LXXXI

Desde hace días no puedo conciliar el sueño y me tiemblan las manos como hojas de encina. Había interrumpido mis notas diarias porque el miedo a lo desconocido es mayor que la satisfacción por lo logrado. Mi cuerpo descansa ocioso como el de un difunto y los pensamientos huyen, a veces al pasado, a veces al futuro, pues, cercano a la muerte, el cerebro está más colmado de divina inspiración que en la mitad de la vida. El estoico Posidonio, de quien Cicerón obtuvo su sabiduría, habla de un hombre de Rodas que al agonizar pronosticó a seis de sus contemporáneos cómo irían muriendo sucesivamente. Posidonio explicó esta manifestación de tres maneras: por un lado, en su proximidad a los dioses, el alma está en mejores condiciones de reconocer que a la distancia de la vida; por otro, el aire está lleno de almas inmortales, y conocer la verdad es cosa de la experiencia. Por último, los dioses tienen trato con aquellos que van a su encuentro. ¡Por Febo, el dios del conocimiento! ¡Cómo me apremia la segunda visión! En mis últimos días conozco cosas que jamás había experimentado, escucho palabras que jamás fueron pronunciadas y luego… ¡esas noches interminables! Aparecen aterradoras imágenes, tragedias en una única edad, las escenas vienen y van, el eco de las palabras se apaga, siento odio, miedo y desprecio, veo orates e impíos, pero necesito escribir lo que he experimentado. ¡Experimentado, no soñado!

La noche anterior a la víspera se me aparecieron hombres sin rostro. El primero llevaba una vida solitaria en una isla, una vida sombría y atroz, en constante temor, perseguido por visiones. El desdichado miraba todos los días al mar desde el peñasco más alto como si esperara salvación, pero, si alguien se acercaba, era para arrojarlo de la roca, al pie del acantilado había gente de mar provista de palos que descargaban sobre lo que aún se movía en su cuerpo lacerado.

El segundo ser sin cara asfixió al primero con una manta, porque a pesar de estar achacoso y decrépito, a pesar de su avanzada edad no podía morir. Un cojo antipático, de bastante estatura, cuero enjuto cubierto de pelo, una risita insidiosa que no borraba la vista de martirios y ejecuciones, su entretenimiento predilecto. Con peluca y larga túnica se entregaba a la lascivia. Al decir de los romanos, hasta la propia muerte le temía. Avanzó con el hacha hasta el altar donde el sacerdote se disponía a matar al toro, pero antes de que pudiera consumar el sacrificio, el hombre sin cara se le adelantó y le partió la cabeza con el hacha.

"¡Ah, si el pueblo romano tuviera un solo cuello!" clamó mientras culebreaba por las calles desiertas de la capital. Para los juegos en el circo, reunía ancianos y hombres defectuosos que luego dejaba a merced de las bestias.

Oderint dum metuant!' clamaba una y otra vez.

Una mano asesina puso fin a sus días y cedió lugar a un idiota que daba la impresión de que la naturaleza sólo le había comenzado a hacer dejando luego la obra inconclusa. Un engendro de miembros torcidos que no le permitían sino desplazamientos vacilantes. Su cerebro no alcanzó sino el desarrollo del de un niño y eso le hacía invitar distraído a sus banquetes a los que había mandado matar la víspera. Babeaba y moqueaba. De noche, casi no dormía, o su sueño era muy breve, y, por consiguiente. Durante el día se quedaba dormido en cualquier ocasión: durante las comidas, en el tribunal o durante una representación teatral. De hecho, jamás gobernó, sino que fue juguete en manos de otros y estos pusieron fin a su vida con setas venenosas.

También se presentó ante mí otro personaje sin cara: un jovencito barbirrojo, conducido por su madre, al que nunca le fue deparada la dicha de jugar con caballos o escuchar los cantos del poeta. No hubiera causado mucho daño, pero una ridícula soberbia, una grotesca vanidad y una enfermiza ambición fueron la causa de sus fatales aberraciones. Cantaba acompañándose con la lira durante diez horas seguidas, en un teatro colmado, cuyas puertas permanecían cerradas pues a nadie estaba permitido levantarse de su asiento. Y como el público forzado superaba el número de habitantes de una ciudad, en ese lapso moría gente y se producían alumbramientos en el teatro. Obligó a suicidarse a sus mejores amigos, que en la mayoría de los casos se cortaban las venas. Pensó envenenar a todos los senadores y encomendó a un asesino dar muerte a su propia madre. Así lo vi, sin cara. Y vi arder Roma, mi Roma, la que adorné con templos y pórticos, mientras él cantaba versos homéricos desde la torre del palacio de Mecenas en el Esquilmo. Murió por su propia mano.

