XLIX

En las calendas del mes Quintilis, yo, Imperator Caesar Divi Filius, me veo por primera vez libre de los peores dolores, pero apenas abandoné mi hedionda cama el destino me sorpendió con un nuevo golpe. ¡Cómo me horroricé al mirar por la ventana! La verdeante fronda del roble que pocos días antes prometía nueva vida se veía marchita y achaparrada a la luz del sol, condenada a muerte. Esto ha matado mi última esperanza de que el portento de la naturaleza castigara las mentiras de los agoreros. Ya ha pasado la mitad de los días que me quedaban y conviene mirar discretamente hacia la salida. Sé sincero, amigo, sería poco deseable que este decrépito y envejecido que huele más a mortalidad que a ser humano viva más de lo que se le prometió. Habla, ¿por qué te aferras de este modo a tu vida? Levanta la piel marchita de tu pecho y de tus brazos y luego suéltala. ¿No cae fláccida como un trapo mojado? Y tus piernas que se niegan más y más a sostenerte ¿no se parecen a verdes tallos que engrosan en nudos? ¿Qué quedó de todo tu orgullo, tu cabellera? una rala corona. Y ahora que ya no ofreces una imagen agradable a la vista, la debilidad de tus ojos te impide apreciar la belleza del universo.

Llamé a Musa para que me quitara el asco que amenaza asfixiarme. Arden mil piras funerarias y el humo no me deja respirar. Mi médico me dice que los romanos más ancianos habían ordenado a sus herederos que condujeran a la colina capitolina víctimas propiciatorias en acción de gracias, porque yo, Caesar Divi Filius, los había sobrevivido. Según me informó, arden por toda la ciudad hogueras festivas porque doblegué a la muerte como Esculapio, quien, si recuerdo bien, fue herido por el rayo de Júpiter. Yo me inclino a creer que son piras funerarias, creo que Musa anunció mi muerte y ahora está sorprendido de que viva aún. Vivo con oleadas de dolor en el vientre, pero vivo.

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