LXXIX

¡Lo he visto con mis propios ojos! Ha echado hojas nuevas. ¡Júpiter, está brotando vida nueva! El día de las calendas de junio, el roble seco de la ladera meridional del Palatino, que durante un año dejó caer sus ramas como condenado a muerte, se ha cubierto de repente de un suave verdor, de las ramas nudosas han salido tiernas hojas y los agoreros menean la cabeza desconcertados. Por primera vez me arrepiento de haber destruido los libros de predicciones. En alguna de las dos mil compilaciones seguramente se hubiera podido consultar el significado del portento. Ciertamente, parece un milagro cuando la vida se extingue en un roble con todos los signos que anuncian la muerte de la planta y de pronto reanuda su crecimiento en contra de todas las leyes de la naturaleza.

Ahora bien, la destrucción de los libros de predicciones no supone la invalidación de los presagios. Pues, si los innumerables signos que hasta ahora siempre he mirado con alguna desconfianza (sobre todo, porque alguna gente hizo de esta patraña un negocio) han de tener cierto significado, mi acto no destruyó los presagios ni su contenido. ¿Y qué otro significado puede tener el hecho de que el roble al pie de mi casa despertara a una nueva vida, sino que a mi también me será concedida una nueva vida?

Sin duda, setenta y seis años son el doble de lo que la vida suele conceder por término medio a un romano. ¿Sin embargo, no hay sobrados ejemplos de individuos que superaron en mucho esta edad? Anacreonte, el poeta ebrio de amor, tan generoso con el vino como con las elegías y los yambos, dice (espero que en estado de sobriedad) que Argantonio, el rey de los tartesios, había alcanzado la edad de 150 años, Ciniras, el rey de los cipriotas 160, y un cierto Aigimio 200. Helánico, contemporáneo de Herodoto, informa de epeios que vivían en Etolia y llegaron también a los 200 años, y lo apoya Damastes, el geógrafo e historiador de Sigeón, autor de un recuento de todos los pueblos. Los reyes de Arcadia habrían llegado a vivir 500 años, y Perifo, un rey de la isla de los lutmios: 600. Ciertamente, casi recelo al afirmar esto, nadie inferior a Jenofonte de Colofón, el discípulo escriba de Sócrates, demasiado haragán para escribir, el que se erigió un monumento imperecedero con la Anabasis, dice saber que el hijo de Perifo vivió 800 años. En verdad, 800 años me parecen un dato resultante de la ignorancia de la época que en aquel entonces computaba un verano por un año, el invierno por un segundo año y a veces cada estación por un nuevo año. Sin embargo, aun si se divide el número de acuerdo con lo antedicho, el resultado sigue siendo considerable.

El roble reverdece y me promete nueva vida, ¡Júpiter! ¿Aragantonio de Gades no gobernó 80 años, como se puede probar, después de acceder al trono a edad avanzada? Masinisa, el príncipe de Numidia que combatió contra los romanos con tanta valentía en Hispania, ¿no dejó al morir a los 90 años, un hijo de cuatro? Y sobre Gorgias, el más grande de los oradores de los griegos ¿quién dudó seriamente de sus 108 años, en los que, gracias a su verbo, consiguió todas las riquezas? Hemos olvidado a Quinto Fabio Máximo, el legado de mi divino padre en la provincia hispánica, que el último día de sus funciones como Cónsul suffectus, falleció a los 93 años y a Marcos Perperna a quien llegué a conocer cuando era censor. ¿Alguien cuestionará sus 98 años de vida? ¿Algún romano de categoría y educación cuestiona acaso la persona de Marco Valerio Corvo (yo le hice erigir una estatua en el Foro para conmemorar su victoria contra los celtas con la ayuda de un cuervo, de ahí su nombre Corvo) sólo porque alcanzó la edad de 100 años?

¡Morta, la inexorable parca, se mantenga alejada! Me queda aún toda una vida, tiempo suficiente para procrear un hijo, dotarlo de educación y poder, tiempo suficiente para prepararme para el fin del que nadie se libra. Mors et fugacem perseguitur virum.

Setenta y nueve días, Júpiter, setenta y nueve días que aún me quedan según la voluntad de los agoreros, no alcanzan. ¿Por qué la luz fulgurante del rayo hirió la C del nombre glorificado que jamás me arrepentí de adoptar? ¿Por qué no la D panzona en la palabra del Divino? ¿Si al calor del rayo se hubiera fundido la D. me hubiesen sido concedidos otros quinientos días? ¿O mil días si la pérdida hubiera sido la de la M en mi orgulloso título? ¿Dónde, cuándo, cómo traza Fortuna el límite entre la dicha y el infortunio? hablad, ¿si hubiese renegado del nombre de mi divino padre (y no pocos me lo aconsejaron, hasta mi madre Atia), me hubiera librado de este final, al no encontrar el rayo una meta plena de señales?

