XXXIX

Yo, Imperator Caesar Augustus, gobierno sobre un imperio que responde a la voluntad de los dioses en su totalidad. ¿De qué otra manera se explicarían los portentos más frecuentes que todas las crueldades de la naturaleza, maravillas que surgen de un lugar y no en otro, lo cual sólo está relacionado con la magnitud de este imperio y la peculiaridad específica de sus comarcas? No quiero hablar de Epiménides, Pitágoras o Empédocles, quienes con ayuda de la ciencia realizaron cosas de dioses, tampoco mencionaré los oráculos ni los sueños de los hombres porque de todos modos son conocidos como señales de los dioses, ¡por la divinidad de Summanus!, aquí sólo se hará mención de los portentos de la naturaleza en el este y el oeste, el sur y el norte del imperio que nos parecen misteriosos en el lugar donde acontecen, pero que no se toman como extraordinarios, pues así decía Cicerón, la costumbre es una segunda naturaleza.

En Samosata, la provincia de Siria borbotea cieno ardiente en un pantano llamado Malta, y todo aquel que entra en contacto con la sangre negra de la tierra queda envuelto en llamas corno una tea. Lúculo y sus soldados conocieron esta brea cuando sitiaron Samosata: soldados y armas ardían en llamas y ni el agua era capaz de extinguirlos, sino sólo la arena y la tierra. En otros lugares, la brea recibe el nombre de nafta. Una vez encendida se consume sin detenerse ante nada que se ponga en contacto con ella y hasta las piedras que generalmente no alimentan el fuego, empiezan a arder contra natura. Medea, la hija de Aetes, rey de Cólquida, experta en cuestiones de magia, debió matar de esta manera a Creusa, hija de Creón, su rival en el amor de Jasón, arrojándola a las llamas del holocausto después de mojarla en nafta.

Si aquí arden los pantanos, en otras partes las montañas vomitan fuego, las montañas de Hefaisto, las chimeneas candentes del dios cojo: el Etna en la isla de Sicilia, el monte Cinmera en Licia y el Cofanto en Bactriana, más aún, islas enteras están en llamas como Hiera Hefaiston en las islas de Eolia, que durante la guerra de los aliados amenazó quemarse como un leño ardiente, hasta que víctimas propiciatorias del Senado extinguieron el fuego terráqueo. Los antiguos informan que en una ocasión ardió la superficie del lago Trasimeno, lo cual sería particularmente asombroso, pues desde entonces jamás se observó un fenómeno similar.

¡Qué multiplicidad de portentos! Si bien los dioses buscaron a menudo su salvación en cavernas y montañas o en las hendiduras de las rocas, acecha en algunas mortal infortunio. Las grutas de Caronte, el botero desdentado que boga sobre el Aqueronte, están diseminadas por todo el imperio como una peste maloliente. De cuevas con corriente de aire emanan vapores letales. A apenas dos días de travesía, en Sinuesa y Puteoli salen del interior de la tierra vapores capaces de adormecer y matar. En el país de los hirpinos, en el valle de Amsanctus, rodeado de sombríos árboles y entre escarpadas paredes rocosas, hay un lugar del terrible Plutón que ningún curioso abandona con vida, porque las emanaciones tóxicas nublan sus sentidos y lo matan. Encontramos un fenómeno similar en la Hierápolis frigia, cerca de la frontera con Caria, donde se levanta el templo dedicado a Cibeles, la Magna Mater. Si un profano penetra en el recinto sagrado sufre un desmayo paralizante y una atormentadora agonía. Los sacerdotes de Cibeles no entran en el templo sin rezar devotas oraciones y de este modo escapan al mortal hálito.

De ordinario, las islas están firmemente ligadas a la tierra por su base y su posición no varia jamás, pero en las provincias lejanas hay islas que derivan sobre las aguas como balsas y trepidan bajo los pies como terreno cenagoso. En la provincia de Lidia se llama islas de Calamina a estas tierras flotantes que derivan al empuje de los vientos y hasta pueden ser movidas mediante varas. En la guerra contra Mitrídates fueron un refugio para muchos. Encontramos fenómenos parecidos en Ninfaion, pero también en Cécuba, Mutina y Reate. A setenta estadios de esta última localidad se encuentra Cutilia, la ciudad de aborígenes, y un lago epónimo con un bosque flotante que diariamente cambia su posición. Por el mismo fenómeno ha cobrado fama el lago Vadimonio, un ojo de agua en el sur de Etruria. En Caria, donde el meandroso río Harpaso riega la provincia de Asia, se encuentra una roca flotante que puede ser movida con un dedo y, sin embargo, esa piedra opone resistencia a cualquier fuerza.

