LXXVIII

El pueblo participa de mi destino. No pasa un solo día sin que un sabio trepe al Palatino con buenos consejos en sus talegas: filósofos de Aquea, eruditos en astrología provenientes de Egipto, milagreros de las provincias galas. De estos y de sus milagrosas mixturas es de quienes más desconfío, pues ninguno conoce la meta de su curación, como no sea la edad, contra la cual no ha germinado aún ninguna hierba. En cuanto a los filósofos y a los astrólogos titubeo respecto de cuáles se merecen mi confianza, aunque vale la pena reflexionar sobre ambos.

Otrora los griegos enseñaron la belleza del cielo y el encanto del universo, su brillo e inconmensurable grandeza; hoy, los descendientes de aquellas cabezas predican que la tierra es una era sobre la que se juntan las hormigas y el hombre está étnicamente inmerso en la refinación de sus formas de vida (conocéis las acerbas palabras de Posidonio). Este Posidonio, un amigo de Pompeyo, enseña que todos los acontecimientos están relacionados con la propia vida y al individuo no le queda sino tener valiente resistencia y aprender a dominarse.

En el fondo, Posidonio negaba todo y a todos: a Platón, que veía a los cuerpos celestes como dioses, y a Aristóteles, que, si bien no los divinizaba, los consideraba diferentes a nuestro mundo. El sol, la luna y la tierra que él, por Júpiter, no podía negar en verdad, serían, en cierta manera, partes de un todo de un extraño organismo, dice Posidonio. El corazón es el sol, la tierra el estómago, el mar la vejiga, la luna el hígado. Las exhalaciones subirían al cielo y proveerían al sol, a las estrellas, de fuerza vital, y después de cumplida su tarea descenderían a la tierra de noche, purificadas por la luna. Pero el organismo en su totalidad estaría animado por una suerte de alma universal.

Entretanto, cada generación acuña su propia filosofía, de manera tal que los hijos de aquellos padres aseguran que el sol, la luna y la tierra, el cosmos en general, constituirían una única acumulación de pneuma, esa energía vital cuyos diferentes componentes actúan constantemente unos sobre los otros. En consecuencia, todo depende de lo demás de alguna manera: cada estrella, cada grano de arena sería eslabón de una cadena y estaría colmado del logos, la razón universal que todo lo penetra, que se manifiesta como destino. En algún momento, dicen los filósofos, este cosmos será -consumido en su totalidad por el fuego y remplazado por un nuevo cosmos.

– ¿Y yo, dónde estoy yo, César Augusto? – le pregunté a un alejandrino errante.

Este no me negó su respuesta y me explicó que el pneuma cósmico llega a mis pulmones por medio de la respiración, se introduce hasta el corazón y el sistema circulatorio y cuida de mantenerme con vida, a mí, oh Divino, y de este modo, yo, como cualquier otro estaría en relación con el pneuma cósmico. Lo que los griegos llaman cosmos (y en su lengua también tiene el significado de adorno), los romanos lo califican de mundus, el mundo en su perfecta belleza, pero necesitamos una segunda palabra para abarcar todo lo que significa el cosmos para los griegos, a saber, caelum, el cielo.

– ¿Y yo, dónde estoy yo? – repetí mi pregunta y el sabio se inclinó, tomó entre el pulgar y el índice unos granitos de arena, los dispersó sobre la palma de su izquierda, sopló y dijo: – ¡Aquí, allá y más allá, en todas partes!

No debiéramos platicar con los filósofos. Con cada una de sus sentencias te vuelves más pequeño. El alejandrino afirmó que habría incontables mundos como el nuestro y que debemos admitir asimismo la existencia de otras tantas naturalezas creadoras, otros tantos soles y lunas, y otros tantos astros, ya incontables en nuestro universo.

– ¿Cómo queréis medir, explorar y registrar vosotros, los filósofos -pregunté al sabio-, aquello que sucede fuera de nuestro mundo, si no conocéis siquiera la propia medida, ni el principio ni el fin? ¿Acaso crees que los hombres merecen ver lo que no están en condiciones de comprender en su propio mundo?