Muchos presagios relacionados con mi vida se cumplieron de manera extraña, pero siempre fueron buenos augurios. En cambio, de los malos, ninguno respondió a la verdad en relación con mi futuro, ya sea porque el destino decidió en contra o porque lo pronosticado no se produjo ni para bien ni para mal. Tampoco me son ajenos los rayos. Bajo el consulado de Marco Marcelo y Lucio Arruntio el rayo de Júpiter hirió mi estatua en el panteón de Agripa con tanta fuerza que la lanza empuñada por la mano fue arrojada al suelo y se quebró. En aquella ocasión los videntes me vaticinaron días aciagos, a su entender la suerte en la guerra me había abandonado. En realidad, después de aquel terrible prodigio conquisté toda la Retia hasta el Danubio superior, Nórico y Panonia, y las insignias de campo romanas alcanzaron el río Albis en el norte de Germania. ¿Todo eso sin suerte en la guerra? ¿A qué presagio debo dar crédito, pues, al rayo devastador del Foro o a la potencia germinativa del roble? Puesto en situación de elegir, me aferro al prodigio que me promete dicha, spemque metum que inter dubii. Quien desea y espera vive ya en el futuro.

El roble debiera ser regado con vino, como corresponde al sagrado árbol de Júpiter. Nada favorece más el crecimiento que el zumo de los racimos. Otros se ríen de nosotros, los romanos, por esta costumbre que enseñó a los árboles a beber vino, pero será por envidia, porque para ellos el vino es un bien demasiado costoso o porque todavía no lo intentaron poner en práctica? Quiero ofrendar el mejor falernés, que encierra en sí la fuerza del sol en las pendientes de la vía Apia, para que prosperen los retoños y cuando apriete el calor del verano tenderé lonas sobre las tiernas hojas del árbol. Pues en tanto el roble eche brotes, viviré. ¿Quién dudaba? Destinado a morir y no talado aún por desidia, el brillante verdor de las hojas busca la luz. ¿Alguna vez tuvo significado más profundo un prodigio?

¡Fuera deprimente tribulación! ¡Fuera tétricos pensamientos! Dum spiro, spero. Aun cuando me falte el aliento, esto no significará aún la muerte, porque tampoco se puede confiar en ella. ¿O acaso ya ha sido olvidada la suerte del pretor Cayo Aelio Tuberón, que fue llorado por muerto, colocado sobre la pira según el rito de los antepasados, y cuando las llamas se alzaron, se levantó y se marchó a su casa? ¿O la del caballero Corficio que al cabo de años estuvo junto a la sepultura de sus propios enterradores, porque poco antes de la cremación se habría decidido por la vida? De Gabieno, mi comandante de flota, que tuvo un final tan deplorable, se cuenta que después de ser decapitado sobrevivió para desplazarse entre los esbirros de Sexto Pompeyo. Ejecutado en la playa, de tal manera que la cabeza le quedó apenas sujeta al tronco, su cadáver yació un día entero por allí, hasta que al caer la noche empezó a gemir e implorar. Dijo haber regresado del mundo subterráneo para traer un mensaje a Pompeyo. Este mandó una delegación y Gabieno declaró que la toma de partido de Pompeyo complacía a los dioses del averno. Dichas estas palabras expiró. Aun cuando esto se asegura a pies juntilas, dudo de la exactitud de tal exposición y sospecho que se funda en un rumor intencionado.

¿Por qué, por Hércules, los dioses han concedido tanta vida a los animales que viven cinco y hasta diez generaciones, y al hombre, en cambio, nacido para cosas superiores, le llega su fin al cabo de tres? Si fuera un perro estaría precisamente en el umbral de la juventud, retozaría en celo por las callejas tras el olor de una perra. Pero yo soy Imperator Caesar Augustus Divi Filius y mis sentidos se embotan, mis miembros se entumecen, mis ojos y mis oídos fallan en su cometido y tampoco se puede esperar de los dientes que mastiquen para ayudar a una buena digestión. ¡No soy lo que se dice un Zenófilo, que vivió sólo para la música y alcanzó la edad de 105 años sin achaques!

Ya me asalta la duda si el reverdecer del roble es más bien una gracia o un castigo, si la vida de cada cual, aun en su brevedad, no es bastante larga cuando se la sabe aprovechar. No, no es a la muerte a la que temo, sino el momento en que sobrevendrá. ¡Cómo envidio por su muerte a Quilón, el sabio que murió de alegría por la victoria de su hijo en los juegos Olímpicos, o a Sófocles que expiró en medio del regocijo por el triunfo de uno de sus dramas! ¡Qué apacible fue el fin del progenitor de mi divino padre: por la mañana, al calzarse los zapatos, o el del cónsul Juvencio Talna, al hacer su sacrificio en el templo, o el del actor Ofilio Hilaro, durante su propio ágape!

Pero las más bellas de las muertes las tuvieron el pretor Cornelio Galo y el Caballero Tito Hetercio: dejaron de existir mientras hacían el amor. ¡Oh, Venus, si pudieras concederme igual suerte!


Yo, Polibio, liberto del Divino Augusto y experto en el arte de la escritura, me lamento ante la divinidad de Venus. ¡Apenas escapado de la muerte cercana, el Divino quisiera morir durante el acto de amor! Se me ocurre que su razón no es del todo clara ya. Jamás hubiese creído que un César moribundo atrajera tantos curanderos, agoreros y astrólogos. De este modo hasta morir se convierte en un negocio. Intento figurarme cómo yo, Polibio, dominaría la situación. La muerte de un escriba le es indiferente a los vaticinadores, por lo tanto, no ofrezco condiciones para semejante situación, ni me preocupo por ello. Sin embargo, la vida es el arte de extraer conclusiones correctas de falsas premisas.

Загрузка...