Ningún elemento nos ofrece un enigma mayor que el agua, distinta en su especie, según su procedencia y grande e infinita como el imperio en la multitud de sus apariciones. No voy a referirme al agua que aquí es fría como el hielo y allá borbotea de la tierra, caliente como un baño de vapor. Tampoco al agua dulce que encontramos en el mar como en Gades o frente a las islas Celidónicas. Aquí hablaremos de los verdaderos enigmas del líquido elemento como la fuente de Dodona. En la provincia de Macedonia, donde Júpiter se manifiesta en el murmullo del roble sagrado, borbotea un manantial de agua fría. Si el visitante sumerge en ella una tea encendida, se apaga, por cierto, esto no es nada extraordinario, pero lo desconcertante es el fenómeno inverso, pues si te acercas a la fuente con una tea apagada, las borboteantes aguas de Júpiter la encienden. En Iliria, donde me sorprendió la noticia de la muerte de mi divino padre, tropezamos con un fenómeno similar: si los habitantes del lugar tienden ropa sobre el agujero de una fuente, esta se prende fuego espontáneamente, aunque el agua que brota de la tierra es fría y no evidencia llamas.

Son tan variados los portentos de las fuentes que el agua del río Asiaques en la región del Ponto da a la leche de las yeguas coloración negruzca. Los habitantes del Pontose nutren con esta leche negra y se distinguen de los pueblos vecinos por su longevidad. Las aguas del Linquestis, en la alta Macedonia, que fluyen hacia el Erigon, embriagan. Se las llama aguas agrias y su efecto no es sino el del vino. El agua de la fuente que se encuentra en el templo de Pater liber en la isla de Andros también sabe a vino, pero sólo una vez al año, en las nonas de Januarius, por lo que en Andros este día recibe el nombre de "regalo de dios", y no dudo de este fenómeno, aunque no lo haya comprobado personalmente, pues informó de él Muciano, cónsul por tercera vez, después de verlo con sus propios ojos. Por increible que suene, en Ilión, el río Janto tiñe de rojo a los vacunos que beben sus aguas; el río Melas de Beccia, que surge de la tierra en Orcomenos, ennegrece a las ovejas, mientras que el Cefiso, que baja por las laderas del Parnaso, las blanquea.

Nadie vaya a creer que todos estos fenómenos están limitados a las provincias lejanas y se los exagera y multiplica camino a Roma, como un rumor del suburbio Trans Tiberim que se infiltra en el Palatino, pues también en nuestra más inmediata proximidad tenemos fenómenos parecidos: en el sur de Etruria, donde el Treia desemboca en el Tíber, donde se encuentra Falero, que se alzó contra Roma después de la Primera Guerra Púnica, el agua de los ríos blanquea los vacunos.

¡Qué grandes, qué diversas, qué inquietantes y desconcertantes son las obras de la naturaleza en este Imperium Romanum! Tan infinitas como el desarrollo de sus fronteras. Del mar surgen tierras y, de repente, como si los dioses quisieran restablecer el equilibrio, las aguas se tragan islas. Por voluntad de Júpiter, Sicilia fue separada en tiempos remotos de Italia, Eubea de Beocia, Chipre del triángulo Cilicia-Siia, Besbico de Bitinia y Leucosia de la precordillera de las Sirenas en la Campania meridional. Se hundieron en el mar tierras como la isla Atíantis, llorada por Platón, y que dio su nombre al océano occidental o Acarnania en el mar Jónico, cuyos habitantes se ufanan de no salir jamás sin armas. Después de un seísmo en la bahía de Corinto, quedaron sumergidas las ciudades de Helice y Bura, y Cea, la más bella de las islas Cicladas, se hundió como una piedra en el hielo a 30.000 pasos. El Ponto se tragó a Pirra y Antisa, levantadas a orillas del mar Meótico, que por su poca profundidad podría ser más bien un charco, pero por su extensión es un mar. Y cuando no es el mar el que calma su hambre insaciable, la tierra se devora a sí misma como en Tíndaris, la más leal de todas las ciudades sicilianas, mi respetable colonia que quedó reducida a la mitad a causa de un violento deslizamiento de tierra. El propio César enfrenta desconcertado la insondable voluntad de los dioses. Tíndaris demostró a los romanos su más firme lealtad durante las Guerras Púnicas, así como durante los disturbios causados por las sublevaciones de esclavos. ¿Por qué, nos preguntamos, fue tragada de la faz de la tierra Cárice junto con el monte Cíboto, por qué Sipio, a orillas del río epónimo, en la provincia de Asia, donde los romanos vencieron al seléucida Antioco?

