XXVI

Cuanto más cavilo sobre lo acontecido la víspera, (el sueño me es tan lejano como la juventud y la salud), más me preocupa el Imperio Romano. ¿O me tortura la preocupación por mí, por los últimos días de vida que me quedan? Lo cierto es que mi corazón corre como un jinete asiático, me brota sudor en la nuca que siento fría y viscosa, estar solo me hace estremecer, y me invade la angustia de un criminal sentenciado. El supplicium ultimum se acerca más y más con cada día, con cada noche que queda atrás, y el diario que comencé en condiciones absolutamente distintas, es en estos momentos el único esparcimiento de un César, al cual nadie presta oídos ya, porque cada cual cree conocer el número de días que aún le quedan y al sucesor, que, transcurrido el inexorable plazo, ocupará su lugar. Me siento apartado, inservible como una fuente cascada que cumple mal los servicios, debe ceder su lugar a otra nueva y espera el momento en que irá a parar al montículo de desechos.

Cuanto más pienso en lo acontecido la víspera, mejor comprendo que los romanos padecen más durante la paz que durante la guerra. Es verdad que en tiempos de las guerras civiles el pueblo estaba dividido en diversas facciones, pero los ciudadanos se sentían satisfechos de poder imponer sus metas. Ahora, en cambio, unificados bajo un principado, los romanos están sometidos al mal de una larga paz, y la unidad los fastidia más que cualquier arma. Creo que el futuro del imperio depende de que los romanos logren superar en sus mentes la barbarie de las guerras fratricidas. Pues antes de que el primer miles pise el campo de batalla, las guerras ya han sido preparadas en la mente de los hombres. Por esta razón son en primerisimo lugar una cuestión de cabeza, y solo en segundo, cosa de los puños.

Cuanto más pienso sobre lo acontecido la víspera, tanto más necesario se me antoja dejar asentados mis pensamientos por escrito, pues nada es más efímero que una idea que no ha sido volcada a un pergamino. No todos son Sócrates, que se negó a escribir y, no obstante, sus pensamientos no cayeron en el olvido, porque pronunció cada uno de ellos a viva voz y entre sus discípulos encontró diligentes ayudantes que retuvieron sus palabras en el papel. Lo admito, tomé la resolución tarde y bajo la presión de esos cien días, pero quien vive al día, librado a sus apetitos, cumple día a día el objetivo de su vida, y la muerte jamás lo sorprende a deshora, pero para quien como yo se preocupa por la posteridad y quiere conservar su obra para el bien de ella, la muerte siempre es inoportuna, pues interrumpe algo que se ha comenzado. No soy un Herodoto que toma la pluma para que no caiga en el olvido por el paso del tiempo lo que realizaran griegos y bárbaros y a menudo quedó sin nombrarse, y lo que Cicerón tradujo con las palabras: “Nescire quid ante quam natus sis acciderit, id est semper esse puerum”; no soy un Tucídides, a quien le interesó saber porque atenienses y espartanos lucharon por la hegemonía; Livio es también superior a mis líneas, porque en sus libros devolvió a los romanos lo que perdieron en agotadoras luchas: la historia de su pasado. No obstante, les llevo una ventaja a los grandes historiadores: la experiencia politica y militar. Lo que digo a continuación no es un reproche: Tucídides es el único historiador que probó sus fuerzas como general. El resultado es sobradamente conocido: le valió veinte años de ostracismo y, sin embargo, nadie explicó mejor que él los acontecimientos políticos en base al carácter de los gobernantes. ¿Pero quién da prueba fehaciente que Tucídides interpretó correctamente a los personajes y de este modo las causas que motivaron sus actos? Por esta razón atribuyo tanta importancia a mis fatigosos apuntes.

Cuanto más pienso sobre lo acontecido la víspera, tanto más claro se me aparece el destino de Herodes, el rey de los judíos, que no era judío, pero gobernó a ese pueblo durante cuarenta años. Bajo el consulado de Cayo Calvisio Sabino y Lucio Pasieno Rufo, cuando Herodes frisaba por los setenta, sucedió que enemigos del Estado arrojaron al suelo el águila romana entronizada sobre la entrada al recinto del templo de Jerusalén. La caída del águila, símbolo del domino romano, que quedó hecha añicos, y la política herodiana, provocó la insurrección del pueblo y el fin de su reinado. Y como los signos se repiten, no dudo ya en mi cercano fin.

Herodes se contaba entre las figuras más versátiles que he conocido en mi vida. Digo esto, aun cuando ostentó por treinta y siete años el título honorífico rex socius et amicus populi Romani, aun cuando nos legó a mí y a Livia 1.500 talentos (suma que hice llegar a sus deudos), aun cuando por épocas le tuve gran afecto, y aun cuando construyó en la costa fenicia un puerto que lleva mi nombre: Cesarea. El rey de los judíos siempre tuvo la astucia de sentarse sobre el caballo adecuado, sólo su pueblo pudo haber tenido dificultades para adaptarse a la conversión. Los oportunistas se dan en todas partes.

