XCVI

He reflexionado y Antonio Musa cree que no debiera andar con remilgos. Muchas romanas de noble estirpe considerarían un honor ponerse a mi disposición, someterse a los deseos del Imperator Caesar Augustus Diví Filius. Soy hijo del divino, y un vástago engendrado por mí sería asimismo divino. ¡Por Cástor y Pólux, todavía tengo vigor viril! Aunque los años hayan dejado sus huellas en mi rostro, mis testículos están turgentes. Se dice que Masinisa, el príncipe numidio, procreó un hijo a los 88 años con la bella Sofoniba. Cuando murió a la edad de 92 años, dejó en total diez hijos. Y Catón, el censor, tuvo un hijo a los 80 con la hija de su cliente Salonio. Es ridículo pensar en un heredero varón a los 76 años, cuando estoy seguro que ya no veré a mi descendiente. ¡Sapere aunde! Si engendrara a un monstruo como Julia, ese cáncer, me lamentaría aun en el lejano Olimpo. ¡Oh, cuánto mejor no haber tenido hijos y morir solo!

¿Por qué aborrezco a Julia? Julia es el retrato fiel de su madre, sin embargo la amé cuando era una niña. Sólo se puede odiar lo que una vez se amó. Y no es el odio lo que empuja a los hombres a su perdición, sino el desprecio, pues el odio es un sentimiento, aun cuando en la dirección opuesta, pero el desprecio es un estado. Ciertamente, mi desilusión fue grande. El labrador suplica a Genetrix el envío de un hijo que algún día tomará el arado de sus manos y el simple soldado aspira entregar la espada sobre la tierra conquistada a su primogénito. Sólo quería lo mejor para mi hija. Cuando todavía no había dejado el pecho la prometí a Antio, el hijo de Marco Antonio. Sin embargo, la suerte quiso que Julia, apenas núbil, se uniera a Marcelo, el hijo de mi hermana Octavia. Fue en tiempos de mi noveno consulado y yacía gravemente enfermo. Por lo tanto, encomendé la organización de la fiesta a Agripa, mi fiel amigo desde los días compartidos en la escuela de rétores.

Marcelo era uno de los mejores y lo amaba como a mi propio hijo. Ciertamente, ahora me surge el interrogante si no lo amé demasiado frente a mis amigos. Después de la batalla de Accio, mi sobrino cabalgó a mi derecha en el cortejo triunfal; valiente como ninguno me acompañó a la guerra contra los cántabros. En su calidad de edil, Marcelo brindó al pueblo no menos de veintitrés juegos. Pero la voluntad del destino quiso que apenas a los dos años de haberse unido a Julia, contrajera la misma enfermedad que me había impedido participar en el ágape nupcial y el arte de Musa, que a mí, más próximo a la muerte que a la vida, me devolvió a los romanos como un regalo; no logró salvarlo a él.

Yo, Caesar Divi Filius, derramé entonces más lágrimas que Julia. Mi hija de apenas dieciséis años enfrentaba su viudez con la despreocupación de la juventud. Concedí a Marcelo honras fúnebres costeadas por el Estado, pronuncié la oración fúnebre y lo hice inhumar en mi mausoleo, recién terminado. Además, a fin de perpetuar su memoria en días lejanos, puse su nombre al teatro, cuya piedra basal colocó mi divino padre y que yo concluí con tres arcadas superpuestas de semicolumnas en estilo dórico, jónico y corintio. También dispuse que en ocasión de los Ludi romani * en honor de Júpiter Optimus Maximus, se expusiera en un lugar prominente del teatro una estatua de oro de mi sobrino, una corona de oro y una sella curulis, como correspondía al benemérito edil.

¿Podía sospechar que la influencia de Escribonia, su madre, que se apoderó de Julia en aquel entonces tendría consecuencias tan devastadoras? Escribonia la arrastró a las bacanales organizadas por artistas, y bailarines; de noche las encontraba en el foro acompañadas de la peor canalla donde profanaban la tribuna del orador, el podio de los grandes del Estado, con sus bromas groseras. Recordando a mi divino padre Cayo Julio César, quien dio a su hija a su mejor amigo (Pompeyo y Julia llevaron un matrimonio feliz, si bien el destino puso un fin abrupto a la unión), la confié en manos de Agripa después de un largo año de duelo.