Los mares que rodean al imperio por todos lados reconocen en la luna a quien los gobierna, pues como el imperio tiene una interminable extensión y la acción de la luna cambia según el punto de mira del observador, los movimientos del mar parecen diferentes, múltiples y portentosos. El mar se hincha dos veces entre dos salidas de la luna y dos veces retrocede en ese mismo tiempo, al menos así sucede en suelo itálico. En otras partes sus movimientos parecen más frecuentes como frente a la isla Eubea, donde la pleamar y la bajamar alternan siete veces, y con mayor violencia, como en el norte de Britania dónde hay una diferencia de ochenta varas en las mareas.

Los dioses se muestran adversos o amistosos como las aguas en las que habitan, cordiales y bien intencionados respecto de los hombres como Neptuno-Poseidón, a quien se le han erigido dos templos en Roma, o repulsivos como Forquis, el padre de Escila a quien Ulises debió sacrificar seis de sus compañeros, sabios como Proteo el pastor de los habitantes del mar, o terribles como Tritón, el demonio marino con cuerpo de pez. La luna purifica constantemente las aguas marinas y amontona en Mesina todas las inmundicias. A este fenómeno se debe la leyenda, según la cual tendrían allí sus establos los vacunos del sol. Otros, y entre ellos nada menos que Aristóteles, afirman que la gente se muere durante la marea baja, jamás durante la pleamar. En la provincia gala esta aseveración fue observada y ratificada en su exactitud.

Se dice que la luna trae en sí el hálito de la vida y los cuerpos se hinchan al aumentar la luz, lo cual fue observado en las ostras y otros animales sin sangre. De este modo, se dice, (yo no puedo comprobarlo) también se multiplica la sangre del ser humano al crecer la luna y la misma potencia hace aumentar la savia de plantas y hierbas. Data de tiempos muy remotos la controversia acerca de si la luna debe considerarse un cuerpo terrestre, como lo aseguraron Anaxágoras y Demócrito, o si su composición es diferente y extraña, una opinión avalada por los estoicos, Platón y Heráclito. Pero griegos y romanos comparten la idea de que por sus cualidades de nutriente, creciente y clemente, la luna es un astro femenino, mientras el sol, con su calor abrasador debe considerarse su contraparte masculina. Si el sol encuentra su alimento en el mar, la luna succiona su humedad de las aguas dulces de la tierra.

El imperio es tan inmenso que el viento huracanado que se levanta con devastadora fuerza en sus límites, alcanza el centro como una débil brisa, agotado por la larga travesía por tierra y por mar. El imperio es tan dilatado, que las temidas tempestades de las provincias no son conocidas ni de nombre en Roma, porque jamás soplan fuera de una zona determinada. Por esta razón, tampoco se conocen en las provincias los vientos del suelo itálico. El tiempo en el que – como dice Homero – sólo habría habido cuatro vientos, ha quedado muy atrás, y Eolo, que en una ocasión tuvo prisioneros a los vientos en una isla flotante, cuenta hoy cien hijos e hijas y resulta difícil citarlos a todos por sus nombres: Volturno, Fénix y Ostra o, en la lengua de los griegos Euro, Euronoto y Noto, Africo llamado Libs por los griegos, Libonoto o como se llamen. En las provincias se conocen en general los etesios, vientos fuertes, aun cuando aquí y allá braman con diferente violencia y en diferentes direcciones. Nosotros, los romanos, miramos hacia el sur, de donde vienen a mediados de julio y duran cuarenta días; en España y en Asia soplan del este; en la provincia Aquea, del nordeste. En tanto los etesios no dejan de soplar, los griegos se abstienen de realizar cualquier expedición de guerra al norte, pues sus artes navales son modestas y sus marinos no están en condiciones de gobernar sus veleros contra el viento.

