XXIX

Con el espejo en la izquierda y la pluma en la diestra estoy sentado aquí, empeñado en vano en reprimir aquellas denigrantes experiencias. ¡Si, contémplate, miserable anciano libertino! ¿Fue Pudor quien enrojeció tus ojos? ¿Fue la ira de Zeus la que surcó tu rostro con la reja del arado vengador? ¿Fue la furia de Vulcano la que dejó cráteres en tu nariz? ¡Deplorable larva! ¿Imperator Caesar Augustus Divi Filius? Irrisorio. Eres un monstruo depuesto, César, un repugnante espectro, y si tu exterior ya es bastante repelente al punto de que si fueras a pie por el Foro a la luz del día, los rapaces te seguirían bullangueros haciéndote cuernos oon los dedos como a un ilusionista venido a menos, no me atrevo siquiera a imaginar tu interior, presumiblemente carcomido por gusanos, descomponiéndose en fétida putrefacción.

Podrás echarte al coleto tanto rojo de Retia como puedas, mejor dicho, como tu estómago esté en condiciones de retener, pero no te cambiará, sólo lo hará con tu mirada. Lo horroroso de la vida es la verdad de cuyo camino siempre te apartaste. ¡Mírala a los ojos, mírate a los ojos! ¿No es excesivo tu respeto por la muerte, comparado con el escaso respeto que tuviste por la vida? Si al final conservas una sonrisa, tu vida habrá sido una ganancia. Sólo entonces.

Intenta, pues, sonreír.

Primer intento: una mueca, no una sonrisa.

Segundo intento: un mostrar los dientes.

Tercer intento: risa sardónica. ¡Júpiter! ¿Es tan difícil sonreír?

Cuarto intento: cloqueo.

Quinto intento: risa ahogada.

¡Oh, Júpiter! tú que pusiste a mis pies un imperio que abarca desde las nacientes del Eufrates hasta las Columnas de Hércules, regálame una sonrisa!

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