LXV

De noche, cuando escribo, emergen ante mí innumerables rostros, pero sólo unos pocos me causan agrado. Hoy vi a Sexto Pompeyo. Era un calco fiel de su padre Cneo Pompeyo, quien había integrado un triunvirato con el Divas Julius y Craso. También se le parecía en la falsedad de su carácter. Que ambos hallaran una muerte indigna es un enigmático designio del destino: el padre fue asesinado en Egipto y el hijo en la provincia de Asia. Desde su nave anclada frente a Pelusio, Sexto debió presenciar cómo los esbirros de Ptolomeo masacraban al autor de sus días. Pudo escapar a la provincia de África y más tarde a Hispania, donde apoyó a su hermano para rebelarse contra mi divino padre.

Jamás oculté la antipatía que sentía por Sexto. La situación al comienzo de mi carrera política era bastante caótica como para que mi intrigante Pompeyo viniera a avivar las brasas. A la muerte de su padre el Senado se incautó de la considerable fortuna de esta familia plebeya. Cneo y Sexto, los dos hijos, habían sido derrotados por Cayo en la Munda española, donde el mayor de ambos perdió la vida y como Sexto Pompeyo ya no vislumbraba futuro alguno, decidió regresar a Roma para exigir la restitución de la fortuna de su progenitor.

Consiguió para sus fines la mediación de Marco Antonio e imagino que Sexto debió comprar su simpatía con pingues promesas. ¡Después de todo se trataba de 700 millones de sestercios! Antonio le procuró el cargo de comandante de la flota, praefectus classis et orae maritimae, según el título rimbombante tan propio de nosotros, los romanos. La negociación se llevó a cabo de manera tan sigilosa y rápida que Sexto ya había zarpado con la flota cuando se conoció en Roma la resolución. Estalló una tempestad de indignación y el cónsul recién nombrado Quinto Pedio, que con ayuda de la ley que mereció su nombre, Rex Pedía, instituyó tribunales especiales contra los asesinos de mi divino padre, proscribió a Sexto y le exigió la restitución del cargo y de las naves romanas. Bastante ingenuo si se tiene en cuenta que la proscripción equivalía a una sentencia de muerte. ¿Creían seriamente los patres conscripti que Sexto Pompeyo regresaría para colocar su cabeza sobre el cadalso?

Sexto no releyó siquiera a los marineros, se negó a entregar las naves y con la flota romana conquistó Sicilia, donde, apoyado por todos los infelices cuyos nombres figuraban en las listas de proscritos, gobernó como un rey pirata, capturó los barcos de Cartago y Egipto, cargados de cereales y llevó a Roma al borde de la hambruna.

En aquel entonces, todavía contaba a Salvidieno Rufo entre mis amigos. Era de una exquisita cultura, de mi misma edad y el año en que murió mi divino padre me acompañó a Apolonia. En la guerra de Perusia tuvo una participación decisiva por cuanto las catapultas de sus soldados tenían mayor alcance que las de todos los demás. Sexto Pompeyo me causaba desagrado, pero la sola idea de luchar contra él me revolvió las tripas. En consecuencia, encomendé a Salvidieno desafiarlo con los pocos barcos disponibles.

Una victoria me hubiera traído gran prestigio, pero el resultado fue otro: con su superioridad militar Sexto derrotó a Salvidieno en el estrecho de Messana, una victoria que le proporcionó mucho reconocimiento, y a mí grandes cuitas. Envalentonado y descarado, Sexto Pompeyo se apareció a partir de entonces con más frecuencia en las costas itálicas para saquear los puertos y atacar las poblaciones hasta convertirse en el horror de los habitantes ribereños.

Todavía no he logrado dilucidar en qué relación estaban Sexto Pompeyo y Marco Antonio: si este lo utilizaba a aquel como intrigante o aquel buscaba a este y procuraba ganarse su amistad, lo cierto es que llegué a saber de sus reiterados encuentros secretos. Por los motivos nombrados me pareció aconsejable arreglarme con Sexto. Nos reunimos en Misenum y manus manum lavat, concertamos un convenio por el cual el rebelde suspendería sus actos de piratería y en compensación conservaría su cargo de gobernador de Córcega. Cerdeña y Sicilia. Más aún, le prometí un consulado y la restitución de la legítima herencia de su padre asesinado. De todos modos, pensé, Sexto Pompeyo ya tenía las islas prometidas en su poder. En consecuencia mi ofrecimiento no significaba nada más que la legalización de las circunstancias existentes y, seguramente, la perspectiva del más alto cargo estatal, lo haría retomar el camino de la virtud. ¡Mañana!”

