LIII

¡Cómo centellea el rojo setinés en la copa! ¡Nunc est bibendum!

Cada vez me cuesta más retener las ideas, no sólo porque el ojo derecho que aún me queda lagrimea y me niega su servicio al cabo de corto tiempo, sino también porque las fallas de mi memoria son más y más frecuentes. ¡Qué mundo es este en el que nos pasamos la vida entera aspirando la cultura y la sabiduría, y apenas hemos logrado una pizca de esos bienes, morimos como un árbol después de la cosecha! Como el árbol del que se han recogido los frutos, perdemos todos los accesorios que nos adornan, se nos caen los dientes y el pelo, la piel se marchita y arruga y el estómago no tolera sino los alimentos livianos, propios de un párvulo. Buscas en las circunvoluciones de tu cerebro nombres, fechas y sucesos, pero no encuentras sino embrutecimiento o cosas supuestamente correctas que más tarde prueban ser equivocadas. No me excluyo en este aspecto de la masa humana y por momentos dudo de mi divinidad ¿un Júpiter que se atasca al hacer el recuento de sus amantes, un Jano que olvida el comienzo de un final, Apolo que no recuerda el nombre del dragón?

Jamás gocé de la memoria del Divus Julius, capaz de rememorar en todo momento el número de los caídos por su intervención como si hubiera acabado de suceder (si recuerdo bien y mi memoria no vuelve a jugarme una mala pasada, al final de su vida sumaban 1.192.000). Mi divino padre podía escribir y leer al mismo tiempo, escuchar las noticias y dictar, y cuando dictaba empleaba hasta siete escribas. Jamás fui un Ciro que llamaba por sus nombres a los soldados de su ejército integrado por varios millares de hombres, tampoco un Escipión que hizo lo propio entre los romanos, ni siquiera un Cineas, el embajador del rey Pirro, quien al día siguiente de su llegada a Roma supo llamar por sus nombres a todos los patricios y senadores de Roma. En cierta medida domino la lengua de los griegos, bastante difícil para un romano, pero no soy un Mitrídates, rey de veintidós pueblos y capaz de hablar en otros tantos idiomas.

¿Quién soy? Quiero significar quién soy más allá del nombre Gaius Caesar Divi Filius. Por cierto, el nombre perdurará como la colmena que aún subsiste cuando sus laboriosas ocupantes han huido o se han extinguido. ¿Pero qué es un nombre? ¡El espejo! ¡Espejo, si sabes la respuesta, habla! ¿Qué hay detrás de los ojos llorosos y el círculo rojo azulado que los rodea? ¿Qué oculta la frente surcada de arrugas, ese campo en que la vida ha grabado tan lenta y regularmente su obra de destrucción, que escapa a la percepción? Bien está que así sea, pues si nos percatáramos en un solo día de los cambios de la vida, nos mataría el honor y la desesperación de lo visto.

¿Qué quisieron decir los Siete Sabios, cuando en la entrada del templo de Apolo de Delfos, donde se guardaba todo el saber, escribieron las palabras "conócete a ti mismo"? ¿Qué pretendes conocer, cuando ignoras lo que es conocimiento? Quien no sabe qué es un embustero y que existen los embusteros jamás podrá reconocer a un hombre como tal. Pero, por Can, nada es más difícil que el conocerse a si mismo, pues quien lo intenta es a la vez sujeto y objeto del conocer y no puede obtener resultados sino a través del constante cambio de ambas posturas. ¡Contéstame, maldito espejo, antes de que escupa a la cara macilenta y grotesca que me mira!

– ¿Macilenta? ¡Es tu imaginación! ¡Observa el color rosado de mi piel, alisada con unturas, observa la lozanía de la carne!

Conozco demasiado bien esta segunda juventud, este último ardor que permite al individuo experimentar un nuevo florecer reñido con la naturaleza, y nos lo muestra rosado como lechón recién parido.

– ¿Por qué eres tan severo contigo mismo?

