LXXXVI

Si he de ser sincero, las mujeres determinaron mi vida más que las batallas y la guerra, y en esto no me diferencio de mi divino padre Julio. El motivo de mi presencia en Alejandría, donde vi al gran Macedonio, también fue una mujer, de nombre Cleopatra, perteneciente a la dinastía de los Ptolomeos que hablaban griego, y cuyo nombre tomaron del primer rey que sucedió a Alejandro en Egipto: Ptolomeo. Desde entonces, todos los reyes de Egipto lo adoptaron (creo que fueron tres docenas), tal vez para demostrar la unidad de su dinastía. Y dado que en la conversación diaria, ni qué hablar de los documentos, no se sabía si se hablaba del padre o del hijo, del nieto o del tío, se dio a cada cual un apelativo para identificarlos como Soter, el salvador, Philadelphos, el que ama a su hermano, Euergetes, el benefactor o Phiopator el que ama a su padre.

Aquella Cleopatra de la que quiero informar aquí, también llevaba el apelativo Phiopator. Cuando vino al mundo, Julio César contaba ya 30 años de edad, Marco Antonio 13 y yo no había nacido aún. Cualquier comparación halaga a esta sucia egipcia, nacida de madre desconocida y de un padre de moral corrupta, quien o tempora o mores se paseaba por las calles disfrazado de flaulista. (Los síntomas de degeneración de esta especie no son raros en gente que por centurias desposó a sus hermanas e hijas.) Esto demuestra cómo la inmoralidad puede destruir aun a la estirpe más prestigiosa y que mis leyes en pro de la moral son tan necesarias como el trigo de las provincias, si habremos de preservar al pueblo romano de su propia decadencia

El año en que yo nací, Pompeyo, muy útil al Estado como general, pero una fatalidad como estadista, venció a Mitrídates rey del Ponto, y fundó la provincia siria. De este modo llevó las águilas romanas hasta las fronteras de Egipto. Mi padre Divus Julius que en ese entonces era cónsul y había formado un triunvirato con Pompeyo y Craso propuso un pacto al flautista. Contra el pago de seis mil talentos lo consideraría como amigo y aliado. El Ptolomeo pidió el dinero prestado (¡por Mercurio, a Roma!), una suma que equivalia casi a los tributos recaudados en un año, una acción que le valió el odio de su pueblo. Debió temer por su vida y huyó con su hija Cleopatra a Roma para solicitar apoyo. Ibi fas, ubi proxima merces: Ptolomeo compró adeptos mediante crecidos sobornos y emprendió el arduo regreso por Asia Menor, donde él y su hija buscaron refugio en el santuario de Artemisa en Efeso, donde aguardarían el aviso de Roma para osar el retorno a Alejandría.

Pompeyo no pensaba sino en su propio beneficio y dejó el asunto en manos de su partidario Aulo Gabinio, a la sazón gobernador de Siria. Gabinio se contaba entre las personas que me son profundamente detestables: logró encaramarse en todos los cargos, pero no para servir al Estado, no, sólo aspiró a los cargos de tribuno y de cónsul en busca de su propia ventaja y en ese momento, como procónsul de Siria también intentó sacar provecho. Gabinio exigió al ptolomeo diez mil talentos y el egipcio a su vez pidió crédito a Roma y pagó… ¡qué otra alternativa tenía! Bien mirado, el flautista fue más astuto que los romanos, pues, si estos querían volver a ver su dinero, tendrían que instalar nuevamente al rey depuesto en el trono de Egipto contra viento y marea. So pretexto que Berenice, la otra bija del rey, que había quedado en el país, se había desposado con Arquelao del Ponto sin autorización de Roma y de este modo lo había convertido en soberano de Egipto, se recabo al Senado a porfía el consentimiento para invadir al país del Nilo.