– ¿Creer? -El alejandrino esbozó una sonrisa sabia. (Sonreír es el arma más afilada de los filósofos, la emplean siempre que lo apropiado sería la perplejidad.) -Creer es cosa de los sacerdotes -replicó el sabio-, los filósofos viven del poder. La fuerza científica de las pruebas. Aun cuando no tenga la apariencia, el mundo no sería un disco, sino una esfera perfecta, como lo delata la vista del mar abierto. Gira verticalmente en derredor de su propio eje, y, aun cuando sintamos el deslizamiento en silencio, su raudo movimiento origina un poderoso sonido, cuyo zumbido supera nuestra capacidad auditiva. Junto con el zumbar de las estrellas reina en el cosmos un grato multisón de armonía y dulzura que el hombre debe haber muerto para experimentarlo.

Mi cerebro se resiste con pertinacia a comprender todo esto, aun cuando el alejandrino me convence con lengua pródiga como un mercader de ganado en el macellum. Aristóteles ya había enseñado -citó al discípulo de Platón, si bien negó muchas de sus ideas-, que el universo sólo es finito sacado de su movimiento, sólo lo finito es ordenado. Ciertamente, habría un lugar hacia el cual se movería la tierra, pues todo lo que se mueve viene de alguna parte y llegará a alguna parte. Y este, de dónde se mueve, y aquel, adónde va, debieran ser diferentes según la especie. Esto lo comprenderá quien quiera hacerlo, pero será aconsejable un asentimiento de cabeza, si no quieres que te tomen por un tonto incapaz de comprender las relaciones superiores. ¿Pero quién, pregunto, cree aún en los dioses, cuando cielo y tierra, hombres y cosas son despedazados y disecados como las entrañas de las víctimas de un sacrificio?

Los sabihondos lo reducen todo a su origen y también dividen a este en sus elementos y a estos a su vez en átomos y, después de realizada la labor, son menos felices que todos los demás. ¿Para qué todo esto? me pregunto. Llamadme tranquilamente tonto, a la postre no me duele ni me ofende, pero el calor del sol sobre mi cráneo siempre ha significado más para mí que la aglomeración de confusas ideas en su interior. Sí, creo que son los filósofos quienes desatan las guerras con sus ideas, porque siempre están en movimiento, hacen jugar lo uno contra lo otro, nunca se dan por satisfechos en su afán de transformar la faz de este mundo. Jamás ven las cosas como son, sino como corresponde a su teoría.

Arrastré, pues, al alejandrino al exterior, al fresco de la noche, donde el fulgor de las estrellas ofrecía un patético espectáculo, lo bastante sensual como para querer alargar la mano hacia el seno de una bella mujer, lleno de voluptuosidad.

– ¿Qué sientes tú, sabio? -le pregunté.

– El nexo de los cuatro elementos -me respondió, y señaló el cielo con las manos-. Por encima de todo el fuego, lo supremo, con los astros rutilantes; más abajo, el aire que todo lo penetra, y más abajo el agua y la tierra fluctuando en equilibrio.

– ¿No sientes nada más?

Indignado, el alejandrino eludió una respuesta que hubiera dejado suponer ignorancia, e inició un ampuloso monólogo, como empeñado en persuadirme a comprar el cosmos: siete astros errantes flotan entre el cielo y la tierra en su danza alrededor del sol, que es dios y soberano al mismo tiempo sobre la naturaleza, proveedor de luz y de vida para nosotros, los terráqueos, como las demás estrellas de la creación. Merece ser llamado sietemesino y mezquino quien crea reconocer a los dioses en imágenes, como un niño al amigo en diálogo con su muñeco. Si existiera en realidad otro dios que no fuese el sol, sería todo sentimiento, todo visión, todo oído, todo alma, todo espíritu, todo él mismo. Los hombres han creado de acuerdo con sus virtudes los dioses de la castidad, de la concordia, de la esperanza, del honor, de la clemencia y de la lealtad, y les han asignado los nombres correspondientes. Conscientes de su flaqueza, dividen en partes lo divino y lo veneran en partes. Cada cual venera aquello que necesita o aquello que teme.

