XXXVIII

Miedo. Me rodean demasiados soldados. Vivo en medio de un bosque de lanzas, en una maraña de espadas amenazantes y por todas partes centellean puñales. Tengo miedo. Ciertamente, llamé a los pretorianos para mi protección, para que apaciguasen mis temores, pero hete aquí, que temo a aquellos que deberían quitarme el miedo.

Cada vez se acercan más. Al principio custodiaban los portones del palacio, luego patrullaron los corredores y hasta hace unas pocas semanas cruzaban sus lanzas frente a mis puertas, pero desde ayer montan guardia de este lado de las puertas, dentro de mis aposentos. Mantienen la vista al frente y no la desvían para mirarme. El prefecto a quien mandé llamar, me explicó que obedecía órdenes de Livia. Mi esposa declaró en su descargo que Tiberio había reforzado las guardias porque en la ciudad reinaba desasosiego. En el Foro se distribuían libelos en los cuales se anunciaba con palabras soeces mi deceso, dibujos en las paredes me ridiculizaban en la figura de un elefante achacoso, con mis rasgos fisonómicos, que se arrastra para morir en el monte bajo.

Esta es la maldición del hierro: si no diriges la espada contra otros, estos la dirigen contra ti. Homo homini lupus. Las armas tienen su propia moral y sus portadores cantan siempre la canción del más fuerte. Los débiles sólo cosechan el escarnio, y en mi condición actual soy débil. Sin embargo, creo que sólo los débiles comprenden la desgracia que causan las armas, los débiles como el provecto Cicerón o (no puedo evitar, mencionarlo aquí) el proscripto de Tomi que se quejaba con tanto acierto: ¿quién conocería a Héctor si Troya hubiera seguido siendo feliz? Sólo por la ruta de la desgracia el héroe transita hacia la fama.

Si debiera mi fama al fragor de las armas, quisiera no haber nacido, y los dioses castiguen con la muerte y el olvido de su nombre a todo aquel que me suceda y empuñe la espada. Si miro hacia atrás con la experiencia del anciano, reconozco la causa de la belicosidad romana que casi no me atrevo a expresarlo, se tiene por una virtud, como el pudor y la dulzura: es el orgullo propio de los romanos, la soberbia de creerse los únicos entre todos los pueblos para dominar al mundo por la voluntad y elección de los dioses. ¡Por la divinidad de Marte! Son nuestras derrotas las que atizan esta presunción. Si las derrotas aniquilan a otros pueblos, a los romanos los llenan de orgullo.

¿Quién habla de la victoria de Cayo Flaminio sobre los insubrios a orillas dle río Adda? Nadie. Pero aun cuando sucedió hace 230 años todavía está en boca de todos la derrota que le infligió Aníbal en el lago Trasimeno, donde 15.000 valientes romanos perdieron la vida porque sin atender a los prodigios (cayó con su caballo sin motivo aparente frente a la estatua de Júpiter Stator) marchó intrépido a la batalla. La derrota de Cannae que se convirtió en la tumba de 50.000 romanos es celebrada hoy como una victoria, ni siquiera injustamente si se lo mira con objetividad, puesto que Aníbal no supo sacar ventaja de este triunfo. Roma quedó abierta a los cartagineses, por toda la capital subían al cielo las llamas de los holocaustos y los ancianos aguardaban puñal en mano, dispuestos a sacrificar a mujeres y niños para evitar que cayeran en manos del mortal enemigo. Pero Aníbal titubeó y la mayor de las derrotas se trocó en la más grande victoria, pues Cartago cayó, y Roma sigue en pie aún. Livio se burló en su Historia del Estado: "Vincere scis, Hannibal, victoria uti nescis". Esta clase de sucesos que, a pesar de ser derrotas a menudo se tornaron en lo mejor, nos han llevado a ufanamos de ser el pueblo escogido por ios dioses para imperar sobre todos los demás y es sólo una cuestión de tiempo cuándo quedarán sometidos a las águilas romanas aquellos que hasta ahora nos han hecho frente.

Hoy reconozco la injusticia de muchas guerras ofensivas y no excluyo de ellas a mi divino padre. ¿Por qué, por Júpiter, necesita el Imperio Romano cebarse continuamente con más colonias? Es grande el peligro de atragantarse como un heliogábalo *, en medio de la abundancia de sus manjares. Creo que no hay bellum iustum, ni guerras justas ni injustas, sólo hay guerra, así como sólo existe el placer (ni caro ni barato) del cual Diógenes decía: Ve a un lupanar y verás que no hay diferencia entre el placer caro y el barato.

Me dan ganas de refr. Me río, porque mi risa irrita a los pretorianos. No son capaces de interpretarlo: un decrépito César que escribe y se ríe solo, es demasiado para el cerebro de un pretoriano, cuyo sueldo anual es de setecientos cincuenta denarios. Con el correr de los años se han juntado seis mil de estos estúpidos para mi protección. ¿Para mi protección? Estos idiotas me dan miedo y dispuse que jamás hubiera en la ciudad más de un tercio. El resto está en los cuarteles de los pretorianos al norte de Roma entre vía Nomentana y vía Collatina.

Sólo conozco a mis legiones sobre el papel, por las nóminas de sueldos que otorgan a cada uno doce mil sestercios después de veinte años de servicios. ¿Son veinticinco legiones? ¿Son menos? Tiberio sabría responder, pero no me animo a preguntarle. La pregunta podría interpretarse como debilidad. ¡Un emperador que olvida el número de sus legiones! Por lo tanto empiezo a contar con mis dedos entumecidos: tres legiones llevan mi nombre, una Legio Augusta tiene su cuartel de invierno en la Britania superior, otra en Numidia y la tercera en la Germania superior. En Fenicia está estacionada la Gallica y en Arabia, la Cirenaica. La Scythica custodia Siria, la Macedonia, Tracia. En la Britania inferior se encuentra la Victrix, en Judea la Ferrata, en Mesia superior la Claudia y en Mesia inferior la segunda Claudia. Queda la Fulminata que, (por Marte, no estoy seguro) está estacionada en Capadocia como la Apollinaris. Casi me olvido de la Valeria en la Britania superior. Tres Gemina, reclutadas de otras legiones, se encuentran en la Panonia superior, Judea y Dacia. ¡Por la divinidad de Marte! ¿Dónde están mis otras legiones?

Un anciano decrépito y enclenque como yo no debiera regir sobre este imperio. ¿Por qué no me matáis, idiotas? ¿Para qué portáis lanzas, espadas y puñales? ¿Para mi protección? ¡Para darme miedo! ¡Miedo! ¿Por qué no me matáis, idiotas? ¿Esperáis órdenes? ¿Dónde acecha mi asesino? ¿Detrás de qué columna se oculta mi enemigo? ¿Quién es mi enemigo? ¿Livia, para quien mi muerte no se produce con bastante rapidez? ¿Tiberio?

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