El viejo, pensé (Marco Vipsanio Agripa ya contaba 23 años al nacer Julia) sabría domesticar a esa impetuosa criatura. A la sazón había consumido a dos mujeres en sendos matrimonios y, por Hércules, no llevaba una vida lo que se dice contemplativa. ¡Qué hombre! A intervalos de un año, le hizo a Julia los siguientes hijos: Cayo César, Vipsania Julia y Lucio César. Pasaron tres años y vinieron entonces Agripina y Agripa. A este último se le puso el apelativo Póstumo. Me cuesta ocultar las lágrimas, pues Agripa, el muy amado, murió al regresar de Panonia.

Los padres de hijos varones imponen constantemente escalas más altas, en cambio los padres de hijas mujeres son ciegos: si sólo hubiera barruntado lo que ya sabía media ciudad en aquel entonces, jamás hubiese apremiado a Tiberio, el hijo del primer matrimonio de Livia, para que se divorciara de Vipsania Agripina y tomara por esposa a Julia. Ciego como el ebrio hijo de Neptuno se me pasaron inadvertidos el vicio y los amoríos de Julia con hombres inmorales como Sempronio Graco, Julio Antonio, Tito Quinctio, Apio Claudio Pulcro y Cornelio Escipión, para nombrar sólo a los de peor fama, en cuyos brazos se arrojaba. Sordo como los acompañantes de Ulises respecto del canto de las sirenas, deseché las advertencias de Livia en el sentido que una hija jamás es igual a su padre; por el contrario porque sus caracteres son tan distintos, se atraen como la costa y la corriente.

Todos deben saber esto: nunca profesé afecto a Tiberio, a quien adopté por insistencia de Livia y llamo infortunado al pueblo de Roma que estará entre esos dientes que trituran tan lentamente. Sin embargo, Tiberio César Augusto no merecía el castigo que le preparó Julia. ¡Cástor y Pólux sean indulgentes! Aun cuando su carácter tan desdeñoso para con las personas me resulta una crueldad, ¿no debo reconocer al mismo tiempo que Julia lo llevó a tan tétrico carácter?

Tiberio no es hacedor, jamás lo será, pero es una excelente herramienta. Todo cuanto hace por orden superior, culmina en la realización del cometido. Así, en esos días le confié el census, listas de ciudadanos para su recuento per cápita, para la evaluación de sus bienes y para el reclutamiento de soldados jóvenes. Nadie creía que la Pax Augusta tenía como gestor sólo palabras y pactos, si vis pacem, para bellum.

Tiberio no podía amar a Julia, hoy tengo la plena certeza. Su verdadero amor era para Agripina y jamás se sobrepuso a su separación. Recuerdo un encuentro fortuito que Fortuna dispuso arbitrariamente en el parque de Mecenas. Ambos se quedaron frente a frente en silencio, los ojos llenos de lágrimas hasta que finalmente se separaron dolientes, cada cual en dirección opuesta. Ese día ordené a los pretorianos que los vigilaran para evitar que sus caminos volvieran a cruzarse.

En estas condiciones el matrimonio de Julia y Tiberio estaba condenado al fracaso de antemano. A los pocos días, el hijo evitó el tálamo de mi hija, y un niño nacido inesperadamente en Aquilea y que no llegó a sobrevivir el puerperio, se consideró un presagio de desgracia. De allí en adelante, Julia y Tiberio se eludieron y sólo se los vio juntos en la ceremonia fúnebre de Druso, el hermano de Tiberio.

A pesar de la advertencia de los presagios adversos, Druso fue al alto Norte a pelear contra los catos, queruscos y suebos y murió de agotamiento. Tiberio llevó sus restos a Roma y durante todo el trayecto fue a la cabeza del cortejo. Yo pronuncié la oración fúnebre en el Circo Flaminio. En ese momento me encontraba en una campaña y no pude cumplir los ritos usuales en honor de sus victorias con la simultánea entrada al pomerium. Mandé poner sus cenizas en mi mausoleo.

En aquella ocasión, Julia organizó la distribución de alimentos entre las mujeres con más resistencia a la obediencia de mis órdenes que simpatía hacia su difunto cuñado, y todo cuanto hay que decir sobre Julia de aquí en adelante, más valdría callarlo. Si no le estuviera reservada a los dioses y a sus descendientes análoga injusticia, dudaría de mi divinidad. Por lo tanto, este disgusto no es para mí sino prueba de mi origen divino como Caesar Divi Filius.