En el ínterin cedí a la petición de Sexto de sellar el pacto con una unión matrimonial entre nuestras familias, como la ya celebrada entre Antonio y Octavia a través del convenio de Brundisium. A fin de que el pacto no se malograra a último momento le propuse a mi querido sobrino Claudio Marcelo, hijo del primer matrimonio de Octavia (el niño tenía a la sazón tres años), y Sexto escogió a su hija, de la misma edad de Claudio. Ambos niños quedaron comprometidos. ¡Júpiter, qué injusticia hubiera cometido con mi sobrino si el casamiento hubiese llegado a consumarse y me colma de aflicción que a este, a quien amé como a mi propio hijo, le hiciera más tarde el mal servicio de entregarle por esposa a mi hija Julia, un monstruo, una medusa! Había abrigado la esperanza que mis concesiones harían entrar en razón a Sexto Pompeyo, pero fui defraudado. La mano del César tampoco consigue hacer de un pícaro otra cosa que un estafador.

Continuaron los asedios a las regiones costeras y el bloqueo de los puertos de importancia vital. Mis intentos de enfrentar al rebelde en el mar, fracasaron deplorablemente en su totalidad, pero yo contaba con Agripa, el amigo fiel de los días compartidos en la escuela de retores en Roma. A él encargué la ampliación del puerto de Bayas y la formación de una nueva flota y en poco tiempo cumplió con ambos cometidos, más aún, en un abrir y cerrar de ojos logró salir airoso en lo que yo había fracasado: más de una vez había tratado de cruzar hasta Sicilia y combatir a Sexto Pompeyo, pero cada una de las expediciones se malogró en virtud de la superioridad técnica y el mejor conocimiento topográfico del enemigo, pero quizá también porque el rebelde me inspiraba más temor que él que merecía. Había reclutado veinte mil esclavos libertados que sirvieron como remeros y nuestra flota había realizado maniobras durante todo el invierno, de manera que mi miedo era injustificado, pero ¡convenza a uno a quien le da diarrea cada vez que oye hablar de una batalla, una ofensa tanto para la vista como para el olfato! Por esta razón relegué en Agripa el comando supremo de la flota.

El combate naval de Milea significó cuantiosas pérdidas para ambos bandos y no hubo vencedores, Sexto Pompeyo forzó una decisión y nuestros parlamentarios convinieron una batalla naval en la bahía de Nauloco. Cuando Agripa me explicó sus planes ofensivos, hube de morderme la lengua para no ordenarle la retirada. El miedo obnubiló mis sentidos, me desvanecí apenas iniciado el combate como presa de una enfermedad mortal y quedé tendido en el suelo, con los ojos abiertos como un branquífero jónico. La noche de mi desmayo me pareció eterna, hasta que me despertaron gritos de júbilo.

Sin embargo, el regocijo por el triunfo obtenido no logró amortiguar la iniquidad sufrida. En consecuencia, juré por Marte evitar la guerra en todo lo que me quedara de vida. Aquellos que me tienen inquina lo han atribuido a cobardía, y tal vez tengan razón, pero los superan en número los que aseguran que yo soy un hombre de paz y jamás intenté sacarlos de su creencia. Pero la vejez y la mentira no se llevan bien. Quiero confesar por propia voluntad cuánto admiré la estrategia militar de mi divino padre Cayo Julio César, sus guerras y sus victorias, y no menguará mi prestigio frente a la posteridad si admito que las expediciones conquistadoras del gran Alejandro me impresionaron, y nada me ha parecido más digno de aspiración que llevar las insignias de campo romanas hasta el Indo y el Ganges, dejando en la arena la huella cruenta de una fuerza indomable. Lamanteblemente, los primeros intentos fracasaron cuando reconocí que la sola idea de la sangre y los dolores, secuelas inevitables de la guerra, me invalidaba para la lucha.

Por lo tanto, de todos los títulos honoríficos que el Senado y el pueblo me han otorgado a lo largo de mi vida, el de imperator es la mayor zalamería, pues jamás fui general. El sentimiento de mi excelsitud nunca me hizo dudar de lo justo de la divinidad: yo soy Augusto, el excelso, yo soy pater patriae, el padre de la patria, pero del título de imperator siempre me separó un mundo. En aquel entonces, cuando después de ganada la batalla me fue conferido por aclamación el titulo de emperador, recibí el honor agradecido, pero temeroso del papel que haría si llegaba a conocerse mi comportamiento durante las operaciones. Por esta razón, me despojé del nombre Cayo y reconocí el titulo honorífico imperator como praenomen imperatoris. En consecuencia, adopté la denominación imperator en lugar de Cayo.

Nos habían quedado diecisiete naves…

Aquí voy a suspender la escritura. Un rumor extraño en mi vientre promete aliviarme de mi estreñimiento.

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