XCIX

Si fuera Júpiter, todas las noches levantaría la mano imperiosamente para conjurar a la madre del sueño, de la muerte y de los sueños. Así como Júpiter, gimiente de gozo en los brazos de Alcmena, la lujuriosa esposa del rey tebano, duplicó la noche de un manotazo para engendrar a Heracles, yo la reduciría a un instante, pues si empiezas a contar los días la luz se hace cada vez más escasa, y la oscuridad se te antoja interminable. La noche trae pensamientos sombríos. De joven, elogias de noche los días bellos y por la mañana a las bellas mujeres, pero cuando eres anciano no encuentras motivo para lo primero, ni oportunidad para lo segundo. Te arrastran en una silla de mano de un lugar a otro, pues tu presencia se considera indispensable, pero con los años te das cuenta que no es contigo con quien se quiere tener trato, sino sólo con tu nombre. Si hoy fuese aún aquel y no el ser al que dieron a luz, contra mi voluntad como se asegura, ningún individuo se preocuparía por el hijo de aquel C. Octavio y Atia, aun cuando ella era la sobrina del divino C. Julio César. Pero como Augusto, como Imperator Caesar Augustus Divi Filius, siempre hay alguien que me busca para atrapar un rayo del brillo de mi nombre, no para honrar al Excelso, sino al contrario, para elevarse a sí mismo.

Cuando era Pontifex, Praefectus urbi feriarum Latinam causa lo recuerdo bien, nadie buscaba mi cercanía, pues me relacionaban, a mí, un advenedizo, con una familia nada distinguida y por añadidura proveniente de provincias, aun cuando, precisamente, Saturnia tellus, la tierra provinciana de Italia, engendró a los más grandes en el presente. ¿Acaso Virgilio, comparable a los dioses, no respiró en los comienzos de su existencia el aire claro en Mantua del norte? ¿Acaso Horacio no dio sus primeros pasos en la Venusia apúlica? Y el viejo Livio (ab imo pectore, le llevo cuatro años), el que escribió la historia de Roma en 142 libros, de acuerdo con el correr de los años, ¿no era oriundo de Patavium (Padua), una ciudad que hacía fruncir la nariz en Roma? En consecuencia, casi es un honor para mí que después de darme a luz en Roma, bajo el consulado de Marco Tulio Cicerón y Marco Antonio, mi madre Atia me criara en los Montes Albanos, en Velitrae, que hizo frente a Roma durante más tiempo que las demás ciudades provincianas.

A aquel que me engendró (los dioses 'también requieren de la procreación) no le debo nada y por esta razón tampoco lo llamo "padre", pues tu verdadero padre no es quien puso la semilla, sino aquel que te reconoce como hijo. En consecuencia, no llevo el nombre Cayo Octavio ni el apelativo Thurinus, como ese primer esposo de mi madre, por haber derrotado exitosamente a los esclavos fugitivos en Thurii. ¿O se atrevió alguien jamás a llamarme por ese nombre? ¡ *Quos ego!

Todavía no contaba cinco años cuando Octavio murió en Nola. Quien quiera recoger luto, debe sembrar amor: yo no lo lloré. No lloré sino, cuando a un año escaso de luto, Atia puso sus ojos en L. Marcio Filipo, el gobernador de Siria que regresaba a la patria, pues nunca me pareció mi madre más hermosa y deseable que durante ese breve año de luto, con los cabellos sueltos como una meretriz del puerto. Jamás volví a sentir una sensación tan placentera como cuando me llevaba a la cama con ternura y sus cabellos dorados caían sobre mí como el ralo ramaje de un abedul de la Campania. Le tocaba entonces los senos turgentes y ella no se resistía a mis caricias porque creía que era tan sólo un niño. Sin embargo, ser niño no es una cuestión de edad y así como el Senado me autorizó más tarde a investir todos los cargos diez años antes del tiempo establecido por la ley, en los días de mi niñez ya era un hombre. Seguía a Atia con sigilo cuando se retiraba a su cubiculum para cambiarse de ropa y soltaba las fíbulas que aseguraban la túnica a sus hombros. Su desnudez excitaba entonces mi priapus más que la miel a mi lengua.

L. Marcio Filipo me privó de ese goce infantil cuando se casó con mi madre, y todavía lo aborrezco por ello. Aun cuando Marcio estaba leatmente del lado de mi verdadero padre César, lo castigué con un profundo desprecio. Después de robarme a mi madre, intentó privarme de mi verdadero padre, al intimarme a rechazar su herencia. Era muy joven en aquel entonces y no hacía aún cinco años que vestía la toga virilis. Estaba en una edad en la cual tu raciocinio es aún flexible como una vara de sauce. Vacilé en obedecerle, pero el deseo de mi padre divino de que llevara su nombre y asumiera los derechos legados a su familia me hicieron olvidar todos los escrúpulos.