Esto, dijo el alejandrino con un guiño, hace brotar extrañas flores, cuando a Febris, la diosa de la fiebre, se le consagra un templo sobre el Palatino, lo mismo que a Orbona, así se llama la divina matadora de la simiente, o a Rumina, la diosa de los rebaños que amamantan. En verdad, opinó el sabio, no sé si el número de dioses no supera al de los hombres, dado que cada pueblo honra a sus propias divinidades y cada individuo a su espíritu protector particular. Me pregunto si no es ridículo suponer que los dioses celebran connubios entre sí y algunos permanecen siempre viejos y canosos, alados o tullidos, mientras otros parecen haber adquirido a perpetuidad la juventud y la belleza. A quien los dioses quieren perder, le roban la razón.

Los dioses son alados sueños del ser humano, y muchos nada más que una coartada. Cuando ya no vemos otra salida, pedimos ayuda a los dioses, lo cual equivale a un abuso de la virtud: pues pío sólo es aquel que ofrece sacrificio a los dioses sin que le apremie una necesidad. ¿Cómo se comportan, en cambio, los romanos? El humo de los holocaustos oscurece el cielo y quien avanza desde lejos hacia la ciudad, podría pensar que de ella se eleva hacia el cielo una inconmensurable devoción. Pero, sucede lo contrario, el cielo se oscurece por el masivo desprecio hacia los dioses que sólo son invocados en beneficio propio o por inseguridad de los suplicantes respecto de sí mismos: que Fortuna disponga que una mujer acaudalada cruce el camino, ¡por Mercurio!, el mercader anhela hacer proficuos negocios, y Clemencia quiera impedir que la estafa traiga consigo elevadas penalidades.

Por el momento, Fortuna es una amante declarada de los romanos, a quien (no puedo negarlo) le fue dedicado un templo en el Campo de Marte hujusce dici. ¿Yo mismo no hubiera dedicado un templo en honor de Fortuna Redux después del feliz retorno de Oriente? Asentí. ¿Las casadas no caminarían hasta el cuarto poste de la Vía Latina para implorar la fidelidad de sus inconstantes maridos? Asentí. ¿Las doncellas no oran a Fortuna virilis en las calendas de Aprilis para tener un poco de suerte con los hombres? Asentí. ¿No es irrisorio dedicar templos a Fortuna equestris, Fortuna obsequens y Fortuna privata, adjudicarle toda ganancia, toda pérdida, identificarla con el destino incierto del individuo, cuando los dioses, silos hay, representan la seguridad?

¿Qué podía hacer? Asentí y se produjo un prolongado momento de reflexión.

– ¿Entonces no ves manera alguna de influir el propio destino? -le pregunté, no sin ira-. ¿No crees, pues, ni en señales ni en profecías, no te dejas influir por los estornudos ni un atragantamiento y tampoco te preocupa haberte puesto el zapato en el pie que no corresponde?

El alejandrino se abstuvo de responder, pero su risa desvergonzada delató su pensamiento.

Me exalté: – Extranjero, el día en que mis propios soldados volvieron sus espadas contra mí -creedlo o no me calzaron el zapato izquierdo en el pie derecho, ¡por Júpiter!

– ¡Qué signo atroz, César!

– ¡No tomas en serio mis palabras, alejandrino!

– ¿Cómo hacerlo, * César, cuando día tras día miles de millares de individuos amodorrados confunden los zapatos sin que les acontezca mal alguno? Pero si quieres saber dónde se decide acerca de tu vida, mira al cielo.

Intuí entonces adónde quería llegar el sabio, y con un movimiento de la mano lo invité a pasar al interior.

No se hizo de rogar.