En aquel entonces iba al frente de la caballería Marco Antonio. Yo contaba a la sazón siete años y las historias que llegaron a mis oídos desde el lejano Egipto me llenaron de descomunal entusiasmo. Un romano había devuelto el trono al desdichado monarca, un triunfo de la justicia, al parecer. ¡Por Júpiter! Más tarde supe que aquellos que se envuelven en el manto de la justicia, son en su mayoría los más grandes canallas. Tomad por caso a Sila, el "dichoso". ¡Cuánta desdicha trajo a nuestro pueblo en nombre de la justicia! Apenas hubo muerto, Lépido trató de erradicar sus leyes, asimismo en nombre de la justicia y ¿quién sabe si mis propias leyes que hoy no encuentran enemigos, no serán juzgadas como injustas a mi muerte? El derecho es el mayor adversario de la justicia. En Egipto, Marco Antonio se hizo de muchos amigos, porque faltó al aborrecido flautista y dio honrosa sepultura a Arquelao, muerto en combate, y a aquellos alejandrinos que maquinaron el retorno del antiguo rey les prometió protección. Si embargo, llegó demasiado tarde para impedir que Ptolomeo hiciera ejecutar a su propia hija Berenice, reina de Egipto durante su ausencia. De este modo, Cleopatra se convirtió en heredera del trono. Entretanto, Gabinio y Rabino aunaron esfuerzos en su intento por recuperar el préstamo hecho a Egipto. Cargamentos enteros de tesoros egipcios saqueados, obtenidos por coacción o sustraídos de los templos fueron despachados al territorio itálico, hasta que los egipcios se levantaron y los echaron a golpes de sus tierras. En Roma, fueron llevados ante la justicia y Gabinio fue desterrado, aun cuando circularon sumas elevadas en concepto de soborno. Rabino, en cambio, recuperó la libertad cuando mi divino padre volvió a Roma después de la guerra de las Galias, suplicó a Cayo que al exigir al flautista el pago de la considerable suma que le debía, también cobrara la parte que le adeudaba a él.

Se consideraba a Egipto el país más rico, apartado y misterioso del orbe. Regularmente, como el movimiento de los astros, el Nilo salía de madre y volcaba en el valle limo fecundo que sus aguas arrastraban desde su cauce superior, cuyas fuentes sólo conocían los dioses. Este fenómeno aseguraba dos cosechas anuales, sobre todo de cereales, más del doble de las propias necesidades. Desde hace milenios, ofrecen a sus dioses, dotados de cuerpo humano y cabezas de gato, cocodrilo o chacal, oro y joyas preciosas que guardan en tesoros más ricos que el de Delfos en su época de mayor esplendor.

¿La vida de un pueblo no se asemeja a la trayectoria del sol en un día estival? Misterioso, asoma por un lugar bien determinado, asciende hasta el cenit, se pone luego inevitablemente y desaparece. Volvamos al tema. En aquel entonces, se cernía sobre Egipto el crepúsculo vespertino y ninguna potencia del mundo hubiera estado en condiciones de frenar la decadencia de este pueblo. Este pensamiento me sugiere una pregunta: ¿dónde se alza el sol sobre el Imperio romano?

En aquel entonces, después del primer consulado de mi divino padre, el estado de cosas en Alejandría no podía ser más caótico que en Roma: Craso había caído en Oriente, en su lucha contra los partos, Divus Julius combatía en las Galias contra Vercingétorix, Clodio era asesinado en Roma y en consecuencia el Senado consideró como única salvación elegir a Pompeyo consul sine collega. Los patres conscripti, temían que en momentos tan turbulentos pudiera surgir un nuevo Catiina que con lengua demagógica planificara un vuelco, pero, en realidad, con su decisión no hicieron sino encomendar las ovejas al lobo: Pompeyo era una especie de Catilina.

Mi divino padre fue el primero en advertirlo, aun cuando estaba enterado de los acontecimientos en Roma sólo por boca de sus espías, que se movían en un regular servicio de correo entre la provincia gala y la capital. ¡Por Mars Ultor! Mi padre Divus Julius siguió cada uno de los actos de Pompeyo con desconfianza, no se dejó impresionar por la simpatía del Senado ni por las aclamaciones jubilosas del pueblo, y cuando ya no vio otra alternativa cruzó el Rubicón con su ejército. En aquel tiempo, este río constituía aún el límite entre la Galia Cisalpina y la madre patria itálica.

