotas. Dan testimonio de esto las guerras civiles que diezmaron de manera atroz al pueblo romano. Hace doscientos años, después del triunfo de Publio Cornelio Escipión sobre los cartagineses, habitaban en suelo itálico cuatro millones de hombres, la cuarta parte, esclavos. Cien años más tarde, cuando Mario concluyó victoriosamente la guerra de Yugurta, se contaban siete millones, y hoy, a otros cien años, este guarismo demográfico ha disminuido. Parecería que el pueblo romano ha sido escogido para despedazarse a sí mismo y que no se haga demasiado poderoso. Sólo pensarlo me hace cubrirme la cabeza con la toga.

Загрузка...