LXXXV

¿Dónde concluí ayer?… ¡Ah, sí! Escuchad el curso que siguió la vida.

Al principio preponderó la curiosidad, cuando la fabulosa reina egipcia emprendió viaje a Roma, según mandó divulgar, para renovar el pacto de ayuda que su padre, el flautista, había celebrado con los romanos. Jamás oculté mi odio hacia esa ramera faraónica, pero no puedo negarle su olfato para lo provechoso. Como si conociera a los romanos mejor que ellos a sí mismos, no se presentó como soberana de un estado extranjero, sino como el personaje de una fábula, de otra estrella, rodeada de animales salvajes del desierto. Esclavos negros arrastraban la litera pintada de colores chillones, otros le daban aire fresco con abanicos de plumas de pavo real sujetos a varas de la altura de un árbol. Su atavío refulgía de oro y piedras de colores, pero, con perdón de mi divino padre Julio, no puede decirse que la egipcia fuera bella. Seguramente, la elevada toca que llevaba en la cabeza tenía la misión de disimular su estatura de enana (en Germania conocí mujeres cuya talla era dos veces la de la egipcia), su nariz se asemejaba al pico de un águila y los ojos, delineados con pintura negra, no se alcanzaban a ver, si bien me acerqué hasta unos pocos palmos.

Lo recuerdo bien, me encontraba sobre las gradas del templo de Vesta, junto con Marcio Filipo, el segundo marido de mi madre Atia. De pronto, me percaté del lío que la extranjera traía sobre el regazo. Filipo también lo vio.

– ¡Mira -dijo-, a ese debes temer!

– Sí -asentí-, Cesarión.

– ¿Un Cesarito? -observó-, ni siquiera eso, un bastardo.

– ¿Cómo pudo hacerme esto el Divus Julius? -me quejé.

– Tu madre Atia vierte lágrimas por esta afrenta -dijo Filipo.

– Ella no debe llorar.

– Entonces sé un hombre y procede.

Lo miré, pero Filipo guardó silencio, aunque su mirada firme delató sus pensamientos. De súbito, empecé a temblar de la cabeza a los pies. Me abrí paso entre las hileras de curiosos, corrí a casa y llorando de rabia me abracé a mi madre Atia. Cuando inquirió el motivo de mi excitación le informé del humillante encuentro y ella me estrechó como a un pequeño y me dijo que no debía preocuparme, pues no permitiría que me despojaran de mi herencia. Me oculté entonces un día y una noche en los jardines pues mi llanto de impotencia era incontenible.

Esta pena del corazón debilitó mi cuerno al extremo que rechacé todo alimento, ora no podía retenerlo, ora no me pasaba por la garganta, ora lo devolvía, ora no lo digería. Me sentía entonces más próximo a la muerte que a la vida y una ardiente fiebre estremecía mis miembros como las ramas de una encina al soplo invernal del aquilón. Con buenas intenciones, Atia veló por mi prestigio al hacer divulgar la noticia que había sufrido una insolación durante la preparación de los juegos romanos.

El Divus Julius no toleraba a los enclenques, pero este padecimiento lo había experimentado en carne propia, de ahí su costumbre de evitar los rayos solares. En realidad, en aquellos días Musa ya sospechaba que tenía piedras en mis órganos, una enfermedad que arrastro conmigo hasta el día de hoy como una carga del destino y hoy como entonces procuro aliviarme con lithospermum, también conocido con el nombre de trigo de Zeus o hierba de Heracles y que como todas las plantas medicinales exhibe una belleza seductora. La planta crece en la isla de Creta, alcanza hasta unos quince centímetros de altura, sus hojas duplican el tamaño de las de la ruda y sus tallos leñosos tienen el grosor de un carrizo. En el lugar de inserción de las hojas en el tallo, centellean como perlas pequeñas piedrecitas como engarzadas por un orífice. Estas piedrecitas molidas y bebidas disueltas en vino blanco, disgregan las piedras del cuerpo y alivian el dolor. Me curé con la ayuda de Esculapio a quien sacrifiqué un pollo, según la antigua usanza.

Atia me instó entonces a buscar la proximidad de Julio, pero mi divino padre había abandonado Roma hacía mucho para recorrer a prisa la carretera rumbo a España, con el propósito de pedir cuentas a los hijos de Pompeyo, Cneo y Sexto. Yo lo seguí por mar, sufrí un naufragio y fui maltratado por los piratas, pero logré llegar al sur de la península antes de que se librara la decisiva batalla de Munda. De acuerdo con la recomendación de mi madre no me aparté del lado del Divino, ni siquiera cuando la suerte amenazó abandonar a Cayo en la guerra y los primeros buscaron su salvación en la huida. En esa ocasión, Cayo Julio César recorrió las líneas de combate vociferante, profiriendo terribles amenazas, cual un bestiario en su lid con los leones. Temí por mi vida y confieso por Marte que esperaba medroso la oportunidad de escapar, cuando mi mirada se cruzó con la suya. Hoy tengo la certeza que ese breve instante decidió mi vida.

– ¡Huye! -me gritó Julio con ojos centelleantes-, ¿Por qué no huyes como los demás, hijo de mamá?

No quise conceder este triunfo al Divino y por eso grité con voz más atronadora que la del César: ¡Malditos cobardes! ¿Y vosotros pretendéis ser romanos?