"¿Quién eres?" le grité cuando su imagen se alejaba, y escuché la respuesta desalentado: "El último de sangre Julia".

No sólo me ha sido vaticinado mi propio fin. Al parecer me aguarda todavía algo peor: conocer la ruina del Estado, provocada por canallas y oscuros hombres de honor. ¡Qué sombría vejez, qué inexplicable designio de los dioses, que en vida me han proporcionado el don de Apolo! Harían bien en retenerlo, pues a nadie sirve conocer el futuro. Al contrario, nos deja desesperanzados, impotentes, desconsolados, quebrantados.

¿Qué ventaja hubiera sido para Craso, a quien los romanos llamaban dives, el rico, que en riqueza y dicha daba de comer al pueblo en diez mil mesas, saber que en el Eufrates sufriría la más indigna derrota y le sería cercenada la cabeza como a un toro? ¿Hubiera experimentado gozo Pompeyo, al que llamaban Magnus, por su tercer consulado, la victoria sobre Mitrídates y los tres triunfos si le hubiesen vaticinado el desenlace, la derrota de Farsalia y pocos días más tarde su asesinato en la costa de Egipto? Y Cayo Julio César, al que todos llamamos divus, el Divino, ¡qué tormentos hubiera sufrido mi padre de saber que sería apuñalado por sus propios amigos dos días antes de la mayor de sus campañas!

La razón me hace dudar de este repentino don, pero Areo, a quien informé del phainomenon, se refirió a los estoicos, al sagaz Crisipo de Sobos en Cilicia, a Diógenes, el babilonio, a sus discípulos y a Antípater de Tarso, un discípulo de Diógenes, que manifestó al respecto lo siguiente: si hay dioses y no predicen a los hombres el futuro, no aman al hombre o bien ni ellos mismos saben lo que sucederá, creen que al hombre no le incumbe conocer el futuro o piensan que no condice con su dignidad anunciar a los hombres con anticipación lo que habrá de acontecer. Sin embargo, nos aman, son benéficos y tienen buenas intenciones para con el género humano, y saben muy bien acerca de lo que es dispuesto y determinado por ellos mismos. Para nosotros no es indiferente conocer el futuro, pues seríamos más prudentes si supiéramos al respecto. Los dioses de ninguna manera consideran impropio para su dignidad la visión del futuro, pues nada es más bello que la beneficencia. Por lo tanto, no es concebible la existencia de dioses que no anuncien el futuro. Los dioses existen, en consecuencia anuncian el futuro. Y cuando lo hacen, también nos abren caminos al conocimiento, pues de lo contrario anunciarían en vano y cuando abren caminos, no es posible que no haya vaticinio. Por consiguiente, hay una especie de visión del futuro.

Así discurren los estoicos y yo no quiero dudar de su doctrina, puesto que en la stoa poikile recibí profundos conocimientos, por ejemplo, el que sólo el sabio es verdaderamente libre y que a un sabio no lo puede quebrantar nada de este mundo, sólo él está más allá de la dicha y el infortunio, del dolor y del hado exterior.

Esta suerte de pensamientos me sumen siempre en profunda tristeza, no los pensamientos en sí, sino el hecho de que ningún romano jamás predicara enseñanzas similares y que todo cuanto atañe al espíritu provenga de los griegos. Nosotros, los romanos, podremos dominar el orbe, desde el naciente hasta el poniente, pero el espíritu humano siempre estará dominado por los griegos, por ende también el nuestro, y me pregunto: ¿quién es el verdadero soberano del mundo? ¿César Augusto o Zenón de Citión?

Amo al padre de la escuela estoica, aun cuando está en grosera oposición a la doctrina del placer de Epicuro. Perseguir el goce, dice, significa desconocimiento del propio ser. El goce es dolor. El placer nos hace esclavos. El placer siempre busca nuevas necesidades. El placer es insensatez. Aborrezco el placer, aun cuando no estoy libre de él o tal vez por esa razón. Eudaimonia, la vida en armonía con uno mismo, siempre fue mi meta, pero al final debo confesar que sólo me moví en círculo.

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