Los judíos nos profesan profundo odio desde que nos apoderamos de su territorio. Herodes debía ser un pequeñuelo cuando esto sucedió, hijo del idumeo Antipatro y una árabe con dos brasas por ojos, famosa en su tierra por su belleza. De su padre heredó la ciudadanía romana, sin saber de qué lado debía ponerse en aquellos tiempos confusos de la guerra civil. Antípatro estaba aún del lado de los asesinos del César; Herodes, en cambio, se volcó primeramente hacia Marco Antonio, pero pronto reconoció al verdadero triunfador y se pasó a mi bando. Esto sucedió en una época difícil. Jamás olvidé esta acción y fui un gran patrocinador de su carrera. A una edad a la cual a un romano le está vedado el Senado, (ni que decir del cargo de cónsul), ya investía el puesto de gobernador de Galilea y, a instancias mías, el Senado lo impuso como rey de los judíos.

¡Qué sencillo parece a medio siglo de ocurridos los acontecimientos, por Júpiter! En realidad, a Herodes le esperaba en aquel entonces una situación nada envidiable: después de invadir la provincia de Siria, los partos hicieron rey al macabeo Antígono, de modo que en su trono se sentó otro soberano. Sin embargo, con dinero y argumentos prudentes supo conseguir un ejército de mercenarios y en esto lo benefició que los partos hubieran saqueado la ciudad a su entrada a Jerusalén, mientras Antigono observaba los excesos sin hacer nada por impedirlos. Herodes incursionó tres años por el territorio para reconquistar el reino que le había sido adjudicado, pero encontró en Antígono un adversario casi invencible, y cuando llegó el momento de tomar Jerusalén, Sosio, el gobernador de Siria, acudió en su ayuda con once legiones. Al cabo de un sitio de cincuenta y cinco días la capital cayó en sus manos.

A fin de congraciarse con los jerosolimitanos Herodes prometió compensar a cada uno de nuestros legionarios que renunciara a saquear a la ciudad y a sus habitantes con bienes por igual valor. Con este proceder creyó ganar amigos entre los judíos, pero su intervención no surtió efecto, porque en razón de no ser hijo de madre judía seguía siendo por ley un extraño en su propia tierra. Y sus promesas lo llevaron al borde de la ruina financiera. Antígono fue capturado por los romanos y ejecutado.

Los judíos son un pueblo peculiar. Mil años de fatalidad les han trastornado la cabeza. No dejan de hablar del fin de los tiempos, niegan la supervivencia del alma después de la muerte, como lo enseñan los filósofos griegos y, asimismo, el fatal destino de la existencia humana. Como los polluelos que buscan el calor de la clueca, se aglomeran en sus templos y prohíben con la espada la entrada a ellos de todo infiel, como si fueran a llevarse consigo los misterios del espiritú.

Aunque su templo es más grande que cualquier templo de Roma, se honra en él a un solo dios, del cual afirman que es el único y verdadero. Este híbrido es de su propiedad y por eso los aborrezco. Pues silos egipcios adoran a deidades representadas por hipopótamos preñados y mujeres con cabeza de gato, ninguno de sus sacerdotes calvos osa negar a los dioses romanos.

Hoy me arrepiento de haberles dejado a los judíos su dios. Creía que un solo dios era impotente contra el panteón romano, pero me equivoqué. Un pueblo que adora a un solo dios, queda más a merced de él que un pueblo politeísta. Nosotros ofrecemos sacrificios a dioses de los cuales no conocemos siquiera su prosapia como Pales, el dios de las dehesas, en cuyo honor celebramos en aprilis las Palias con hogueras de rastrojos y pasteles de mijo. Veneramos a Cardea, la diosa de los goznes de las puertas, y a Abundancia, y en todo el imperio no se les ha erigido un templo. Si anunciara su fin como corresponde al Pontifex maximus, ningún romano levantaría la voz, pero si un extraño posara el pie en el umbral del templo de los judíos, desprovisto de estatuas donde veneran a su único dios, todos los judíos se alzarían como un solo hombre.

Esto causa risa, pues en silos judíos están desavenidos y cada uno es enemigo de su vecino. Aquellos que se asemejan a nuestra nobleza, los que invisten cargos del Estados, son los saduceos. Aceptaron a Herodes y la supremacía romana y su fe es conservadora como la del Senado romano. Estos saduceos que ponen en duda la supervivencia del alma, son enemigos de los fariseos. Aquellos judíos que en su mayoría pertenecen a la capa media del pueblo son afectos a las innovaciones religiosas y, asimismo, bien dispuestos para los compromisos politicos. Se llama esenios a aquellos ascetas que se retiran al desierto para orar, y zelotes a los radicales desposeídos. A estos es a quienes considero los más peligrosos, porque sus actos son regidos por fantasías y raros engendros de su cerebro.

