LXXXVII

Cuando lo vi, el gran Macedonio llevaba trescientos años de muerto y me pregunté si esos restos conservados que veían mis ojos eran Alejandro Magno o su imagen, el recuerdo, su sombra o nada más que una manida acumulación de átomos como pronosticaron Demócrito, Leucipo y cien años más tarde Epicuro. Ciertamente, los sacerdotes de Egipto adornaban a sus muertos como para asistir a un banquete, los bañaban durante setenta días en óxido de sodio para quitar al cuerpo todo líquido. Si damos crédito a Herodoto, quien informó ampliamente sobre el particular, extirpaban la masa encefálica por la nariz y las entrañas por un corte practicado en los tegumentos abdominales, lo lavaban con vino de palma y luego lo envolvían junto con sustancias aromáticas en vendas interminables de lienzo. Sobre ellas vertían por último una brea viscosa. De este modo, de acuerdo con el deseo de los sacerdotes, los cadáveres se conservaban por milenios, equipados para la eternidad.

Pues a diferencia de los griegos que entregan sus muertos a la tierra donde se descomponen y a diferencia de nosotros, los romanos, que incineramos a nuestros muertos en una pira y sólo sepultamos las cenizas, los egipcios conservan a sus muertos como fueron en vida, los cubren de joyas y sustancias aromáticas y los dejan expuestos en sarcófagos en bóvedas subterráneas, más parecidas a moradas que a bóvedas sepulcrales. Su camino hacia el juez de los muertos es penoso e involucra innumerables deberes. Si sus obras en vida merecen un juicio aprobatorio, regresan a su cuerpo.

En opinión de sus sacerdotes que, por razones de higiene, llevan la cabeza rapada, el hombre se compone de seis elementos, tres materiales: su cuerpo, el nombre y la sombra, y tres sobrenaturales: aneh, ha y ka. Ka es el hálito vital, imperecedero e inmortal; llaman ba a la fuerza espiritual del hombre que sobrevive a la muerte, y aneh a la imperecedera energía vital. Esto lo entenderá quien quiera hacerlo, a mí ya me resulta difícil comprender lo del cuerno, el alma y el espíritu que, según nuestros filósofos, integran al ser humano.

Repito mi pregunta: ¿ese cuerno inanimado frente al cual estuve sumido en contemplación, era el gran Alejandro, lo que fue el gran macedonio o ese cuerpo conservado tenía tanto que ver con Alejandro como Aristóteles con su doctrina? Quiero decir que el yo necesita por cierto un cuerpo, pero es indiferente que sea un cuerpo cualquiera. Lo divino en mí, lo que me ha convertido en Imperator Caesar Dlvi Filius ¿no pudo surgir también en el cuerpo de Livio, Horacio o Virgilio? ¿Mi divina simiente no pudo haber germinado en el vientre de Julia, Escribonia u Octavia, en lugar de hacerlo en el útero de mi madre Atia? Areo, mi filósofo de palacio, un griego como todos los discípulos de esta doctrina, con el que a diario discuto sobre la muerte y la vida, dice que el alma es la que mantiene la cohesión de la sustancia del hombre, si abandona el cuerpo, este muere y descompone. Así, dice Areo. Daría crédito a sus palabras, si aquel a quien llamamos Phiosophus no dijera otra cosa. Según unos, sólo los seres humanos tendrían alma; otros aseguran que los animales también la tienen, y Tales, representante de la idea que todo lo que se mueve de algún modo tiene alma, dijo que aun el imán es portador de un alma porque atrae al hierro. ¡Sic!

Aristóteles opinaba que obtener alguna certeza sobre el alma, es una de las cosas más arduas. Debió estar en lo cierto, pues escribió tres libros sesudos sobre el tema. Demócrito creía reconocer el aima en el fuego. No demasiado lejos se movían los pitagóricos que identificaban el alma con las diminutas partículas de polvo suspendidas en el aire e iluminadas por el sol. A estos es más fácil darles crédito que a Empédocles, puesto que el fuego y los rayos solares son los elementos más sutiles e incorpóreos. Empédocles trajo a discusión todos los elementos. Tierra, agua, fuego y aire. De estos elementos se compondría el alma y Aristóteles vuelve a refutar la hipótesis al asegurar que el alma es una entidad en el sentido conceptual, así como si una herramienta, por ejemplo, un hacha, fuera un cuerpo natural. Entonces, el ser hacha sería su entidad y esto sería precisamente el alma. Si esta se separara ya no quedaría el hacha sino tan sólo su nombre. Esto rige también para los miembros del cuerpo. Aristóteles dice que si el ojo fuese un ser vivo, su alma sería la facultad de ver, pues esa es la esencia del ojo en sentido conceptual. Pero el ojo es la materia para la facultad de ver. Si es sacrificado ya no existiría el ojo, como no fuera según su nombre, un ojo esculpido en piedra y pintado con colores. Esto puede hacerse extensivo de la parte al todo del cuerpo.

Deduzco de esto (y la idea me hace feliz) que el cuerpo desecado que vi en Alejandría no era aquel Alejandro Magno, amado por dioses y hombres desde hace tres centenios, sino sólo una parte vital fuera de funcionamiento e inservible, pero, no obstante, desencadenante del fin. De este modo, el agujero que hice por torpeza en la cabeza del gran macedonio es de menor importancia, aun cuando la vista del mismo me hace estremecer una y otra vez. Me alegro de librarme de semejante suerte. He dispuesto que al día siguiente de mi deceso, mi cuerpo sea incinerado inmediatamente en el Campo de Marte.


Yo, Polibio, liberto del Divino Augusto y experto en el arte de la escritura, temo que los augures tengan razón. César Augusto evidencia manifestaciones cada vez más acentuadas de caducidad. Por momentos se acerca a la ventana y mira hacia afuera fijamente, como a la espera de una señal del cielo, luego pasa horas en su aposento en un incesante ir y venir, las manos cruzadas a la espalda y la mirada fija en el mármol del pavimento. Si alguien le dirige la palabra, no obtiene respuesta, pero de repente sale de su ensimismamiento y se sobresalta al notar mi presencia o la del esclavo que le trae su comida.

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