Para castigar a su padre y a su legítimo esposo, Julia no sólo practicó su depravado cambio de vida en las casas de conocidos bribones de la ciudad, no, como se paseaba con bailarines y actores sobre los escenarios, cualquiera podía hacerse una idea de su conducta. Tiberio, quien pasaba más tiempo en las provincias que en Roma, no podía ni quería reprimirla, y mis exhortaciones y advertencias no hallaban eco alguno, por el contrario, eran un desafío a entregarse al más desenfrenado libertinaje. Cuando pienso en los beneficios y perjuicios de mis admoniciones, recomiendo a los padres tolerancia frente a los problemas generacionales, pues si al principio sólo imperó entre mí y Julia una diferencia de mentalidad, una forma distinta de interpretar la moral y las costumbres, degeneró luego en una abierta hostilidad. Al respecto, contestadme esta pregunta: ¿qué es mejor, un extraño o un enemigo?

A más de un filósofo no le alcanzó su sabiduría. Cuando reconocí mi error, ya era demasiado tarde. Ni los infames asesinos de mi divino padre, ni las salvajes hordas de Germania me demandaron tanta fatiga como luchar con Julia, mi propia hija. En mi decimotercero consulado trascendió que junto con Tulo Antonio, el hijo de Marco Antonio, forjaba un complot contra su esposo y su propio padre. Hay un límite en el cual se enfrentan el amor paternal y la estupidez. En consecuencia, debí proceder. Procesé a Iulo en un juicio justo: fue condenado y ejecutado. Yo, su padre, envié a Julia el acta de divorcio actuando en representación de Tiberio, quien estaba en Rodas entregado a la vida contemplativa, tal como Horacio en su sabinum, y la desterré a la isla de Pandataria, donde la tierra es peñascosa y árida y lleva a pensamientos sombríos. El hecho de que Escribonia, su madre, la acompañara por propia voluntad me demuestra que ambas tenían asuntos en común. Aquellos que antes se habían quejado de la vida ligera de Julia, exteriorizaron su disgusto por el rigor del padre, y el propio Tiberio pidió clemencia y dispuso que se permitiera conservar a la proscripta todos sus regalos. Al igual que el atrevido poeta en la lejana Tomi, Julia escribió cartas plañideras, suplicaba un día por su vida y otro por la muerte, y falsa como una víbora, su madre no le iba en zaga en su lloriqueo. Durante cinco años no mostré clemencia alguna. Bajo el consulado de Lucio Aelio Lamia y Marcos Servilio autoricé a Julia a abandonar la isla, le legué una renta anual y la mandé a Regio, en el extremo sur del territorio, donde moran Escila y Caribdis, uno, un monstruo de doce pies, seis cabezas y horribles fauces, el otro un engendro que sorbe tres veces al día el agua del mar para volver a expulsaría con tremendo rugido. ¡Que Escila y Caribdis se lleven a la madre y a la hija! No quiero volver a verlas.


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Hesíodo, el poeta de Beocia, afirma que la corneja vive nueve veces más que el hombre, el ciervo tanto como la corneja y el cuervo tres veces lo que el ciervo. Eso es absurdo, dicen nuestros sabios, sin embargo, quién duda que todos esos animales aventajan al hombre en longevidad. ¡Ah si fuera un ciervo, un cuervo, por Hércules! Hasta me conformaría con ser una corneja. Hoy comenzaría una nueva vida. No es que crea que vaya a hacerlo todo mejor, no, pero impondría a mi vida como meta no dejarse llevar por el destino. Tu destino no es sino una imagen de tu carácter. Si echas una mirada retrospectiva a tu destino, reconocerás tu carácter. Mas si conoces tu carácter (aquí me atasco, pues ¿quién es capaz de decir que se conoce a sí mismo?) tu destino también te será designado.

A fin de que el hombre no vaya al encuentro de la vida con arrogancia por este conocimiento, los dioses encomendaron a las parcas echar velos y niebla sobre los individuos: Nona, la que hila el hilo de la vida; Décuma, la que te lleva con el poder del viento huracanado, y Morta, la vestida de negro, que corta el hilo a su antojo. De este modo, jamás sabes si has sobrepasado el punto culminante de la vida, si has gozado de la dicha en su forma suprema, si has superado la desgracia.