Yo había cumplido apenas los catorce, pero me preparé para recibir la toga virilis, como correspondía a un vir vere Romanus y comprendí muy bien el significado del osado paso de mi padre. Cuando un imperator de regreso a la patria cruzaba sus límites sin relevar a sus tropas, equivalía a una guerra civil. Entonces comprendí que podía ser del todo oportuno atentar contra el Estado y la ley, cuando está en juego el bienestar del Estado. Comprendí claramente que no debe temerse a las leyes, sino a los jueces, pues aunque Cayo Julio César había infringido el derecho y la ley, jamás fue acusado, al contrario, más tarde, cuando los romanos se percataron de la necesidad de ese paso, el Senado y el pueblo agradeció a mi divino padre por este arrojado paso de transgredir las leyes.

Pocos años más tarde, esto me animó a obrar de la misma manera cuando el Senado rehusó delegarme el consulado durante las luchas con los asesinos del Divino. Aunque no sin temor en lo íntimo de mi ser, marché resuelto contra Roma, a la cabeza de mis tropas e impuse mi elección junto con mi tío Quinto Pedio. Parece, pues, ser ley que aquellos que salvaron a la patria hubieron de abrirse camino a Roma con la espada.

Volvamos a Pompeyo: este reconoció su inferioridad respecto al Divus Julius y huyó a Grecia, donde mi divino padre le infligió una aniquiladora derrota en Farsalia. Pompeyo vio su salvación en Egipto, pero a su llegada lo asesinó un mercenario romano.

Tres días más tarde Cayo Julio César puso pie en Alejandría. Ptolomeo había muerto y Julio se propuso ejecutar el testamento del flautista, cuya copia había quedado en Roma. El documento prometía a Cleopatra y al joven Ptolomeo la sucesión al trono, además de contener las disposiciones en cuanto a los bienes materiales. El Divino admitió abiertamente su intención de cobrar las deudas del gobierno egipcio ¡por Mercurio!

Alrededor de los idus del mes de octubre se produjo aquel inusitado encuentro, que es el motivo de mi largo preámbulo. Bien entrada la noche los guardias anunciaron la llegada de un mercader siciliano que solicitaba hablar con el Divus Julius para trasmitirle un mensaje de la reina. Plauto, autor de 130 comedias en 66 años de vida, no pudo imaginar mejor la escena: Apolodoro, así se llamaba el siciliano, depositó a los pies del Divino un saco de dormir y de entre las sábanas salió Cleopatra, la reina de Egipto. Ya se conoce el ulterior curso de los hechos: esa misma noche los dos compartieron un mismo lecho y el acontecimiento hizo historia universal.

A menudo me he preguntado qué pudo impulsar a mi divino padre a entregarse a la sucia ptolomea. Hoy creo conocer la respuesta, porque yo tampoco hubiera obrado de otro modo en la misma situación. No fue la diferencia de edad de más de treinta años lo que lo sedujo. Divus Julius no era amante de las niñas tiernas como Mecenas. La meta de sus apetitos eran las mujeres maduras como las esposas de sus amigos, pero en especial las de sus enemigos. Sé de primera fuente que compartió el lecho con Nurcia, la mujer de Cneo Pompeyo, con Tertula, la mujer de Marcos Craso, con Lolia, la mujer de Gabinio, todas matronas de edad madura. A un hombre como Julio, tampoco podían sacarlo de quicio las artes en cuestiones amorosas que se le atribuían a la ptolomea, al punto de dejar las armas en forma incondicional. Pero lo que debió impresionar profundamente a Cayo Julio César pudo ser el origen de la joven soberana. Nosotros, los romanos (y no me excluyo) tenemos un complejo de pasado, envidiamos a los griegos por su gloriosa historia y nos afanamos en la búsqueda febril de orígenes comunes. Así, Virgilio escribió su Bucolica, basándose en Teócrito, y sin la Ilíada de Homero, no habría una Eneida. No sin razón contamos nuestros años ab urbe condita, para que todos sepan, dónde tuvo su origen nuestro pasado. Los romanos están ávidos de pasado, su mala memoria cubre de una capa dorada todo lo pretérito y creo que Roma volverá a caer una vez más debido a su mala memoria.