– ¿Severo? Di más bien considerado. Toda la vida traté de apartarme de ti, de mí, llámame como quieras, eludí la discusión como el gato al fuego y censuré la virtud suprema, la lealtad respecto de mí mismo. Ciertamente, es deslealtad presentar al individuo que lleva tu nombre y negarte a ti mismo. Combatí el vicio con leyes, por lo cual merecí ser llamado bueno por los buenos y malo por los malos, y a menudo me pregunté al respecto por qué obré así si un malo no se hace bueno por la ley, ni un abyecto noble. Yo viví (al menos exteriormente) la vida del censor magnánimo, porque ese es el rol que me impusieron, pero más de una vez hubiera preferido putañear como mi divino padre.

– ¡Divino! ¿Livia no llevó secretamente a tu lecho una ramera de grandes senos, como a ti te gustan, y ojos de azabache para que te diera placer?

Sí, secretamente y sin desearlo, debía hacer el amor con esclavas cuando a Livia se le antojaba, con mujeres que respondían a su gusto, meretrices a las que despreciaba, mientras Divus Julius buscaba los favores de las damas más distinguidas sin ocultarse.

– ¿Qué te lo impedía?

Mi nombre virtuoso, mi nombre que, por haberme formado la vida de este modo, es sinónimo de virtuosidad.

Aborrezco la virtud, pero lo que más desdeño es congraciarse con la virtud, por eso me desprecio.

– ¿Me desprecias, desprecias a tu imagen?

– Sí, a ti, que me miras con expresión tan magnánima, generosa, sin censura, retrato insípido de esa virtud a la que se le dedicó por deseo mío un día de fiesta en los idus del mes que lleva mi nombre. ¡La virtud! ¿Qué es eso? ¿Acaso no ve cada cual la virtud de otra manera? En el ángulo de mira de los estoicos detrás de la virtud se oculta la vida razonable y natural, nada más. Para Epicuro era saber descubrir las condiciones del verdadero placer. Platón predicaba la virtud como la idoneidad del alma para la obra que le está destinada y Aristóteles llamaba virtud a una cosa intermedia entre dos extremos que él condenaba por igual, a saber: la prudencia entre el desenfreno y la apatía, la valentía entre la intrepidez y la cobardía, la justicia entre el cometer injusticias y el soportarlas, la generosidad entre la mezquindad y la dilapidación, la mansedumbre entre la cólera y la incapacidad para experimentar una ira justificada, el pudor entre el libertinaje y la mojigatería. Dicho con acierto, me parece que el Peripatético olvidó mencionar que la virtud es una carga y requiere fortaleza moral en el cumplimiento del deber. Y como estoy seguro que nadie conocerá mi verdadero carácter antes de transcurridos estos cien días, puedo confesar mi sincera opinión: la virtud no es sino la placenta del vicio.

– ¿Eso dices tú, imitador de la virtud?

