IX

Estamos en el mar. El fresco viento del norte hincha las velas. Partimos antes del amanecer para aprovechar los vientos favorables. Nos empujan a gran velocidad a lo largo de la costa de Campania. Tengo escalofríos, aun cuando los rayos del sol caen casi verticalmente desde el cielo y una vez más debo hacer uso de mi bacinilla porque los intestinos no retienen lo que he confiado a mi estómago. Es curioso… cuando marchaba al combate en mis años mozos, me acometía el mismo malestar. ¡Fuera, miedo detestable!

Miro hacia el este y reconozco la Campania, sumergida en una bruma blanco lechosa, fecunda tierra romana y, no obstante, tan helénica aún como en aquellos días en que fue colonia griega. Su gente habla griego todavía, y se viste a la usanza de los griegos. Jamás hice el intento de hacerlos cambiar, pues de todas las provincias la aquea es para mí la más querida, a diferencia de mi divino padre, cuyas preferencias lo inclinaban más por Egipto. Yo valoro la sabiduría y el arte de los helenos, más aún, me he esforzado para que los jóvenes romanos reciban la educación escolar de los griegos. Prohíbo enérgicamente que cualquiera afirme lo contrario, porque yo introduje en Roma las escuelas latinas (antes, algo inconcebible), en las cuales se enseñan textos latinos. ¿Acaso Virgilio, Horacio y Catulo no son dignos de ser estudiados en su lengua vernácula? Sí, lo son. Lo son, aunque en lo más íntimo de su ser eran griegos, o precisamente por eso, y por haber sido formados en la cultura y el espíritu griegos, por ser discípulos de Platón, Sócrates y Epicuro y todos juntos admiradores del cantor ciego. Son ellos, pues, quienes deben guiar a la juventud romana hacia los poetas y filósofos de los griegos, hacia su idioma y escritura tan distintos a los nuestros. Debéis saber que solamente es un vir vere Romanus aquel que habla las dos lenguas, la nuestra y la de los griegos.

Desde hace varias generaciones el efebo romano es educado según el modelo griego. En uno de los innumerables tenduchos, detrás del Foro, aprende esforzadamente de los menospreciados ludi magister el arte de escribir en tablillas de cera y escapar a su bastón danzarín. El grammaticus se hace cargo del niño cuando este cuenta doce años y le enseña lenguaje, sintaxis, estilo y métrica hasta que viste la toga virilis. El romano no puede entrar a la escuela de retores sin esta preparación. Allí aprende lo que hace a un auténtico orador, pues lo que lo distingue no es su lenguaje fácil o el colorido sonido de su voz, sino el flujo de sus ideas. Un tartamudo sabio cosecha más prestigio que un cantor tonto. Sin embargo (ya empiezo con las restricciones), ningún orador ha logrado lo que se cuenta de un flaustista frigio, que hizo perder la razón a un semejante con su arte.

Lo que distingue al romano del griego es el objeto de su educación. Un romano versado en todas las artes del espíritu, las pone al servicio de la res publica, y las artes que carecen de un propósito, cuando son toleradas, se permite que las cultiven aquellos que carecen de la aptitud práctica para la política. Si Virgilio, Horacio y Catulo hubieran sido griegos por nacimiento, los hubiesen adornado con los laureles de los sabios, pero como romanos no se les tributa más que el honor del arte, mal pagado por añadidura, siempre y cuando no cuentes entre tus admiradores con un Mecenas o un César. Un Marco Tulio Cicerón, un Marco Terencio Varrón, que pensaban como griegos, pero actuaban como romanos, no cosecharon fama y fortuna con sus cabezas sino con sus posaderas, que en el momento indicado ocuparon las sillas de cuestor, pretor y cónsul, y la de tribuno de la plebe y pretor respectivamente, lo cual, como se vio en la época de las guerras civiles, no requería en realidad sino un trasero ancho y aguantador.

En cambio, en la provincia griega, jamás fue requisito para las artes del espíritu investir un cargo oficial, al contrario: solo los más cultos, inteligentes y cuerdos eran llamados al desempeño de sus cargos, en base a esas virtudes. Pensad en los Siete Sabios, cuyos nombres resplandecen en lo alto de las puertas del templo de Apolo en Delfos, no porque sus aceros fueran más afilados que el del adversario, ni sus flechas más raudas. Rápidos eran sus pensamientos, cortantes sus reacciones y ningún heleno nombró arconte a un Solón porque invistiera ese cargo casualmente, sino que se referían a él, llenos de respeto, como al sabio legislador Solón. De Quilón, el segundo Sabio, no se alaban sus cualidades de estratega que hubieran bastado para honrar al romano más capaz, sino su sabiduría de la vida que le permitió hacer de Esparta la primera de las ciudades del Peloponeso. El tercero, Tales de Mileto, no alcanzó fama porque convocó a la unidad a las ciudades jónicas para hacer frente a los persas, sino porque de su cerebro nació la idea de que el ángulo circunferencial en la hemiesfera siempre es un ángulo recto. A Demetrio de Falero, el cuarto, lo conocemos menos como estadista ateniense que por sus escritos filosóficos, y lo mismo rige para Cleóbulo de Lindo, el quinto de la serie. Si Pitaco de Mitilene, el lesbio de pie plano, hubiera sido romano, no se hubiese sabido de él mucho más que el hecho de que venció al olimpiónico Frimón en combate cuerpo a cuerpo en la guerra de los atenienses, pero para los griegos fue mucho más importante su sabiduría que el celebrado triunfo en el campo de batalla, y dejaron asentados por escrito cada una de las sabias sentencias para legarlas a la posteridad, como aquella con la que rechazó la cesión de unas tierras por parte de los habitantes de la isla, para distribuirlas entre los pobres. En esa ocasión dijo: "Tener lo mismo, es más que poseer más". Según el dictamen de los romanos el séptimo de los Sabios, Bias, habría prestado a su pueblo el mayor servicio, cuando supo engañar con astucia a AMates, rey de Lidia, durante el sitio de Priene, en cuanto a que no había provisiones en la ciudad. Sin embargo, los griegos retuvieron sus palabras y discursos, porque los tuvieron en mayor estima que sus triunfos militares.

Si la posteridad me aplicara la misma escala, a mi Imperator Caesar Augustus Divi Filius, no me atrevo a imaginar lo que quedaría de mi fama. Tengamos en cuenta que un Tales, un Platón y seiscientos años de filosofía no provocaron sino que siempre el más fuerte domine al débil. Esto lo atestigna un viejo romano sumido en sus cavilaciones…

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