– La ciencia de los astros – empezó a decir, y reconocí un fulgor en sus ojos-, llamada por unos astrología, porque enseña las leyes de los cuernos celestes, y por otros astronomía, lo cual no hace diferencia alguna, es una ciencia y, por lo tanto, demostrable. Y

Yo: – ¿Demostrable? Qui nimium probat, nihil probat. Hace más de un decenio, uno como tú me profetizó la muerte, y ya ves, aún estoy vivo.

El: – Una oveja negra, no hace un rebaño negro.

Yo: – No, pero muchas, sí. Muchos vienen del este o de tu país y propagan fábulas según las cuales a cada individuo le está asignada una estrella: las luminosas para los ricos, las pequeñas para los pobres, las oscuras para los débiles, y con su brillo se opaca el hombre. En consecuencia, las estrellas determinarían el destino.

El: – Verdades a medias.

Yo: – Las verdades a medias son las mentiras más peligrosas.

El, a boca de jarro: – ¿No hiciste grabar en el reverso de tus monedas la constelación de tu natalicio, Capricornio?

Yo, a la defensiva: -¡Eso fue hace mucho tiempo, extranjero! Hasta mi divino padre Cayo Julio César creía en el poder de los astros. Ignoro qué lo indujo a ello, tal vez su antigua hostilidad hacia Cicerón, quien, como se sabe, fue un gran detractor de esta teoría, y en su soberbia formuló la pregunta si acaso los 40.000 romanos caídos en la batalla de Cannae habían tenido la misma estrella. Todo cuanto merecía la aprobación de Julio, también era bueno para mí, en mis años mozos. Pero entonces se produjo el inesperado deceso de Craso y de Pompeyo, a quienes los entendidos en los astros habían vaticinado una gran longevidad y una muerte digna dentro de las propias murallas, pero Craso cayó en la batalla de Carras, a orillas del Eufrates, y Pompeyo fue vilmente asesinado en Egipto después de la batalla de Farsalia. Dime, hombre de la sabihonda Alejandría, ¿dónde quedó la mano conductora de los astros?

– Los astrólogos -replicó éste- no son sacerdotes. Lo fueron en el antiguo Egipto, pues ellos fueron los primeros en observar la órbita desviada de las estrellas errantes respecto de la de las estrellas fijas, y a través de estas constelaciones reconocieron las guerras y el hambre, el favor y la inclemencia de los dioses. Hoy, los astrólogos son discípulos de Tales, o de Arquímedes o de Pitágoras o de Apolonio, porque su ciencia no es asunto de la fe, sino de las matemáticas, que en la lengua de los griegos significa teoría de la ciencia y, por lo tanto, sus resultados tampoco son ideales religiosos, sino conocimiento científico.

– Por consiguiente, Craso y Pompeyo murieron como consecuencia del conocimiento científico.

– No es la ciencia la que se equivoca, sino el hombre que se sirve de ella, y lo hace erróneamente. César, los astros no son causa del destino humano, sino signos, así como la coloración rojiza de las hojas no es causa del inminente invierno, sino una señal, pero si te guías por el color de las hojas para hacer acopio de alimentos, procurarte ropa de abrigo y recoger leña a fin de hacer frente al rigor del invierno, procederás con prudencia y estarás mejor pertrechado que aquel que no recuerda la inhóspita estación sino cuando cae la primera helada.

– Si te entiendo bien, alejandrino, los caldeos hicieron un mal trabajo en relación con Craso y Pompeyo.

– Lo cual no me extraña – me interrumpió el sabio-. No conozco sus nombres, pero el resultado de sus cálculos, si es que dominaban la ecuación angular, nos dice que eran astrólogos trashumantes de los que por unos ases vaticinan una larga vida y luego se esfuman para no dejarse ver jamás.

– ¡Por Júpiter, así fue!

– Un sagrado precepto de la astrología prohíbe predecir la muerte. Este precepto impone silencio cuando se vislumbra el fin. Esa sola circunstancia te permitirá reconocer qué criaturas del espíritu eran esos profetas.