¡No me hagas reír, imitador de la virtud! Ciertamente, me llaman el justo, porque predico la justicia, pero mis dedos están pringosos de sangre. Jamás maté con mis propias manos, no, ¿pero qué diferencia existe entre el asesinato y la fría orden impartida? Después de la batalla de Filipo eliminé por la espada a mis adversarios peligrosos (hasta un hijo de Antonio debió morir aun cuando jamás había proferido una palabra en mi contra, pero temía que alguna vez pudiera constituir una amenaza para mí). El bastardo Cesarión fue asesinado por orden mía. Aunque Antonio y Cleopatra se suicidaron, yo me siento culpable por su muerte. Me llaman austero, Júpiter, porque promulgué leyes que castigan el concubinato de hombres y mujeres y penan la infertilidad con drásticos impuestos. Desterré a mi disoluta hija Julia porque mancillaba la imagen irreprochable, en apariencia, de su padre. Lo hice sin poder contener las lágrimas, creedme, por satisfacer a mi investidura en el Estado, no por convicción, y si anteriormente me refería a mi hija de distinta manera, ello respondió también al motivo precitado, pues en su desenfreno, Julia no es distinta a su padre quien, esclavo de las pasiones embarazó vírgenes y compró su silencio, poseyó a mujeres castas, de preferencia a las de sus amigos sin que ellos lo supieran y violó a Livia, en avanzado estado de gravidez, en el propio lecho de su marido Tiberio Claudio Nerón, pero ella gimió de placer y no vaciló ni un instante cuando le anuncié mi deseo de desposarla y resarcí a su esposo con una considerable suma. ¿Eso fue virtud? Me consideran pacífico, un hombre que aborrece la guerra, muy cierto, pero no valoro la paz por amor a ella, todo lo contrario. Si vis pacem, para bellum. Me duele no haber librado jamás una batalla en el frente, aunque me han otorgado el titulo de emperador de por vida, sólo porque pensar en el enemigo armado me hacía defecar. A veces, la paz responde a causas extrañas. El pueblo me llama Augusto, lo cual me halaga porque hasta ahora no se otorgó a nadie este título, ni a mi divino padre, y las generaciones venideras deducirán de esta circunstancia que fui amado por el pueblo como ninguno y viví sin enemigos. Sin embargo, jamás entré en el Senado sin el peto oculto bajo la toga y esta coraza me protegía también en la calle. En consecuencia, no queda mucho de aquello que se vincula con mi nombre, salvo que siempre me esforcé por hacer lo que convenía en su momento.

– ¿Un oportunista, entonces?

Si entiendes por oportunista a un hombre que se echa sin reparos al suelo de los hechos dados, si.

– ¡Pero los oportunistas son débiles!

En la vejez hay cosas que te molestan más que el reproche de ser un débil. Ulises, el aguerrido antepasado, ¿merece ser llamado un débil porque temió el canto de las sirenas y se hizo amarrar al mástil de su nave? Ulises conocía su flaqueza y obraba conforme a este conocimiento. Si hubiera sobrestimado sus fuerzas, hubiese naufragado como todos los que lo precedieron al chocar con los escollos del mar. Por lo tanto, es preferible un débil consciente de su flaqueza que un fuerte que sobrestima sus fuerzas. Esta es mi idea de la virtud.

Así le hablé al espejo y lo hice callar. El espejo es mi otro yo, mi conciencia que me enfrenta desde la plata. Llamadlo pueril o senil, calificadlo como queráis, yo vivo con mi imagen, charlo con ella y me acompaña. Ciertos días la amo y por momentos la aborrezco (¿debo avergonzarme por confesarlo?) ¿Acaso Aristóteles, a quien nadie se ha atrevido aún a negarle grandeza, no hablaba con su alma, si bien jamás la había visto, como él mismo admitió? Así es, más aún, forma parte de las cosas más arduas conseguir alguna certeza acerca del alma. Pero conozco bien a mi imagen reflejada y necesito contemplarla un rato bastante largo antes de que empiece a hablar por impulso propio. Es como si saliera de mi propio yo para hablar conmigo. Vivo con mi espejo como con un amigo, lo saludo cada mañana, me enojo con él por su perverso rigor y cuando lloro es cuando más lo amo.

Nunc est bibendum!


Yo, Polibio, liberto del divino Augusto y experto en el arte de la escritura, tomé un espejo en la mano para saber qué diría mi imagen. A juicio del César, es menester mirarse un buen rato para entender el lenguaje de la propia alma. Pasé media noche mirando al espejo con los ojos casi fuera de las órbitas, a la luz de la lámpara. Tener que contemplarse a sí mismo es una tortura y al cabo de corto tiempo uno se siente estúpido. De todos modos, no escuché nada, excepción hecha de los sonidos que yo mismo causé. Esto me sugiere dos preguntas: ¿estará loco el Divino? o ¿careceré de alma? Tal vez sólo posean alma los intelectuales y los filósofos, o quienes nacieron libres, como los romanos. Fuese como fuere, hasta ahora no eché de menos este dispositivo. Al contrario, cuando leo las dificultades que le causa su alma al Divino, renuncio a ella de buena gana.

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