LVII

Jamás me sobrepondré de esa derrota sin lucha que me infligió Cleopatra. Todavía me duele la espina. Dos veces subí a la cuadriga como triunfador con el atavío festivo de Júpiter Optimus Maximus, tres veces celebré el triunfo curul y el Senado me adjudicó más triunfos que yo rechacé, sometí a todo el orbe y goberné con clemencia, pero con esta mujer fracasé. Lo único que por fuerza admiré en ella fue su orgullo que la acompañó hasta la muerte. Sólo los grandes son realmente orgullosos, los pequeños son vanidosos.

Cuando llegue mi última hora quisiera tener el mismo orgullo de esa gran prostituta que aun frente a una muerte segura puso en escena un gran espectáculo, digno de un Esquilo en certamen de trágicos durante las grandes Dionisias. Temo morir una muerte fatua, con cantos plañideros en derredor del lecho mortuorio y ofrendas de humo en los altares, que me peinen el cabello sobre la frente, apliquen carmín a mis mejillas, me aten la barbilla cuando caiga laxa y me ofrezcan una copa de adormidera para lograr la eutanasia. Sería una muerte indigna y estremecedora. ¡Por las sierpes de las cabelleras de las Furias, así sólo muere un nuevo rico, lleno de grasa y de dinero, que ofrece el espectáculo para la parentela, no un Caesar Divi Filius! ¿No dijo mi divino padre Julio a sus asesinos con voz decepcionada et tu, mi fili, antes de cubrirse el rostro con latoga a la manera de un general y morir de pie? ¡Cuánta dignidad! Nada de luto ni lágrimas, nada de autocompasión, sino compasión por los asesinos… ¡Real grandeza!

¿Y la egipcia? No sin envidia e impulsado a decir la verdad sin adornos, quiero narrar la muerte de Cleopatra, tal como me fue informada. ¡Oh, qué agonía, qué óbito!

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