XLVIII

¡Oh, Livia, esta mañana he despertado como en sueños con una dulce voluptuosidad! No sé qué la provocó, pero mi miembro estaba erecto y se veía poderoso, como no recuerdo haberlo visto en mucho tiempo. Incrédulo como un niño que cree menos en sus ojos que en sus manos, me lo palpé Y al manipularlo se acrecentó mi excitación. Todavía en el lecho batí palmas para llamar al esclavo y ordenarle que llamara a Livia, pues al César le habían acometido deseos y la requería a su lado.

En edad no nos separan sino cinco años, pero para mí Livia es una eterna imagen de juventud, adorable como Venus y Roma. La fragancia de su piel no le va en zaga a las flores de las cortesanas más caras. Y se justifica, pues todas las mañanas, a mediodía y por la noche se hace bañar y ungir, todos los días cambia los ramilletes de buen olor que lleva entre los muslos y los senos, compuestos de hierbas raras de la provincia de Asia. Aunque envejecimos juntos, Livia se conservó para mí como la que conocí en mis tiernos años: alta, de amplias caderas, el largo cabello ondulado partido al medio recatadamente (aún hoy perfecciona su brillante matiz con azafrán) y sus ojos, dos tizones. Su mirada, que una vez sostuve tan seguro de mí mismo que la obligué a separarse – de Tiberio Claudio Nerón a pesar de llevar un hijo suyo en el vientre, delata esa mezcla de impudicia y seguridad en sí misma que hace tan deseables a las mujeres. Para mi nada varió.

Cuanto más envejecía y cuanto más me lo hacía notar el espejo, tanto más difícil me resultaba sostener su mirada franca que todos los días me escudriñaba y levantaba entre ambos un muro invisible. Su arte de saber vivir consiste en no contradecirme jamás, apartarse de toda crítica y, no obstante, imponerme su voluntad (inadvertidamente a su juicio). No intento disuadirla (¿qué me puede quitar de divinidad que ella persevere en esa idea?), y por añadidura, para que su comportamiento parezca legitimado exteriormente la elevé a la dignidad de Augusta, un título que la convierte en corregente. A partir de ese día comenzó a mostrarse dominante conmigo, lo cual puede convenir a una dama de su posición, pero no a la esposa del Imperator Caesar Augustus. Si la mando llamar, obedece, pero basta un solo parpadeo de sus ojos para testimoniarme su desagrado, razón por la cual me irrito y trato de evitar su mirada. Debo resistirme a invitarla a mi lecho, desde que mis apetitos fracasan una y otra vez, pues veo en su rostro una expresión de creciente compasión, esa compasión que ningún varón soporta indemne. ¿Dónde está mi espejo?

Recuerdo ese primer encuentro en que Livia me salió al paso inesperadamente. Mecenas daba una fiesta en sus jardines y medio Roma estaba en pie. Baile a la luz de las antorchas, música frenética y las mujeres más bellas de la ciudad, entiéndase bien, las más bellas, no las más decentes. Claudio Nerón trajo a su esposa ante mi petición, según la nueva costumbre, a pesar de su estado. Ver a Livia Drusila y sentirme inflamado de pasión fue todo uno. Quedé tan fuera de mis cabales que la arranqué del brazo de su marido como una pera de una rama nudosa y con palabras zalameras la llevé a un cercano santuario entre negros pinos, dedicado por Mecenas a Lara, la diosa de la tierra. Palpé con creciente deseo su vientre turgente, la despojé de sus ropas con mano trémula sobre el frío mármol, devoré con los ojos lo que el claro de la luna me permitía ver y me abalancé sobre elia con el ímpetu de un toro.

Naturalmente, lo recuerdo. Siento la cera de su piel, el suave vello de su pubis, escucho sus voluptuosos gemidos y el leve murmullo de nuestros cuerpos unidos. Todo se me antoja tan cercano como si hubiera sucedido ayer. Sí, creo que a medida que avanza mi senectud, acontece lo que con todos los recuerdos: con el correr de los años los más recónditos afloran a nuestra memoria y los recientes son reprimidos. En aquel instante, cuerpo con cuerpo, creí tener que entregarle mi semilla, creí que esta savia de mi cuerpo impartiría mi carácter a la vida que palpitaba en su seno, pues esa misma noche supe que me casaría con Livia Drusila.

