XXIII

Noche a noche, día a día, la muerte se me va haciendo cada vez más familiar. Escucho muy cercanos los lúgubres cánticos. El esclavo portero, a quien pregunté de dónde venía el son órfico de los cantos, se encogió de hombros y fingió no haber escuchado nada. Miente, naturalmente, miente por indicación de Livia. No quiere alarmarme. Un César muere cantado por infinidad de voces, lo sé. De este modo, ensayan para cuando me llegue la hora. ¿Quién se muere aquí, en realidad, por Júpiter?

Me familiaricé con la muerte desde que Orfeo emergió de detrás del cortinado de mi cama. Adivinaba su presencia allí desde hacía varias noches.

– Orfeo – clamé-, divino cantor, tú conoces el reino de los difuntos mejor que las costas de la tierra, donde sólo te acontecieron cosas malas, e ignoras qué es el temor frente a Hades. Quitame el miedo si es injustificado, pero si los mortales hemos de temer al mundo subterráneo, dime la verdad.

Entonces Orfeo levantó el laúd y comenzó a modular sonidos halagadores sin formar palabras, pero la melodía de las sílabas, la queja y la risa de los sones que seducen a las aves y a los peces y hasta atraen a los árboles y a las rocas como la piedra imán, me transmitió su contenido y comprendí su respuesta.

– ¡Ven, ven conmigo y te mostraré lo que tú ansías ver! -cantó Orfeo y me extendió su mano derecha.

Vacilé un instante, dudando si mi deseo no era sacrílego, si el reino de las sombras silenciosas era realmente codiciable o más bien lo era el de los suaves céfiros, los tibios campos bañados de sol y aun de la niebla otoñal, pero las ansias de conocer lo inevitable hizo que se desvanecieran mis reparos y acepté la mano tendida. Cantó Orfeo con voz potente. Acostumbrado a derretir la nieve de las montañas, su canto convocó a los tempestuosos vientos. Con las ropas aglobadas, empezamos a elevamos, al principio lentamente, luego cada vez con mayor rapidez a través de la tierra, el agua, el aire y el fuego. Miré hacia abajo a lo largo de mi cuerpo y me asombró que esos miembros encorvados por la vejez y que a duras penas me prestaban servicio desde hacía unos cuantos años ya, se estiraran y distendieran como los músculos de acero de un gladiador, y me causó una placentera sensación deslizarme por los elementos, liviano como una pluma.

De repente, Orfeo dejó de cantar y con su voz enmudeció el fragor del fuego, el bramar de los vientos, el murmullo del agua y los ruidos de la tierra para dejar paso al silencio. Tuve miedo y apreté con más fuerza la mano de mi acompañante.

– ¡Orfeo! -grité-. ¿Orfeo, qué significa esto?

Al hablar, advertí que no tenía voz: movía los labios, mis cuerdas vocales vibraban y mis pulmones expelían aire, sentía todo esto, pero no lograba proferir un solo sonido. Lo extraño fue que, no obstante, el cantor entendió mi pregunta. También él movió los labios e interpreté su respuesta a pesar de no haber oído sus palabras.

– Esta es la quintaesencia – respondió Orfeo-, el quinto elemento que llaman éter, la sustancia primordial, ignota para el hombre, porque escapa a la comprensión de todo mortal que el pasado y el futuro son uno como la cima y el abismo, el agua y el fuego, la oscuridad y la luz.

– ¡No lo entiendo! – exclamé sin voz.

– Todavía te cuentas entre los mortales, César.

Cuando los abandones, tú también lo comprenderás.

– ¿Entonces hubo un tiempo en el que tú tampoco entendías la quintaesencia?

– Lo hubo, ciertamente – afirmó Orfeo-. Fue cuando exploré el Hades en busca de Eurídice. Débil como los mortales, obré como mortal insensato y tonto, y entonces ni el poder de mi voz fue capaz de persuadir a Hades. ¿Conoces la historia?

– La conozco, en efecto, pero quiero escucharla de tus labios.