– Se me escapó un gallo, pero el gritar me quitó el miedo.

Hoy sé que el Divino Julio también combatía el miedo con sus gritos, pues después del victorioso combate, admitió que a menudo había peleado por el triunfo, pero jamás hasta entonces por la vida.

Después de Munda, que costó la vida a 30.000 pompeyanos (sólo Sexto escapó a la masacre), Cayo Julio César me amó como a un hijo, aun cuando nunca se podía saber qué pasaba en su interior en un momento dado. Días enteros escondió la cabeza en el hueco del brazo, porque lo torturaban punzantes jaquecas. La "santa enfermedad", también llamada por los médicos epilepsia, porque las personas se desploman como guerreros heridos tan pronto hace presa de ellas y se anuncia mediante letargos de larga duración. Cuando alcanza su punto culminante provoca espasmos de los miembros como en un sacerdote de los oráculos en trance. Más de una vez gocé de este hermoso y estremecedor espectáculo, cuando la divinidad se apodera del cuerpo, y nunca comprendí por qué esto es una gracia que sólo es concedida a unos pocos.

El Divino recorrió sin darse tregua las provincias hispanas y fundó nuevas colonias: Nova Cartago en el sur, Tarraco en el norte e Hispalis y Urso cerca de las Columnas de Hércules, y en setiembre, después de una ausencia de medio año, regresamos a Roma. Extenuado por las fatigas de la campaña y los frecuentes desvanecimientos, el Divino se retiró a su casa de campo en Lavinum. Allí se cumplió mí destino: debió ser alrededor de los idus de setiembre, sea como fuere Cayo Julio César alteró su testamento. Contrariamente a la vieja costumbre de anunciar públicamente su última voluntad durante un festín o en medio de los legionarios, guardó silencio y depositó el pergamino en el templo de las vírgenes vestales.

Por Atia, mi madre, supe que Cleopatra seguía aún en la ciudad, pero el vínculo con César se había roto. No supo decirme la razón. Hoy creo que no quiso decírmela, pues en Roma no sucedía nada sin que ella no lo supiera. De todos modos, como el Divus Julius pareció escurrírsele de las manos, la ptolomea hizo causa común con Marco Antonio.

¡Por Júpiter! Ya vuelve a alborear mientras yo confío todo esto al papel. Aurora, la de los dedos de rosa, se levanta del lecho y unce los corceles al carro de oro para que anuncien el nuevo día. Níveo rocío ha caído sobre la hierba, lágrimas que Aurora llora por Memnon, su hijo, a quien dio muerte Aquiles. Tengo escalofríos y lo mejor para un viejo como yo es buscar el calor de la cama, pero sólo me quedan ochenta y cuatro días para explicar lo que me interesa. Quiero concluir el cuadro de aquella época anterior al momento en que asumí la herencia de mi divino padre.

La derrota que los partos infligieron a Craso cerca de Carras torturó al Divino César como un dardo clavado en su carne. Cayo se hubiera consolado si sólo hubieran sido las siete legiones y 4.000 hombres de caballería, ciertamente cabeza y mano, lo que el procónsul de Siria perdiera, pero en manos de los bárbaros también cayeron todas las insignias de los romanos. ¡Qué verguenza! César planificó entonces una campaña contra los partos a través del territorio armenio, una empresa temeraria que sólo se le podía ocurrir a alguien que jamás sufrió una derrota. Signado por la enfermedad, el Divino reclutó tropas, reunió naves y dinero de los estados clientes y me encomendó hacerme cargo de la vanguardia en el puerto macedonio de Apolonia. Designado Magister equitum para el año siguiente, me puse en camino con mis amigos Agripa y Mecenas, para esperar ulteriores indicaciones en la provincia.

De esta manera no llegué a enterarme de la conspiración que se gestaba contra Cayo Julio César. ¿Contra quis ferat arma deos? Sesenta republicanos se conjuraron para asesinarlo, sesenta criaturas miserables, ¡por Plutón!, que negaron su divinidad, cuestionaron la dictadura y temieron seriamente (ya se habían encargado de hacer circular el rumor) que César quisiera hacer de Alejandría, la capital del Imperio.

Lo que aconteció en las gradas del teatro de Pompeyo en aquellos idus de marzo, no sólo fue un alevoso asesinato cometido contra mi divino padre, fue también el intento de suicidio de nuestra res publica, una burla a la humanidad que sacrificó a uno de sus más grandes. El amor a la patria (así se justificó el asesinato) hace brotar desde antiguo raras flores. Desconfiad de aquellos que predican este amor. Se parecen a atroces grillos que aman y matan al mismo tiempo.

Supe de la muerte del Divino por una carta en la cual mi madre me suplicaba regresar a Roma. Obedecí su reclamo, desembarqué sin mucha alharaca en la baja Italia y me dirigía a Roma por tierra cuando recibí una segunda carta con la copia del testamento de César: el Divus Julius me había nombrado heredero y adoptado en lugar de su hijo. A partir de entonces, llevé el nombre de Gaius Julios Caesar Divi Filius, pero más de una vez deseé haber seguido siendo el que nací: Cayo Octavio. De esto hablaremos más adelante.

Загрузка...