Las palabras del alejandrino me causaron una profunda impresión. Me sonaron apodícticas en su persuasión y mucho menos categóricas que todo cuanto había oído hasta entonces de los caldeos. Pero como había abjurado de esa doctrina y la senectud nos hace empedernidos, me refugié en las osadas ideas de Cicerón, que con agudo intelecto y lengua aguzada calificó de locura el error de los astrólogos, en todo caso, en lo que se refería a las agorerías de los nacimientos. Los caldeos sostenían que en el zodíaco, el círculo de los astros, residía cierta energía capaz de mover y alterar el cielo en cada parte de este círculo, en unas de esta manera, en otras de manera diferente, según que el astro se encontrara en ese momento en esta parte o en las vecinas y esta energía era determinada por los astros, llamados astros errantes. Cuando atraviesan una parte determinada en el momento de nacer un individuo o una que tenga alguna vinculación o compatibilidad con ellos, llaman a esto conjunción de tres o conjunción de cuatro, y porque a través del avance y retroceso de los astros se producirían grandes alteraciones como el cambio de las estaciones y todo cuanto vemos es provocado por la energía del sol, creían que el recién nacido estaba condicionado por su nacimiento como la temperatura del aire, y que la posición de los astros configuraba sus talentos, sus sentimientos y su carácter. De este modo, pues, se formaría el destino del individuo. A juicio de Cicerón esto era un increíble desvarío. Hasta el estoico Diógenes, un discípulo de Crisipo, o sea, uno de ese gremio de filósofos bien dispuesto hacia la astrología, hasta este babilonio puso en duda las teorías de sus amigos, después de estudiar su ciencia, y afirmó que por los astros sólo se podía leer la naturaleza del individuo y aquello para lo cual está mejor dotado.

Sin embargo, también niego esto y hago referencia al ejemplo de los hermanos mellizos que si bien son parecidos en su aspecto exterior, en destino y carácter la mayoría de las veces son bien distintos, y me remonto a Rómulo y Remo a quienes Rhea Silvia dio a luz el mismo día para Marte, el dios de la guerra.

– ¿Conoces el desarrollo de la historia, extranjero? Aquí, en este lugar, sobre el Palatino, Rómulo fundó una ciudad, como se lo prometieron los auspicios. Eso fue hace 767 años. Remo se mofó de su hermano y saltó por encima de la mezquina murallita que este había levantado en derredor de su fundación. Rómulo montó en cólera y lo mató. ¿Por qué, alejandrino, por qué, pregunto, Remo no mató a Rómulo, de manera tal que hoy Roma se llamaría Rema, si para ambos salió la misma estrella cuando se produjo su alumbramiento, y, no obstante, uno fue asesino y el otro víctima?

El astrólogo sonrió. – ¿Por qué no cuentas el final de la historia, César? ¿Por qué callas el final del rey de los romanos? ¿No aconteció que mientras Rómulo revistaba su ejército en el Campo de Marte, el cielo se oscureció en pleno día y el fundador de Roma fue elevado hasta los dioses?

– ¡Así sucedió, en efecto!

– Aconteció, pues, de día.

– No, era de noche, es decir, noche y día al mismo tiempo. Tan sólo parecía ser de noche, porque el sol se había ofuscado, pero en realidad era de día. ¿A qué viene este circunloquio?

– ¿Ves? -replicó el alejandrino-. ¿Quién dice que Remo sufrió una desgracia al ser matado por su hermano?

Ciertamente, la impresión era que Rómulo le había causado un terrible daño, pero quizás eso significó para él una gran dicha.

Le grité entonces, lo traté de sofista, lo llamé Protágoras, Gorgias, Hipias y Prodico por emitir dos fallos sobre una cosa. Luego otdené a los pretorianos que lo arrojaran fuera y le eché un aureus.

Canalla de astrólogos.

Загрузка...