– No suena diferente a la contada por el poeta: Perdí a Eurídice por la mordedura de una serpiente cuando apenas la había desposado. Mis lamentos ablandaron a las piedras, hombres y bestias se juntaron a mi alrededor para consolarme, pero mi pena aumentaba día a día. Decidí entonces buscar a mi amada en el reino de las sombras y embelesar al soberano del mundo subterráneo con mi canto. Créeme, jamás los dedos se deslizaron con más suavidad sobre las cuerdas, jamás la voz estuvo cargada de mayor fervor que aquella noche en que ablandé a Hades, pero hube de cumplir la condición que este me impuso. Debía retornar solo por el mismo camino por el que había ido allá, y Eurídice me seguiría a prudente distancia, aunque la gracia quedaría sin efecto si yo osaba volver la cabeza una sola vez. Empecé a caminar. Sin vacilar, ponía un pie delante del otro, pero pronto me asaltaron dudas. ¿Se podía confiar en las sombras? Continué la marcha con la imagen de Eurídice ante los ojos. La idea de estrechar a la amada en mis brazos después de mil pasos (hubieran podido ser mil veces mil) me enloqueció, y mi añoranza creció como un arroyuelo a punto de desbordar. De pronto, no lo pude evitar y volví a la cabeza. Ya conoces el final.

Asentí.

– Nunca más volviste a ver a Eurídice.

– Vi una sombra y la sombra se esfumó.

Conmovido, guardé silencio un largo rato, al cabo del cual inquirí:

– ¿Qué condición tiene pensado imponerme Hades, cantor?

– No debes darte a conocer a nadie -me contestó Orfeo y me soltó la mano. Me sentí perdido y desvalido como una yegua en un prado desierto. Antes de que pudiera formularle más preguntas, el cantor se alejó por donde habíamos venido. Mientras se marchaba me gritó una advertencia y sus palabras resonaron con un extraño eco, como si hubieran rebotado contra invisibles paredes negras: – ¡Camina siempre hacia adelante, hacia la luz que te precede! -me arrojó una moneda y desapareció.

Escuché el silencio. Jamás en mi vida me había enfrentado a semejante ausencia de todo rumor: silencio, mutismo, inmovilidad, calma absoluta, impasibilidad, indiferencia, descansar en uno mismo, demorarse, durar, contenerse en uno. Dejé de respirar, pero sin que se desencadenaran esas sensaciones que preceden a la asfixia. No me hacia falta. Al contrario, tenía la impresión de que a través de mi silenciosa presencia había despertado a la vida a la infinita nada. Si apretaba el paso se levantaban aglobadas nubes de polvo de color grisáceo-negruzco. La luz que me precedía empezaba a oscilar como la linterna del vigía del templo en la noche capitalina. No sentí temor alguno; al parecer esta clase de emociones se habían extinguido. Tuve conciencia de que el tiempo es una sensación, que el pasado, el futuro y el presente no son sino una emoción, que la juventud y la vejez son impresiones, ideas creadas por nosotros mismos, en realidad lo uno es como lo otro y no puede haber discusión que la una cede lugar a la otra, porque tú mismo tampoco puedes darte lugar a ti mismo. Transité pues, por el polvo, no puedo determinar si fueron días o noches o solo un instante, pues el camino se hacia sin esfuerzo y no provocaba cansancio ni agotamiento.

Caminé, me convertí en uno con el proceso de la marcha que no permitía otro pensamiento más que el de marchar, hasta que la luz que había ante mi empezó a tremolar, como si una corriente de aire empujara a la llama. Al acercarme observé una figura que llevaba una larga túnica suelta. Tiraba de una cuerda, que, levemente tensa, se perdía a lo lejos, y allá, en la lejanía, reconocí una barca a orillas del río. ¡Qué río extraño! Sus olas parecían rígidas como vidrio fundido; ni un rumor, ni el menor chapoteo llegaba a mi oído, no se percibía ni un hálito de la frescura que nos hace sentir el arroyuelo más pequeño. Terrible visión. La tétrica figura de la que ya estaba tan próximo que casi podía tocarla con la mano y todavía no se había dado a conocer, balanceaba al andar su linterna en señal de que debía seguirla. Obedecí. Cuando llegó a la orilla del río congelado, mi sombrío compañero acercó la barca y con un amplio movimiento del brazo, sin duda una invitación a subirme a ella, se volvió. Me quedé paralizado. No puedo decir que estuviera asustado, pero la vista de aquel personaje me inhibió de hacer cualquier movimiento. El que me miraba era un anciano flaco, de ojos enrojecidos, un ser cuya piel marchita y descolorida le pendía en colgajos. Pero lo más horroroso eran sus gruesos cabellos enmarañados, de los que emanaba la única manifestación de vida, pues al observar después con más atención, pude comprobar que las greñas no eran sino víboras que se retorcían y agitaban su lengua bífida. Reconocí entonces con un interminable escalofrío a Caronte. En el cuenco que formaba su tendida mano huesuda deposité mi moneda. El viejo acercó el aureus a sus ojos, murmuró algo que pareció un rezongo y finalmente su mano se perdió entre los numerosos pliegues de su túnica.