Lo peor no es que alguien cualquiera les haya dicho en algún momento que vendría un profeta para liberarlos de todos sus enemigos e instaurar un imperio judío de paz y justicia, lo malo es que creen en ello firmemente, lo malo es que no reconocen a ese hombre en mí, Caesar Augustus Divi Filius, quien les ha traído la paz bajo Herodes y establecido los límites de un reino que en tiempos de su rey no era mucho más grande.

En todo el Imperio Romano se levantan sectarios y falsos profetas seducidos por los zelotes y anuncian la venida de un salvador del mundo. ¿Qué esperan aún? Yo, Caesar Augustus Divi Filius ¿no he traído la paz a los hombres? ¿No me ha ensalzado Virgilio como salvador del mundo en su Georgica? ¿Qué más pretendéis, hombres desmedidos?

A la muerte de Herodes, los judíos le imputaron cualquier cantidad de infamias, porque estaba en contra de las masas y me alababa como salvador y redentor, como al mesías cuya venida anunciaban los profetas desde tiempos remotos. De mortuis nil nisi bene. Sin embargo, apenas los restos de Herodes fueron inhumados en su Herodeion, los judíos dijeron que el año de su muerte el rey había mandado matar a todos los recién nacidos porque los astrólogos de la Mesopotamia habían pronosticado el nacimiento de un Mesías y un cometa les había señalado el camino para llegar a él. ¡Como si un lactante pudiera disputarle el trono a un septuagenario!

Pero así como el pueblo carece de unidad entre sí, las familias tampoco viven en concordia. Los judíos no conocen el respeto por los ancianos y la ley del matrimonio es para ellos más un mal que un deber. Herodes decía poseer diez esposas, lo cual le hubiera significado el destierro en Roma, y, según creo, otros tantos hijos, todos enemistados entre si y con su padre. En la disputa por la herencia del provecto soberano hubo tanta violencia que durante el consulado de Marco Valerio y Publio Sulpicio Quimo, Herodes huyó a Aquilea donde me encontraba en ese momento.

Venía en compañía de dos de sus hijos, Alejandro y Aristóbulo, quienes, según declaró, atentaban contra su vida para apoderarse de la corona. Yo, Caesar Augustus Divi Filius, debí oficiar de mediador entre dos generaciones. En consecuencia, amonesté a los hijos por sus negros pensamientos y desear la muerte a su progenitor, y, por otro lado, también censuré al padre por recelar de sus propios vástagos. Mis palabras surtieron efecto y ambas partes se confundieron en un estrecho abrazo de reconciliación mientras derramaban ardientes lágrimas.

En agradecimiento, el rey judío donó a los romanos trescientos talentos para los juegos circenses. A Herodes le gustaban los ludi, y por aquellos días los eleos proyectaban suspender sus juegos, celebrados desde tiempos muy remotos, y despedir a los helanodices. El monarca no vaciló ni un instante, ofreció ayuda personalmente y donó una gran cantidad de oro que posibilitó mantener la continuidad de los juegos hasta el día de hoy.

Cuando fue inaugurada la ciudad portuaria de Cesarea con la debida pompa, el rey organizó juegos griegos: juegos de competencia deportiva y certámenes de músicos, además de juegos romanos que comprendían carreras de carros, combates de gladiadores y luchas con fieras. Corrió entonces el rumor de que yo, el César de Roma, había pagado la descomunal competencia para que fuese digna de un acontecimiento romano. ¡Tan poca fe merecía la generosidad de Herodes! Dejé que la gente pensara lo que le viniera en gana, pues no necesitaba avergonzarme.

Así era Herodes, el rey de los judíos, que no era judío. Desde su lecho de muerte llegó a juzgar todavía a aquellos insensatos que habían derribado el águila imperial romana a la entrada del templo.

Y aun cuando sentía próximo el fin de sus días, exigió la pena de muerte para aquellos delincuentes judíos y los mandó quemar vivos. Su muerte causó poco dolor, y apenas sus despojos fueron depositados en el sepulcro, sus hijos Arquelao, Antipa y Salomé se marcharon a Roma por distintos caminos, para impugnar ante mí el testamento de su padre. Como si eso no bastara, comparecieron ante mí al mismo tiempo cincuenta judíos para solicitar su liberación del dominio de los reyes. La desunión de este pueblo me indujo a tomar una resolución que todavía se mantiene vigente en nuestros días: di por concluido el reinado. Hoy ya los judíos no tienen reyes.

¿Pero qué sucederá mañana?

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