Tomad a Cayo Julio César, mi divino padre, quien está por encima de toda crítica. ¿Pero dónde quedó su buena memoria cuando se arrojó en los brazos de la disoluta ptolomea? Por cierto, bajo su piel corría sangre real, sangre de faraones, más aún, la sangre del gran Alejandro, sangre divina en cien ramificaciones. ¡Esto sedujo al Divus Julius! ¡Su sangre y la de ella engendrarían un dios! Sin embargo, el pasado nos enseña que los dioses también pueden engendrar monstruos. Bien es cierto que ese bastardo procreado por el Divino tenía brazos y piernas y tal vez una cabeza sobre los hombros; bien es cierto que mi Divino padre, aturdido por los conjuros amorosos de la Ptolomeo quiso al bastardo y es posible también que sólo quisiera demostrar a la joven sucia, cuán potente era aún a los 52 años. ¡Por Príapo!… ociosas reflexiones frente al triste suceso: este Cesarión, este deleznable Cesarito a quien su madre puso el rimbombante nombre de Ptolomeo Caesar Theos Philopator, tuvo la osadía de disputarme la herencia de César, a mí Imperator Caesar Divi Filius. Era de temer. Pero la ley prohíbe instituir heredero a otro que no sea un romano, si bien ninguna ley prohíbe otorgar a un extranjero la ciudadanía romana.

"¡Venus y Baco obnubilaron sus sentidos!" Aún hoy, después de tanto tiempo, resuenan en mis oídos las palabras de mi madre Atia, quien en su agitado ir y venir, mientras se mesaba los cabellos, aseguraba a voz en cuello que yo era el único heredero legítimo del Julio, y era su hijo y ella su sobrina. Nunca aparecen tantos parientes como cuando hay una herencia. "Un bastardo egipcio con cabeza de lobo y cuerpo humano" chilló Atia furibunda.

Pero cuando en Roma se propagó la noticia de que el Divus Julius habría prendido fuego a las naves enemigas después de su victoria sobre la flota egipcia y que las llamas se extendieron a las instalaciones portuarias de Alejandría con el lamentable saldo de 700.000 rollos de papiro de la biblioteca real convertidos en pasto del fuego, yo también empecé a dudar de la razón de mi divino padre. ¡Sacrificar 700.000 libros por una ramera egipcia!

¡Os digo por propia experiencia, que es extenuante ser un dios, por Júpiter!

¡Cuánto alivio hay en la debilidad humana! Pero un dios es divino, sus actos son divinos. El adjetivo divino implica muchos otros.


Adorable

ejemplar

digno de ser imitado

glorioso

irreprochable

excelso más allá de toda loa

sobresaliente

agraciado

escogido

invulnerable

inmaculado.


¿Quién se preocupa si un romano de los aledaños lo hace con su nieta? Pero cuando el divino Julio poseyó a Cleopatra, tal vez ni siquiera por bajos instintos, sino por elevar su sentimiento de propia valía al servir a una sucesora del gran Alejandro, las masas atronaron en el Foro, oradores a sueldo cantaron poesías injuriosas y el pueblo los aplaudió. Se guiaron entonces por Platón quien predicaba que la divinidad sólo se alcanza cuando el alma se aparta de los apetitos del cuerpo y se sumerge en el conocimiento de la divinidad. No obstante, esa misma gente era más bien adepta de Diógenes el detractor de la cultura, que exhibía desvergonzadamente su miembro en las gradas de la academia cual un padrillo.

Para mi divino padre Julio, la aventura egipcia, cuyo lado humano no me es ajeno, pero que condeno en sus consecuencias, se convirtió en prodigio de la decadencia. Aun cuando corriera de victoria en victoria, pacificara el Egipto, venciera a Farnaces del Ponto, derrotara a los pompeyanos en África y España y recorriera Roma en triunfo con más frecuencia que cualquier otro imperator anterior a él, Cayo Julio César llevaba una mancha que lo hacía vulnerable a él, el Divino. ¿De qué valian los banquetes públicos a cielo abierto, las carretadas de carne, los altos toneles de falernés, seis mil anguilas gordas y paga triplicada para los legionarios, qué un botín de diez mil kilos de oro? El pueblo es una ramera. Por dinero bailará para ti, pero jamás te amará.

Estoy fatigado…

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