¿Tuviste éxito?

¿Exito? Al día siguiente convencí a su esposo que me la cediera, lo cual no se concretó sin amenazas a Tiberio Claudio Nerón, lo confieso. Ciertamente, fue un éxito, pero no fui menos afortunado en el uso de mi semen: Druso, el hijo que Livia dio a luz antes de los idus de Januarius, recibió el nombre de Claudio al nacer, pero toda la vida fue un Julio con las más elevadas virtudes, mi Druso, mi hijo. Desposé a Livia a los tres días del alumbramiento. La criatura que yo le engendre vino al mundo prematuramente y murió a temprana edad. Sólo quedó Tiberio, que no puede negar su verdadera ascendencia. No pude resistirme al deseo de Livia de que lo adoptara; ¡pero contempladlo! ¡Escuchad lo que dice y piensa! ¿Pensar? ¡Es el receptor de las órdenes de su madre y eso a los cincuenta y seis años!

Aparté el espejo en el preciso instante en que Livia entró en mi cubiculum. Despidió con un ademán a su esclava frente a la puerta y se acercó a mi lecho. El lazo de su túnica holgada estaba suelto y ésta presentaba un tajo al costado. Emanaba de ella un aroma extraño. Permaneció así ante mí, de pie, la mirada fija.

– ¿Me hiciste venir, César?

– Ciertamente, Livia – en mi voz había triunfo, el orgullo de un hombre que inesperadamente recupera su vigor viril. Le alargué la mano en un gesto cordial:

– ¡Ven!

Confiaba que tomaría mi mano, se subiría al lecho de rodillas y se me ofrecería como una diosa complaciente, pero Livia permaneció inmóvil. La miré y observé que apretaba los labios y en la comisura de sus labios jugueteaba una sonrisa burlona. Su parpadeo sólo delató un sentimiento: compasión.

En un abrir y cerrar de ojos fui presa de la cólera que exacerbo aun más mi lascivia. De un tirón aparté la sábana para que pudiera apreciar mi potencia viril y se desvaneciera presto su burla. Bajé la vista orgulloso como el cazador de su presa. En cambio, mi mujer rehusó dirigir la mirada hacia mi priapo y la clavó en mi rostro, con esa invariable sonrisa despectiva.

– ¡Ven! – repetí, esta vez casi suplicante.

Y mientras Livia posaba su reverente rodilla sobre el borde de mi cama, mientras se levantaba la túnica con ambas manos a la manera de una rústica de la Campania, a quien el esclavo le arroja higos desde la higuera, mi condenado miembro se abatió, quiero ser sincero, se desinfló, y antes de que pudiera darme cuenta pendió fláccido como un tallo de puerro.

Me quedé rígido, petrificado como una estatua, incapaz de cubrirme con la sábana. Esta mañana he muerto una pequeña muerte. Cuando Livia advirtió lo que había sucedido se contuvo, no dijo nada y su sonrisa pareció desvanecerse. En absoluto silencio bajó de la cama, ordenó sus ropas y se dirigió a la puerta. Mientras se alejaba, se volvió, murmuró algo que no pude entender, pero en ese preciso instante murió mi amor por ella.

Incapaz de pensar en nada, tomé el espejo y vi reflejado en él un rostro descompuesto, de ojos enrojecidos, cabellos enmarañados y hoyos en la piel arrugada. De pronto, brotaron hojas de la maraña de raíces y el tronco se cubrió de corteza. Despavorido, arrojé lejos de mí el adminiculo de plata.

Ahora sé que la muerte no es un proceso único: antes de perder la vida sufres muchas muertes pequeñas, y la suma de ellas es, por cierto, un alivio.

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