Es tan inmenso el imperio que se desconocen las fuentes de los ríos que atraviesan la tierra en todas direcciones. Al menos, en lo que atañe a los ríos más grandes. Mientras unos dicen que el Nilo tiene su origen en el oeste de la provincia de África, otros aseguran que la interminable corriente arrastra sus aguas desde la India. Y el propio Petronio, prefecto de Egipto a principios de mi gobierno, no pudo desentrañar el misterio, pero reconoció el error de Herodoto que fijaba la fuente entre las rocas Crofi y Mofi. En cambio, mercenarios romanos descubrieren la fuente del Danubio, recorrido en canoas por tracios y panonios al norte de los Alpes, y desde hace poco conocemos también su desembocadura de siete brazos: Así como el Danubio, al que los griegos llamaban Istros, delimita el Imperio Romano por el norte, el Eufrates y el Tigris forman el límite natural hacia el este. La navegación por estos ríos gemelos es tan variable como sus respectivos cursos que se aproximan hasta medio día de viaje el uno al otro, luego vuelven a separarse (uno va al sur y el otro al este). Río abajo, el caudaloso Tigris arrastra balsas de madera, pero río arriba no se puede navegar, porque los escollos y los remolinos destrozarían cualquier embarcación. El Eufrates es distinto, separa Cilicia de Armenia y es recorrido por embarcaciones confeccionadas con madera de sauce y cueros. La forma de estas se asemeja más a un escudo que a una barca, y en cada una los navegantes llevan consigo un burro o más en las de mayor tamaño. Llegados a destino, los escudos flotantes son desguazados, se vende la madera, se arrollan los cueros y los navegantes se confían a sus jumentos. Luego remontan el río por tierra hasta el punto de partida de su viaje.

El Pado es compartido por la Galia Cisalpina y la Galia transpadana. Este río nace en Liguria y alrededor de la ascensión de los Canes es cuando tiene mayor caudal. En esta época se sale de madre a menudo y busca nuevos cauces. A fin de poder llegar por la vía navegable a Padua y Ravena mandé construir un canal que uniera los dos brazos de la desembocadura del Pado, y le puse mi nombre.

Tan variados y múltiples como los portentos de los mares en mi imperio, son los milagros de sus ríos: algunos se secan después de un tramo de un día y vuelven a aparecer en otro lugar como el Tigris de la Mesopotamia, el Lico en la provincia de Asia y el Erasino en Argolia. Otros se niegan a mezclar su agua dulce con el agua salada como el Alfeo, rico en caudal en el Peloponeso, que fluye de mala gana al fondo del mar y emerge como fuente en el norte de Sicilia con el nombre de Aretusa. ¿De qué otra manera se explicaría que objetos arrojados al río en la provincia aquea vuelvan a flotar en las costas sicilianas? Este fenómeno dio origen a la leyenda según la cual el dios fluvial Alfeo, enamorado de la ninfa Aretusa, la siguió hasta el fondo del mar para emerger en la fuente siciliana unido a ella. También existe una secreta unión entre la fuente de Esculapio en Atenas y la de Falero, pues lo que se sumerge en aquella, lo lanza esta a la superficie.

¡Cuán numerosos son los portentos de la naturaleza en este Imperium Romanum! Si no me doliera tanto el dedo de la salud de mi diestra, si no me lagrimearan mis fatigados ojos, no acabaría jamás de enumerar tan prodigiosas cosas. Yo, Caesar Divi Filius, mando sobre el imperio, pero sobre la vida mandan los dioses.


Yo, Polibio, liberto del divino Augusto y experto en el arte de la escritura, temo por mi vida. Adonde vaya, me siento perseguido. Roma está llena de rumores. Se habla de un complot contra el Divino. Ciertas personas parecen dudar de los presagios que conceden al César sólo treinta y ocho días más. ¿O su muerte se retrasa demasiado para ellas? Llamala atención que yo, Polibio, sea el único que visite al César cotidianamente, y en el palacio se preguntan por cierto cuál es el motivo. Augusto no dicta cartas, pues está demasiado ocupado consigo mismo. Y Livia o Tiberio o Musa, o los tres mancomunados, retienen todo escrito que le es enviado. No tengo sino un deseo: ¡no quisiera morir tan solo como César Augusto!

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