Salté a la barca con arrojo, y el viejo, cuyos movimientos me habían parecido penosos hasta entonces, me imitó.

– ¡Chusma viviente! -gruñó el botero mientras se apartaba de la orilla mediante una vara fma y quebradiza. ¡Júpiter!, la barca se deslizó veloz por el agua congelada y no se escuchó ni un golpe de ola ni chapoteo al hundirse la pértiga en el agua-. ¡Chusma viviente! -repitió el anciano, que bogaba sin hacer ruido, sin dignarse a echarme una mi-rada. No obstante, sabía que se refería a mí.

– Tu recompensa es el oro -dije valeroso-, haz, pues, tu trabajo.

El botero gruñó: – Cuando transporté a Heracles por las aguas de Estigia, cargué cadenas durante un año.

– También cruzaste a la otra orilla a Eneas y no sufriste daño alguno -le hice notar.

– ¡Loco desvarío! -protestó Caronte-. Jamás llegaré a entender esa ardiente avidez que hace presa del hombre cuando cruza dos veces el océano.

– Solo unos pocos gozan de la gracia de Júpiter de ser elevados al éter.

De pronto, el botero volvió la cabeza, miró hacia esta orilla y una risa cloqueante sacudió su cuerpo enjuto. Seguí su mirada y divisé un ovillo de sombras en pugna: mujeres, hombres y niños privados de la vida gritaban, se debatían y suplicaban ser los primeros en ser transportados a las tierras de la añoranza.

Caronte les gritó: – ¡Ninguno alcanzará la otra orilla, ninguno, antes de que sean inhumados sus huesos, aunque sus sombras vaguen y tremolen cientos y miles de años! -lanzó una repulsiva carcajada, extendió los brazos, y el viento, que no supe de donde provenía, hinchó su manto e impulsó a la barca por el río silencioso.

Más allá se abrió un oscuro abismo, tan inquietante como la caverna de las islas de las cabras que me vendieron los napolitanos, custodiado por el tricéfalo Cerbero. El botero me abandonó allí sin despedirse. Al percatarse de mi presencia, el can movió el rabo, pero no se levantó, y yo entré en el reino de las sombras: bosques y colinas sin color a la tenue luz, y en medio un movimiento centuplicado, cuerpos transparentes que se mecían como tallos de hierba que el viento hace ondear, unos en constante movimiento ondulante, otros oscilantes como péndulos. Pero en el seno de las masas que superan la imaginación más frondosa, descubrí sombras especiales, cuya diferencia respecto de la otra multitud residía sobre todo en su desasosiego. Reconocí entre ellas a Sísifo, el mañoso héroe, porque en movimiento reiterado hacía rodar la roca hasta la cresta de la colina, y jadeante reanudaba su obra cuando la piedra había rodado cuesta abajo hasta el valle. Encontré a Tántalo, el rey oriental que una vez había comido en la mesa de los dioses, lo cual no había sido concedido antes a ningún mortal, y vi sus tormentos con mis propios ojos: languidecía de sed, seca la lengua, aun cuando el agua le llegaba al cuello, pero cada vez que se inclinaba ávido para sorbería, el agua se retiraba hasta la tierra. Para saciar su hambre hubieran bastado las peras, las manzanas y las jugosas brevas que pendían sobre su cabeza, al alcance de la mano. Sin embargo, estos frutos tampoco le estaban destinados al príncipe, y revoloteaban por los aires como azotados por un huracán en cuanto pretendía tomarlos. Los dioses lo juzgaron debido castigo por su infame fechoría. Tántalo había matado a su propio hijo y ofrecido su carne como manjar a los dioses para averiguar si los inmortales eran realmente omniscientes.

También vi a Ticios, el eterno penitente, estirado sobre el suelo en toda su longitud de trescientos metros, la talla de un gigante, y, no obstante, expuesto sin remedio a la voracidad de una yunta de buitres que le destrozaban el hígado, asientos de los apetitos. Ese fue su castigo por haber querido violar a Leto, la madre de Apolo y Artemisa. A pocos pasos reconocí a Orión, el gigante de cacería, y a Sirio, su perro. Aún en el Hades persigue empecinado a la presa con maza de bronce, porque así lo quiso Artemisa. ¿Cuál fue el delito?: amenazar jactancioso a la diosa con el exterminio del mundo animal, pero una flecha del carcaj de Artemisa lo abatió.