Muchos me echaron en cara entonces que no me importaba sino la fortuna del Divino, de la cual me había prometido las tres cuartas partes. De todos modos fueron rumores difundidos por los secuaces de Cneo Pompeyo. Naturalmente, hoy sé por qué vomitaron veneno y hiel: Cayo Julio César, mi divino padre, alteró muchas veces su testamento para confiarlo luego a la custodia de la vestal más anciana del templo. Soldados con los que discutió a menudo su última voluntad aseguraron de manera fidedigna que medio año antes de su deceso Julio había instituido a Pompeyo como principal heredero. Mi acogida en la estirpe Julia me significó más que unos millones de sestercios, pues aun cuando había muerto, en Cayo Julio César tuve a un padre, más grande que todos los padres, un padre, cuyo antepasado Jullus era un hijo de Eneas, y su madre original Venus Genetrix . De todo esto quiso privarme el segundo marido de mi madre. ¿No es entonces justificado mi odio?

Es casi la hora nona y un calor abrasador se cierne sobre la ciudad. Ordené al esclavo portero que no permitiese la entrada a nadie, ni siquiera a Livia, para que no perturbaran mi ligera siesta. No quiero que nadie se percate de mi secreta actividad, no quiero que se conozcan mis anotaciones en tanto aún respire. Mientras viva quiero seguir siendo aquel que hicieron de mí el Senado y el pueblo de Roma: Pater patriae, Pontifex Maximus, el excelso llamado Imperator Caesar Augustus Divi Filius.

En tanto viva, deberán mantenerse en mi gobierno las virtudes de la honradez, el carácter pacifico, la probidad, la honestidad y la virtuosidad, y no debe llegar a conocimiento de nadie que el soberano obró con falsedad, ánimo pendenciero, falta de sinceridad, venalidad e inmoralidad, porque él también es un romano, un vir vere Romanus.

Además, quod licet Jovi, non licet bovi, y por último, puedo abonar en mi favor que el imperio no se rige por ideas, sino por hechos. Las ideas son los brotes de un árbol y los hechos sus frutos. Siempre fui un hombre de acción. Si hubiera meditado largo rato en aquel entonces, cuando todos me aconsejaban rechazar la herencia de César, porque Marco Antonio, ese perro, se había adueñado del dinero del Divino, mientras yo, ignorante de todo, permanecía en Apolonia, la última voluntad de mi padre jamás se hubiera cumplido. Más tarde me hubieran colocado en fila con los asesinos de César, y dudo que esa infame fechoría hubiera sido jamás purgada. De este otro modo, partí con mis amigos M. Agripa y A. Salvidieno Rufo de Apolonia, donde me había enviado mi padre para preparar una campaña contra los persas y me dirigí a Brundisium. Nos trasladamos en una nave en la cual se habían cargado todos los dineros previstos para la campaña, pero la suma estuvo lejos de alcanzar para satisfacer el designio del Divino de distribuir 300 sestercios entre los menesterosos de Roma (deben haber sido 150.000). Por consiguiente, subasté una considerable parte de mi fortuna personal y de este modo satisfice la última voluntad de mi padre Cayo Julio César. Marco Antonio supuso que yo no reclamaría la herencia y en el ínterin había dilapidado la fortuna de mi padre para saldar sus inmensas deudas y otorgar generosos sobornos.

Antonio pertenecía a esa clase de amigos que es mejor no tener. Por su naturaleza y carácter se diferenciaba apenas de su padre, un hombre ambicioso y ávido de placeres, quien después de muerto fue bautizado con el mote Cretio, porque murió en Creta a manos de los piratas. De tal padre tal hijo: Antonio se apropió de la fortuna de mi divino padre, pero me legó las obligaciones. Yo era todavía demasiado joven para enfrentar a ese individuo insidioso. Fui yo quien levanté la pira para el Divino, cerca del sepulcro de Julia. Yo adorné con un catafalco la tribuna del orador en el foro, donde pendía la túnica manchada que llevaba cuando lo mataron. Lloré ardientes lágrimas cuando se alzaron las llamas de la pira y cualquiera pudo verlo. Fui yo quien realizó los juegos prometidos por mi Divino padre en honor de Venus, aunque el Senado se mostró expresamente adverso y amenazó pedirme cuentas por ese "sacrilegio". Sin embargo, cuando el primer día de los juegos apareció un corneta en el cielo en la hora undécima y el fenómeno se repitió en cada uno de los diez días de los juegos y más aún, llegaron mensajes de todas las partes del imperio para anunciar que habían visto al Divino ascender al cielo dejando tras de sí una ancha estela de plata; aun aquellos que antes me habían censurado, alabaron mi lealtad filial y el fenómeno celeste se llamó sidus Julium.

En aquel entonces contaba diecinueve años. ¡Ah, si volviera la juventud! Diecinueve años impetuosos y yo apremié al Senado para que me acogiera en sus filas. Jamás un romano de menor edad había compartido las gradas con los Patres conscripti. Por cierto, recuerdo bien que me alegré de llevar, contrariamente a mi costumbre, la barba de luto, porque creía que mi rostro lechoso brillaría como una flor primaveral entre la seca hojarasca otoñal. Pero así sucede en la vida de un hombre: una de tus mitades desea firmemente que se reconozca tu verdadera edad, la otra anhela que te calculen unos cuantos años menos. Jamás vives tu verdadera edad.

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