Si después de larga postergación, la esperanza te promete un suceso, el tiempo se extiende como la cuerda de un arco y parece interminable como la carrera del sol. Sin embargo, es ilusorio que el tiempo se extienda… observa tan sólo la cuerda del arco: ni el mismo Ulises, que lo tendió con la ira del hombre humillado que retorna a casa después de largos años de odisea, fue capaz de alargar la cuerda, sólo dio esa impresión. Si hallas satisfacción en la vida porque Fortuna te es benigna y Venus te saluda con policromos velos de seda, entonces, caro amigo, este tiempo se te antojará brevísimo en su fugacidad y se te escapará de las manos. Si echo una mirada a mis 76 años vividos, las distancias son por igual cercanas y lejanas, sólo se encuentran en la senectud y en la juventud. La juventud se nutre de sueños, la vejez de recuerdos, y tanto una como la otra parecen interminables. Pero en la mitad de la vida el tiempo huye más a prisa que el viento que mueven en primavera las golondrinas con su aleteo, y jamás se logra retener un día. Horacio Flaco, sobre cuyo sepulcro lloré como un pequeñuelo, aun cuando nunca fue mi amigo como se afirma (le he perdonado hace tiempo que en Filipo luchara con los asesinos de mi padre y abandonara su escudo en actitud deshonrosa) escribió uno de sus cantos más bellos: Carpe diem. Lo transcribo de memoria porque deseo que perdure por siempre como el Imperio que yo creé.


¡Vive el día!


¡Oh, Leuconoe, jamás quieras escudriñar, lo que es malo saber! Cuánto tiempo de vida nos concederán los dioses benévolos.


Tampoco intentes interpretar supersticioso los números caldeos, pues en verdad, obrarás con más sabiduría si obedeces la voluntad de los dioses.

Ya sea este el último invierno, ya sea que Zeus añada otros que estrellen el mar Tirreno contra la roca viva, espera y enyesa tu vino, también adapta tu esperanza al tiempo. Mientras platicamos, se nos escapa la fugaz juventud,

¡Vive el día y no penes por el mañana engañoso!


Hubiera dado la mitad de mis más preciosos años, si alguna vez hubieran fluido de mi pluma palabras como estas. ¿Acaso el placer supremo no es ser poeta? Los poetas curan las heridas abiertas por la razón. Ellos son los verdaderos legisladores. En mi vida entera jamás conocí a un hombre más alegre que Horacio Flaco, quien, consciente del poder de sus palabras afirmaba que jamás moriría del todo, pues se había erigido su propio monumento con palabras, mucho más duraderas que el bronce. Y yo, Caesar Augustus Divi Filius me pregunto hoy ¿cuánto durará mi fama? ¿Acaso no empieza a desmoronarse ya el prestigio de mi divino padre Cayo Julio César? ¿Acaso Farsalia no es para muchos sólo el nombre de una ciudad, al borde de la planicie tesálica, aun cuando allí se hundió la República? ¿Y Sila, el gran dictador? La guerra de Yugurta y aquélla contra Mitrídates no tienen lugar en la memoria de la mayoría de los romanos, porque en el ínterin se libraron batallas más grandes y grávidas en consecuencia. Vacilo, pues, y dudo que el nombre del divino Augusto perdure más allá de cien años, que no se abata como la rama cargada de frutos, que no se quiebre y se extinga y se hunda en el olvido tan pronto madure la nueva cosecha.

¿No traje al Lacio épocas doradas? ¿No planté nuestros mojones fuera de la trayectoria anual del sol? ¿Quién negará que hay garamantes de mirada tétrica y britanos chapurreros, cuyo idioma sólo entienden los cuervos, que tiemblan a un mero meneo de mi diestra, que esta diestra impera sobre las Columnas de Hércules como sobre las estepas meóticas o del Caspio, y que los indos de piel oliva me ofrecen sacrificios? El Nilo de siete desembocaduras está en manos romanas y asimismo el Danubio delimitador de fronteras, cuyos orígenes los griegos buscaron en los Ripeos, hasta que Tiberio los descubrió en Retia. Virgilio no era un adulador cuando decía que otros podían crear ciertamente esculturas en bronce de formas más blandas y arrancar al mármol rasgos más llenos de vida, defender mejor el derecho y calcular con el compás las órbitas del firmamento y anunciar con exactitud la ascensión de las estrellas, pero a los romanos les competía dominar al mundo, imponer la cultura y la paz, proteger a los sometidos y subyugar a los rebeldes. ¡Por Júpiter, yo no actué de otro modo!

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