Rodeado del estridente graznido de aves del extraño sonido causado por el revoloteo de los espíritus, emergió de la noche del más acá, llevando en los brazos a la floreciente Hebe, a la que hacía objeto de sus bromas y caricias, y fue el primero que sintió alegría en el reino de las sombras. Pregunté al arrogante héroe de dónde sacaba la alegría, el placer y el goce en aquella demoniaca región, y Hércules me respondió risueño: "En la tierra pueden recorrerse diversos caminos, el camino fácil y agradable del placer y del vicio, o el penoso y abnegado de la virtud. Quien elija el primero, encontrará en el Hades justicia niveladora, pero al que opte por el segundo le espera la suprema bienaventuranza. -Mi madre me engañó en cuanto al derecho de primogenitura al retenerme en su vientre y dejar expedito a mi hermano gemelo el camino a la vida. Más tarde, la hice enloquecer al matar a mi esposa e hijos, pero expié mí culpa en la tierra doce veces: estrangulé al león invulnerable, maté a la hidra de Lerna, capturé con mis propias manos a la veloz corza, acabé con flechas con las aves antropófagas y con la lanza maté al jabali de Eurimanto. Limpié con astucia los establos de Augías, rey de Elea, desviando hacia ellos las aguas de los ríos Alfeo y Peneo. Intrépido, dominé al toro de Creta que vomitaba fuego y a los caballos del tracio Diómedes que devoraban a los hombres. Me apoderé del cinturón de Hipólito sin luchar, como también de los bueyes del gigante Gerión y de las manzanas de las Hespérides, las hijas de clara voz de Atlas. Cuando hube vencido al can Cerbero terminé mi expiación sobre la tierra y entré en el más allá libre de toda culpa." Así habló el divino héroe y no me preguntó mi nombre.

Proseguí mi camino sin darme a conocer, siguiendo el impulso de encontrarme con la sombra de mi madre Atia, la del gran Alejandro y la de mi divino padre. Paseé la mirada de aquí para allá mientras recorría grises montículos y valles, crucé bosques muertos, poblados de árboles que jamás habían sentido un soplo de viento. Y una y otra vez pude ver a individuos dolientes, de cuerpos vidriosos, aferrados los unos a los otros como murciélagos apiñados en la lobreguez de una bóveda. En un prado gris de asfodelos que brindaba lugar a miles de cuerpos etéreos, Minos administraba justicia sobre una roca iridiscente. Con su cetro de oro separaba a los virtuosos de los viciosos y a los malos los sentenciaba a un justo castigo. Pero a los que Minos escogía, le estaba permitido ponerse detrás del juez de los muertos y proseguir su camino al más allá para alcanzar la dicha prometida.

Entre los cuerpos ondulantes reconocí a Julio por su calva incipiente, empujado dentro de la masa por las otras almas. No lo protegían esclavos y me pareció que nadie se preocupaba por su presencia. -¡Oh, divino padre! -lo llamé desde lejos, pero mi voz no tuvo el alcance debido, por lo tanto, me mezclé entre el pueblo peregrino. Luché contra la corriente, como un nadador en un río en crecida. Apenas creía haber avanzado lo bastante para hacerme oír, una nueva oleada de gente se lo llevaba consigo. Hasta que no estuve en medio de aquellos exangues cuerpos etéreos no me percaté de sus rostros semejantes a máscaras, que no delataban ninguna emoción, ni pesar ni alegría, ni esa loca agitación claramente evidente en sus movimientos. Era como si cada uno mostrase la expresión facial con la que había abandonado la vida terrenal.

No sé de dónde saqué fuerzas, me impulsé hacia adelante usando los brazos a modo de remos, y más de una vez perdí de vista mi meta, pero, inesperadamente, empujado en esa misma dirección, me encontré cerca de Julio, tan cerca que pude ver su rostro descompuesto por el dolor.

– ¡Oh, padre, Divus Julius! – exclamé y le extendí los brazos. Como si hubiera escuchado mis gritos, Cayo volvió la cabeza y me miró con ojos inexpresivos, aunque sin delatar emoción alguna. Entonces proferí las palabras fatales, pues al no reaccionar Julio a mis repetidos llamados, al no dejar de contemplarme con esa máscara de sufrimiento, le pregunté en tono de reproche:

– ¿No me reconoces, padre? ¡Soy yo, tu hijo César Augusto!

El mundo gris se desvaneció ante mis ojos y la noche privada de color cedió lugar a la abrasadora luz del sol. Hubo de protegerme los ojos con la mano y amonesté al esclavó que había corrido la cortina.

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